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La Administración Biden plantea un impuesto mínimo global que acabaría con los paraísos fiscales

Janet Yellen, presidenta de la Reserva Federal.

Romaric Godin (Mediapart)

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Joe Biden parece decidido a librar una batalla en dos frentes. En el plano interno, tratará de imponer al Congreso su ambicioso plan de inversiones por importe de 2,3 billones de dólares en ocho años. Y la tarea no va a ser fácil; los republicanos ya se han negado a superar los 700.000 millones de dólares y varios demócratas de centro han manifestado su rechazo a la subida prevista, del 21 al 28%, del impuesto de sociedades. Ahora bien, el pasado fin de semana se abría un nuevo frente, o mejor dicho, el frente se amplió.

Este lunes 5 de abril, la secretaria del Tesoro de EEUU, Janet Yellen, en su comparecencia ante el Council of Global Affairs de Chicago, reclamaba un tipo impositivo mínimo mundial para las empresas. En su opinión, se trata de la única manera de detener la “carrera hacia un menor gravamen fiscal”.

La expresidenta de la Fed aprovechó para dar su visión de la competitividad: “Es algo más que saber lo bien que les va a las empresas con sede en Estados Unidos en los anuncios de fusiones y adquisiciones. También se trata de asegurar que los gobiernos dispongan de sistemas fiscales estables que les proporcionen ingresos suficientes para invertir en bienes públicos esenciales y para responder a las crisis. También consiste en garantizar que todos los ciudadanos participen, en su justa medida, en la financiación del Gobierno”.

Estas pocas palabras confirman que la visión del mundo económico ha cambiado en Washington. Ciertamente, en las discusiones que se han mantenido durante años en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el organismo internacional que gestiona el esfuerzo de coordinación fiscal mundial, Estados Unidos ya defendía lo que se conoce como “pilar 2” y que prevé este tipo mínimo. Sin embargo, la posición de Estados Unidos ya no es la misma.

La propuesta de la OCDE, elaborada junto con los 135 países que participaron en las negociaciones, preveía un tipo impositivo mínimo del 12,5%. Este tipo acabaría con las jurisdicciones con tipos cero o muy bajos, que de hecho son pocas, pero no cambiaría nada para las jurisdicciones con tipos impositivos muy bajos, como por ejemplo en la Unión Europea, Irlanda o Chipre, que aplican este tipo mínimo. Dado que el tipo medio en los países de la OCDE es del 26%, dicho tipo mínimo dejaría un amplio margen para la competencia fiscal en los países desarrollados y entre éstos y los menos desarrollados.

La administración Trump fue una firme defensora de este tipo mínimo. En la reforma fiscal de 2017 que bajó el impuesto de sociedades del 35% al 21%, se estableció un tipo mínimo del 10,5% para los ingresos extranjeros de las empresas estadounidenses. Esto significa que una empresa que tributa por debajo de ese tipo en el extranjero debe pagar la diferencia a las autoridades fiscales estadounidenses. Esto es exactamente lo que prevé el esquema de la OCDE, por lo que el predecesor de Janet Yellen, Steven Mnuchin, siempre había defendido dicho tipo mínimo.

Pero, como cabe deducir de inmediato, la naturaleza de ese apoyo era muy diferente. La administración Trump defendió un tipo mínimo no para frenar la competencia fiscal, que lo hizo, sino para “disciplinarla”, excluyendo a los competidores demasiado agresivos con los que los grandes países no podían competir. La lógica era, pues, la de una competición controlada. La lógica de la administración Biden parece totalmente diferente.

Bien es verdad que Janet Yellen no habló de ninguna cantidad concreta para este tipo mínimo. Pero al querer detener la carrera a la fiscalidad más ventajosa, se está cuestionando la validez de la competencia fiscal. Y esto va en coherencia con el plan de inversión presentado la semana pasada. Al subir el impuesto de sociedades, la administración Biden pretende financiar (en 15 años) el gasto comprometido en el plan. En otras palabras, considera que el impuesto de sociedades es una fuente de ingresos. También en este contexto desea aplicar un tipo mínimo del 21% para las rentas gravadas en el extranjero. Esto supondrá romper la lógica de la competencia fiscal.

