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El Brasil del Mundial, sin trampa ni cartón

País incoherente, Brasil... Hace más de un año que alimenta el despecho de la prensa internacional. Los periodistas, procedentes de todo el mundo, aunque lleguen dispuestos a escribir y a filmar en diferentes lenguas, dispuestos a centrarse en las zonas rurales o en las metrópolis, en la costa o en el interior, con independencia del medio de comunicación, utilizan siempre el mismo tono. Todos están tristes, decepcionados, furiosos, –digámoslo con franqueza– engañados. Porque con este Mundial, han descubierto de forma abrupta que este Brasil por el que se habían dejado seducir antes de tiempo, era otro. De repente, muestra la cruda realidad y no es agradable.

Los más decepcionados son los enamorados de la última hora, dentro y fuera del país. Algo asustados, en un primer momento descubrieron que Brasil ya no era un país periférico, que en el ranking de los país más ricos del mundo pronto superaría a Gran Bretaña y a Franciaranking. También comprobaron que los movimientos migratorios se invertían, que las asistentas de hogar y los albañiles brasileños estaban retornando al país, mientras que españoles, italianos y norteamericanos venían a prestar servicios a Río de Janeiro y a São Paulo, no solo para huir del paro, sino también para hacer una carrera mundial en la que las multinacionales brasileñas toman posiciones.

Desconcertados, estos neófitos descubrieron que mientras que en Europa el modelo otrora elogiado hacía aguas, Brasil parecía haber encontrado la receta del crecimiento y de la reducción de las desigualdades. Empresarios y obreros mano a mano, banqueros y campesinos sin tierra casi reconciliados. La elección, en 2002, de Luiz Inacio Lula da Silva, como si de un cuento de hadas se tratase, terminó por hechizarlos. En países dominados por titulados de las más prestigiosas escuelas de administración o por diplomados universitarios de la Ivy League, hace tiempo que no se sueña con que un modesto sindicalista del metal, que a duras penas consiguió el graduado escolar, pueda alcanzar el más alto nivel del Estado. Y aunque todo el mundo sueña con ver a su selección nacional vencedora, la imagen de un Brasil ganador por sexta vez de la Copa Jules Rimet parecía casi una perogrullada: ¿No se trata del país del fútbol?

Pero hete aquí que Brasil no tiene mucho que ver con este cuadro. “El mundo se ha indignado al descubrir que el país no es la utopía que se presentó y a causa de este desenamoramiento, actualmente se obstina por presentar los aspectos negativos”, reflexiona Christopher Gaffney, profesor en la Universidad federal Fluminense. “Pero este entusiasmo se debía casi a una visión neocolonizadora, como si se pudiese, a través de Brasil, resolver todos los errores cometidos por el mundo occidental”, prosigue no sin cierta irritación.

Este Brasil, que ha aumentado la ayuda humanitaria, líder de misiones de paz de la Organización de Naciones Unidas y cuya presidenta anuló en el último momento un viaje a Washington para dejar claro a Barack Obama que consideraba que el programa de espionaje de EEUU era escandaloso, de hecho existe. Se ha producido una revolución en la política extranjera, el gigante sudamericano reclama su peso en la región, frente a la influencia de EEUU, y mira a África, al mundo árabe y a otros países emergentes.

Sin embargo, es este mismo país el que se ha revelado incapaz de hacer frente a la Federación Internacional de Fútbol, la FIFA, en la organización del Mundial. “No negociamos nada. La FIFA sabía muy bien lo que iba a obtener de la Copa del Mundo, las grandes empresas también, únicamente el país no contaba con agenda propia alguna para sacarle provecho real”, subraya Pedro Trengrouse, profesor de Economía del deporte en la Fondation Getulio Vargas.

Mientras que Alemania, que alberga la competición deportiva en 2006, había organizado eventos populares que permitieron a 18 millones de personas seguir los partidos desde fuera de los estadios, Brasilia no ha hecho nada para compensar a las zonas de exclusión establecidas por la FIFA, donde se impide especialmente a los vendedores ambulantes, habitualmente omnipresentes, aproximarse a los estadios y a las principales zonas turísticas.

“No es un país para novatos”

Y en esta acuarela que es Brasil, ¿dónde cohabitan sin grandes contratiempos etnias y religiones en busca del bien común? Sí, el último país que abolió la esclavitud ha hecho esfuerzos notables, castigando por primera vez los crímenes racistas, promoviendo la creación de cuotas para negros y mestizos en las universidades y, todavía esta semana, con la promulgación de una ley que reserva el 20% de las plazas que salen a concurso en la Administración Pública. Sin embargo, en 2002, el salario medio de un negro seguía siendo un 36% inferior al que percibía un blanco. Y el Instituto de economías aplicadas (IPEA) calcula que el riesgo que tiene un adolescente negro de morir asesinado es 3,7 veces superior al de un blanco.

