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Desde la casa roja

Postales del Estrecho

Estoy frente a la frontera. Apenas a diez minutos en coche del centro de Ceuta está el paso a Marruecos. Para llegar a esta parte y alejarme del paso de El Tarajal, con sus porteadoras que cruzan y descruzan la aduana y su bullicio costero, he atravesado sin querer El Príncipe, la barriada que es foco de Europa por ser uno de los principales puntos de captación de jóvenes para el yihadismo. Hombres y mujeres están sentados en los quicios de sus puertas y me miran al pasar. Dicen que aquí no hay propiedades, que no hay un censo, que no hay ley. Que aquí no entra apenas la policía. Y los bomberos o las ambulancias no lo cruzan sin escolta. Y dicen también que tal vez no debería andar por aquí. Pero paso y no pasa nada. Junto a un enorme agujero donde están los esqueletos calcinados de decenas de coches, se extiende la doble alambrada de varios metros de alto que termina en una espiral metálica. Del lado de Marruecos, un pequeño huerto respira tranquilo.

Y lo que imaginaba como una pequeña separación, la menor de las fronteras, se levanta erguida y violenta bajo el sol de finales de agosto. Esto también es España. Nuestra estrecha franja de la muerte, con su tierra de nadie y sus garitas. Con su frontera extendiéndose entre las palmeras. Y es esa sombra que se pierde en el horizonte la que recuerda a otras sombras. A otras vidas que ya trataron de saltar, de escapar, de llegar.

 

Me he sentado en una piedra y me he quedado varios minutos mirándola. No sé qué buscan mis ojos cuando recorren sus concertinas. Cuando imagino hasta dónde llega la desesperación y de dónde tiene que nacer para trepar ese muro de alambre como un gato siendo objetivo de hombres armados. Estoy junto a la valla que separa Ceuta del monte, España de Marruecos, Europa de África. Tal vez, la frontera económica y social más abrupta del mundo. Al sur de nuestro país. He venido para verlo.

Pero yo ya conocía esta frontera, es Tijuana, es Jerusalén, son las minas entre Marruecos y Sahara, es el muro que separa las favelas de Río de Janeiro del resto de la ciudad, es Berlín, es cada una de las murallas que hemos levantado para decir “nosotros”, para protegernos de un otro, es antigua como el hombre, como la miseria. La sabemos perfectamente. Porque hablamos de ella, escribimos sobre ella, conocemos su arrabal inquieto y violento porque nos lo han contado en las películas, en las series de televisión, en los reportajes de los periódicos. Delimita nuestro mundo. Filtra lo diferente, el hambre, la guerra.

Una frontera que ha sido espacio para la tensión este verano. Y que hace pensar que no serán los metros de muro que se levanten, que no será la cantidad de efectivos que se envíen ni lo afilado de sus concertinas lo que frene el camino emprendido, por las razones que sean, por aquellos que intentarán llegar hasta su otro lado. Serán, tal vez, el asilo y la comprensión de políticas migratorias más solidarias.

A menos de cinco kilómetros de allí, en el puerto, miles de familias esperan metidas en sus coches para alcanzar alguno de los ferris que cerrarán este agosto la operación Paso del Estrecho más intensa de la historia, más de 200.000 viajeros, durante horas y horas, al sol y a la noche. A la mayoría, les queda un largo camino por delante, alcanzar Francia, Italia, Bélgica. Con un baño para atenderlos a todos, ninguna sombra y mucha paciencia. Los niños duermen tumbados en el suelo, entran en las letrinas de puntillas, ven películas dentro de los automóviles, juegan al balón en el carril de emergencia. Bajo un pequeño toldo hay extendidas alfombras para el rezo y, delante de una única tienda, una larga fila de hombres y mujeres esperan su turno para comprar pan fresco, agua, pañales, atún en lata. Los dos policías a cargo de dar el paso, dos policías para miles de personas, no les dicen cuándo partirán: esta noche seguro. Varios barcos cruzarán el estrecho hasta la madrugada. Irán y volverán. Esta noche: sin hora, ponga lo que ponga en tu billete. Es un embudo humano.

 

En la otra orilla, los chavales de la Costa del Sol seguirán sacando medusas del agua, el mercadillo se organizará en el paseo y la final del torneo de polo reunirá a reyes eméritos y bisnietos de dictadores que dormirán en su yate atracado en el colorido puerto de Sotogrande.

África ya es solo una sombra más allá del Estrecho.

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