Porque para que este plan funcione, es necesario bloquear la fuga de empresas a otras jurisdicciones. Por supuesto, desde Barack Obama, deslocalizar una sede social desde Estados Unidos es difícil (a menudo requiere realizar una fusión con una empresa extranjera en condiciones específicas), pero no es imposible. Además, cabe temer que algunas empresas arbitren inversiones contra Estados Unidos por esta subida de impuestos, aunque, recordemos, al 28%, el impuesto de sociedades al otro lado del Atlántico seguirá siendo más bajo que en 2016...

Pero, y este es quizás el aspecto más importante de estas declaraciones, al impedir cualquier competencia a la baja, Janet Yellen tendría un argumento de peso frente a quienes, entre los demócratas, están preocupados por la fuga de empresas y la pérdida de puestos de trabajo. Sin embargo, obtener los votos de los demócratas moderados también permitiría evitar tener que batallar con el ala izquierda demócrata, que ya encuentra el plan de Biden muy modesto. Para mantener el equilibrio interno de la mayoría, es imprescindible acabar con la competencia fiscal internacional.

Esto significa que la administración Biden ya no defendería un tipo mínimo del 12,5%, sino un tipo mucho más alto, cercano al 21% que pretende aplicar en Estados Unidos. Y un tipo a este nivel supondría una nueva ruptura con el neoliberalismo. Alteraría profundamente el actual equilibrio de poder.

Un cambio de lógica importante

Quienes se oponen a la actual propuesta del “pilar 2” de la OCDE, como la ICRICT, la Comisión Independiente para la Reforma Fiscal de las Empresas Internacionales, cuestionaban que era demasiado bajo. En un comunicado difundido el 9 de diciembre de 2019, reclamaba un tipo mínimo del 25%, para que no se convirtiese en una forma de “máximo global”. Este tipo también permitiría, a los Estados menos ricos, aumentar sus niveles impositivos sin temor a la fuga de capitales.

Este nivel del 25% fue también el que defendieron los economistas Emmanuel Saez y Gabriel Zucman en el capítulo 7 de su libro Le Triomphe de l'injustice [El triunfo de la injusticia]. “Si los países del G20 impusieran mañana un tipo mínimo del 25% a sus multinacionales, el 90% de los beneficios mundiales se gravarían de forma efectiva al 25% o más”, explicaban. En otras palabras, como Gabriel Zucman ha precisado desde entonces, el modelo de negocio de muchos paraísos fiscales se vendría abajo inmediatamente.

Por lo tanto, un impuesto de sociedades elevado sería un cambio determinante. Los dos autores citados más arriba describen sus consecuencias en estos términos: “Con un impuesto mínimo suficientemente alto, la lógica de la competencia internacional se invertiría. Una vez neutralizado el dumping fiscal, las empresas elegirían instalarse allí donde la mano de obra es productiva, la infraestructura de buena calidad y los consumidores tienen alto poder adquisitivo”.

Este tipo mínimo para romper la competencia internacional va, por tanto, en coherencia con la orientación socialdemócrata de la nueva administración estadounidense. Si la competencia deja de ser fiscal, Estados Unidos vuelve a ser atractivo por otras razones: su nivel de educación, gasto, innovación e infraestructuras. Áreas todas en las que Joe Biden y Janet Yellen planean invertir masivamente. Por tanto, nos encontramos ante un círculo virtuoso: más inversión pública, el fin de la competencia fiscal y, en última instancia, más inversión privada y redistribución. El sueño de una forma de nuevo fordismo se basa también en esta propuesta fiscal.

Por supuesto, el camino será largo antes de imponer un tipo mínimo alto. El silencio de Janet Yellen sobre el objetivo de EEUU muestra la prudencia con la que la Administración Biden abordará estas discusiones. Hay que recordar que, incluso con un tipo del 12,5%, las negociaciones dirigidas por la OCDE fueron muy difíciles. El acuerdo se vio, es verdad, perturbado por la discrepancia mostrada entre París y Washington sobre el impuesto Gafam francés, pero estaba claro que los participantes no tenían prisa por avanzar. Se esperaba una conclusión para el verano de 2021.