Sí, ningún policía vigila el acceso a las mezquitas, sinagogas e iglesias, como se ve en el mundo entero, y la constitución es laica. Pero en el Congreso, 73 diputados reivindican su pertenencia a un frente evangélico y aliados de los católicos conservadores hace años que han conseguido participar directamente en la toma de decisiones. En 2010, por presión de estos, la entonces candidata Dilma Rousseff, tuvo que dejar a un lado sus propias convicciones para prometer, en el periodo entre las dos vueltas a las elecciones presidenciales, que no haría nada para legalizar el aborto, prohibido en la mayoría de los casos.

¿Qué hay de este país en obras? También en este sentido hay que decir que nunca antes Brasil había invertido tanto dinero en infraestructuras. Puertos, aeropuertos, carreteras, metros, tranvías e incluso estadios. Las ciudades están en plena mutación y, desde Brasilia, advierten que se lo debemos también al Mundial, lo que supuestamente ha mejorado la productividad y acelerado con ello las obras. “El principal problema está en que todo se ha hecho prescindiendo de la democracia”, lamenta Miguel Lago, miembro de la asociación Meu Rio, que reclama la participación popular. “En nombre del Mundial y de la Copa del Mundo, se va a dedicar una fortuna a la prolongación del metro en la zona oeste de Río donde viven 200.000 personas, en lugar de, por la mitad de ese presupuesto, modernizar el tren de la zona norte que tiene más de un millón de usuarios y, ¿con quién se ha debatido el asunto? ¡Con nadie!”, dice indignado este joven.

Del mismo modo, el mundo del deporte se pregunta porqué era necesario gastar 4.000 millones de dólares en 12 estadios, algunos de los cuales no volverán a ser utilizados una vez acabe la Copa del Mundo, mientras que el país dispone de 800 terrenos de fútbol profesional que necesitan ser remodelados. “Volvemos siempre a lo mismo, son las mismas élites políticas que se asocian a las mismas empresas, sin preocuparse de las verdaderas necesidades del país”, explica Christopher Gaffney.

Finalmente, ¿qué ha sido de este Brasil más justo? Es indudable que 40 millones de personas han salido de la pobreza desde hace 10 años y que la miseria extrema se ha erradicado prácticamente. El índice Gini, que mide el grado de desigualdad en una escala de entre 0 y 1 –el 0 designa la igual total– ha caído a 0,519, el nivel más bajo registrado desde 1960. En otras palabras, desde 2002, entre la estabilidad monetaria, los programas sociales, la subida del salario mínimo y el crecimiento del empleo, el Gobierno ha logrado borrar los desastres de la dictadura y del neoliberalismo.

“Pero, con todo, la realidad es que estamos entre los 12 países más con mayor desigualdad del mundo, por lo que queda mucho por hacer”, reconoce Marcelo Neri, presidente del IPEA. En las zonas rurales, la violencia que sufren los campesinos sin tierra –a manos de los terratenientes- bate todos los récords. En 2013, 73 indígenas de la etnia Guarani-Kaiowa se suicidaron dado que la supervivencia en su territorio histórico del Mato Grosso do Sul parece imposible.

En 2007, cuando el entonces presidente Luiz Inacio Lula da Silva convenció a la FIFA para que Brasil albergara la 20ª edición de la Copa del Mundo, el país está eufórico. La economía parecía haber encontrado este círculo virtuoso que permitiría a los pobres de ayer consumir y a las empresas nacionales y extranjeras enriquecerse. Sin embargo, maltrecha por la coyuntura internacional y una gestión caótica del gobierno, el modelo se desinfló. “Se ven resurgir los conflictos de distribución de los frutos del crecimiento, que nunca desaparecieron, pero que el entusiasmo había hecho olvidar”, analiza Gilberto Maringoni, profesor de relaciones internaciones en la Universidad federal ABC, en São Paulo. Y se oyen las voces de los que, a instancias del exgobernador del Banco Central Arminio Fraga, consideran que “el salario mínimo es muy elevado para la productividad brasileña”.

La derecha se abre paso en Brasil

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El Brasil de 2014 ya no tiene que demostrar a las grandes potencias, como en 1950 cuando acogió su 1ª Copa del Mundo, que existe. Sin embargo es desigual, injusto, violento, racista, machista y a veces pusilánime. “El gran cambio es que la población, entre el alza del nivel de vida y la educación, reivindica otras cosas”, prosigue Gilberto Maringoni. Para él, a pesar de la consigna “Não vai ter copa” No habrá Copa), pocos son los brasileños que están en contra de este acontecimiento deportivo “incluso en el seno de movimientos sociales que quieren sobre todo ocupar la Copa, igual que se ocupó Wall Street”, concluye.

Estos días, la población viste sus camisetas amarillas y jalea a su equipo, sin dejar de criticar los retrasos, las promesas incumplidas, la corrupción. Enamorado-decepcionado de Brasil, el cantautor Antônio Carlos Jobim ya lo habrá avisado: “Brasil no es un país para novatos”.

Traducción: Mariola Moreno

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