Desde la tramoya

¿Qué pasa con el CIS?

El Centro de Investigaciones Sociológicas es una muy respetable institución con más de medio siglo de historia, si contamos con su antecesor, el Instituto de la Opinión Pública, creado en 1963. Desde mediados de los 90 se rige por estrictas normas de transparencia. Aunque ha tardado quizá demasiado en hacerlo, y aún hoy retrasa más de lo necesario la entrega, pone a disposición de cualquier usuario todos sus datos brutos de encuesta para que los investigadores los traten como les venga en gana. A sus casi 3.000 estudios cuantitativos, el CIS añade un voluminoso conjunto de estudios cualitativos, una extraordinaria colección de libros especializados y la mejor revista académica de sociología de España. Su nómina de un centenar de personas incluye a un elenco de técnicos de investigación de incuestionable solvencia.

Los presidentes del CIS han sido prácticamente todos sociólogos o politólogos. No se produce aquí, al menos en las últimas décadas, la anormalidad de poner a dirigir la institución a alguien que no conoce su profesión, como sí pasa en muchos otros organismos públicos. Antes o después de dirigir el Centro, pueden ser ministros (como Rosa Conde o Pilar del Castillo), tener puestos orgánicos en partidos (como José Félix Tezanos o Julián Santamaría), pero por evidente que sea su alineación política, es justo reconocer que han mantenido todos ellos un respeto fundamental por la necesaria autonomía y el rigor científico de la casa que regentan. Quizá sería mejor seleccionar a los presidentes en concursos objetivos de méritos, como ahora parece que va a hacerse con Radiotelevisión Española, pero lo cierto es que hasta ahora el nombramiento de los presidentes y presidentas del CIS no ha suscitado más polémica que un coyuntural y previsible cruce de acusaciones entre los partidos políticos. El actual presidente del CIS, José Félix Tezanos, merece esa misma confianza inicial que tuvieron sus antecesores.

Por eso no puedo entender que haya sido él  –involuntariamente, estoy seguro– quien haya favorecido que se ponga en cuestión la profesionalidad del instituto público. Sabemos que si hay algún motivo de controversia en el CIS (aparte de otros menores, como si sería bueno preguntar por la percepción de la Casa Real), ese es la famosa estimación de voto que el CIS ofrecía cada trimestre y que ahora va a publicar cada mes.

Desde hace décadas, el CIS parte de unas cuantas preguntas (a qué partido votaría usted, a qué partido votó en las últimas elecciones, por qué partido tiene usted más simpatía), para hacer luego una estimación de cómo serían los resultados si las elecciones fueran al día siguiente. Como una buena parte de la gente no dice la verdad sobre algo tan íntimo como es el voto, los sociólogos tenemos que “cocinar” la “intención declarada” aplicando ajustes. Digamos que algunos partidos se ven afectados por lo que es socialmente deseable o reprobable en un momento dado. En Izquierda Unida solían decir quejosos que ya podrían tener en las urnas el mismo resultado que tenían en las encuestas. El efecto de la espiral del silencio es un clásico a batir en las estudios electorales en todo el mundo. Para calcular en qué medida la gente no dice la verdad sobre un determinado partido, el ingrediente más habitual de la famosa cocina es un cociente que divide los que recuerdan haber votado a ese partido por los que realmente le votaron. Si, por ejemplo, sólo el 19 por ciento del total de la población mayor de edad dice haber votado al PP, cuando en realidad el resultado fue del 23 por ciento, se puede pensar que hay cuatro de cada cien ciudadanos que ocultan su voto al PP. Al hacer la estimación, los técnicos hacen sus cálculos con este ingrediente y otros desconocidos.

No es para nada habitual que haya institutos públicos dedicados a esa controvertida tarea. El CIS es una rareza en ese sentido. Paradójicamente, Tezanos pretendía precisamente terminar con esa práctica oculta a los ojos del público. En una reciente entrevista en la Cadena Ser, después de publicar la última y controvertida estimación de voto favorable al PSOE, y que contradecía las corrientes que en la misma encuesta podían observarse según las cuales el PSOE pierde votos desde hace semanas, el presidente del CIS afirma taxativamente que “en este momento no hay ninguna cocina en el CIS”. Lo que hizo el CIS esta semana, por primera vez en la historia, es precisamente no aplicar ninguna cocina secreta. Lo que ha hecho el CIS, lo explica en un breve párrafo en el propio barómetro, y lo cuenta Tezanos en su entrevista, es sencilla y llanamente sumar la intención directa de voto con la simpatía por cada partido, suponiendo que los supuestos indecisos en realidad votarían por el partido por el que sienten más cercanía. No sólo no se oculta, sino que se advierte justo antes de hacer la estimación.

Pero el resultado ha sido un polémica mucho mayor que si hubiera cocinado el mismísimo Ferrán Adriá. José Félix Tezanos, seguramente con la mejor intención, ha provocado desconfianza y sospechas entre los profesionales del sector (la de los políticos de la oposición se da por supuesta), y queriendo evitar la práctica de brujería (según su propia metáfora), ha producido un ruido innecesario.

Si de verdad el CIS quiere terminar con la persistente polémica en torno a sus estimaciones, lo mejor que puede hacer es lo que hacen la inmensa mayoría de los institutos públicos de demoscopia de democracias como la nuestra: ofrecer los datos tal como salen de cada una de las preguntas, sin sumar ni restar ni cocinar ni ponderar. Que luego cada cocinero haga lo que le venga en gana. Es decir, terminar con la famosa “estimación”. Por poner un ejemplo, el CIS pregunta a veces cuánta gente va a misa. No estima luego cuánta gente va de verdad. Simplemente recoge la respuesta, con todos sus sesgos. El CIS debe decirnos, en todo caso, cuánta gente dice que votará a cada uno de los partidos y, si quiere, también en qué medida la gente siente simpatía por ellos, pero hacer una estimación de voto, es decir, una suposición, es controvertido y lo será siempre. El Gobierno tiene ya controversias en suficiente número como para añadir gratuitamente otras nuevas.

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