Pero si Estados Unidos propone un tipo más cercano a su mínimo del 21%, todo puede cambiar. En primer lugar, en la Unión Europea, donde muchos países tienen tipos inferiores al 21% y donde, sobre todo, estos tipos bajos constituyen la columna vertebral de su economía. Si quitamos estos tipos a Irlanda o Chipre, el PIB de estos países podría caer significativamente.

Pero incluso en los países más grandes, con tasas ligeramente más elevadas, es probable que un tipo mínimo así haga rechinar los dientes. En primer lugar, porque ellos mismos no se privan de reducir sus tipos de forma agresiva. En cinco años, Francia habrá reducido el tipo del impuesto de sociedades del 33,3% al 25%, una rebaja comparable a la de Donald Trump.

En segundo lugar, porque el tipo efectivo, es decir, el que se paga realmente por término medio, suele ser mucho más bajo, dadas las numerosas excepciones y bonificaciones fiscales. Un tipo mínimo elevado supondría reducir estas excepciones, que los gobiernos suelen utilizar para satisfacer políticamente a determinados sectores o para jugar con los “incentivos fiscales”.

Por último, y lo más importante, supondría una verdadera ruptura con los marcos del pensamiento económico neoliberal, que arguyen que la competencia fiscal es positiva porque obliga a “desengrasar al Estado”. Si los países quieren mantenerse en la carrera de la competitividad fiscal, deben necesariamente recortar el gasto para reducir los tipos e impuestos. Esto les obligaría a ser más “eficaces”, a atraer la inversión extranjera y a dejar más espacio al mercado. Este movimiento sería “justo”: las inversiones irían a los más eficaces y la asignación de recursos sería óptima. Así se justificaba la carrera a la fiscalidad más baja. Y los tipos del impuesto de sociedades llevan décadas bajando.

Encontramos en ello varias influencias: la fiscalidad óptima del premio del Banco de Suecia (mal llamado premio Nobel) James Mirlees, cuya la curva de Laffer es una versión vulgar, la teoría de la “elección pública” del otro premio del Banco de Suecia James Buchanan, que quiere que el Estado se mantenga a raya, o la “neutralidad ricardiana”, teorizada por Robert Barro, que quiere que los agentes anticipen futuras subidas de impuestos en caso de déficit público. Todas estas teorías subyacen en la política económica de Emmanuel Macron, que rechaza cualquier subida de impuestos y busca constantemente mejorar la competitividad fiscal de Francia, aunque sea a costa de otras formas de competitividad.

En resumen, los obstáculos son considerables. Será interesante observar la actitud francesa. El ministro de Economía y Hacienda, Bruno Le Maire, sí acogió con satisfacción la propuesta de Janet Yellen, pero con cautela: “Acogemos con satisfacción el apoyo de Estados Unidos a una tributación mínima del impuesto de sociedades. Esperamos poder avanzar con Janet Yellen en la fiscalidad de los servicios digitales para alcanzar un acuerdo global en la OCDE el próximo verano. Un acuerdo global sobre fiscalidad internacional está ahora al alcance de la mano. Debemos aprovechar esta oportunidad histórica”. Esta declaración evita cuidadosamente la verdadera cuestión: ¿está Francia dispuesta a aceptar un tipo mínimo elevado?

Sin embargo, esta precaución apenas se destaca. Washington necesita el apoyo internacional para dar credibilidad a su propuesta y permitir que el plan de inversión sea aprobado por el Congreso. No es pan comido. Pero si se impusiera un tipo tan alto, efectivamente el cambio no sería completo. La financiarización no estaría terminada, tampoco por medio de ciertos paraísos fiscales.

La optimización fiscal de las rentas del capital y del patrimonio personal no se vería afectada por esta medida. Y, sobre todo, no está claro que el capitalismo moderno pueda soportar una reforma así. Pero es cierto que, en estos momentos, la inspiración pikettista de la nueva administración estadounidense es evidente. Y lo que se pretende es un cambio de paradigma, un capitalismo renovado. Queda por ver si el resto del mundo –y Europa en particular– está dispuesto a seguirlo.

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Traducción: Mariola Moreno

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