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Desde la casa roja

Una bofetada a tiempo

A esa hora de la tarde en la que los escolares uniformados pierden el control y corren y gritan y tropiezan con el mundo, empujaba desgastada un carro por el pasillo de un supermercado. Un padre y una madre, un hijo de unos diez años y una niña de unos siete, los cuatro en sus abrigos guateados azul marino, casi clones unos de los otros en diferentes tamaños, hacían la compra delante de mí. Formábamos todos parte del ruido sordo de las grandes superficies, del paisaje híper iluminado de las ofertas. Nunca supe lo que estaba pasando antes de detenerme a un par de metros de ellos. No sé quién zarandeó primero a quién. Pero simultáneamente a que yo les enfocara, el padre sacaba a la niña de un tirón del lado del hermano, la alejaba para que su brazo cogiera impulso estirado hacia atrás, ella sostenida en equilibrio sobre sus piernas de calcetines largos alcanzando apenas a levantar la mirada del suelo, y le abría la mano sobre la cara. Me quedé paralizada delante de ellos, me pregunté dos veces lo que acababa de ver, luego pensé “¿qué habrán hecho?” y les esquivé. No había salido a la calle cuando ya pude reconocer que había sido testigo de una agresión humillante.

Puedo identificar lo que sucede adentro de un adulto para llegar al golpe como método de corrección: el estrés, la frustración, la falta de autocontrol o la desesperación. Aunque puede haber algo más ahí. Pero me cuesta más concluir por qué somos condescendientes con este tipo de violencia que está prohibida. ¿Qué sentido de la posesión sobre las personas que traemos a la vida actúa como autorización para que se entienda una bofetada como la condena que corregirá futuros comportamientos? ¿Es el derecho de corrección, eliminado del Código Civil desde el año 2007, lo que sigue avalando esta agresiva práctica o hay algo más esencial? Cuando pegamos a nuestros hijos solamente les estamos adiestrando para que, la próxima vez, sepan lo que viene: y eso se llama miedo y tiene su raíz en una violencia intrafamiliar normalizada e invisible.

Demasiado a menudo se escucha aquello de “no pasa nada por darle un azote de vez en cuando”, “una bofetada a tiempo y verás cómo lo aprende de bien”. Pero, ¿qué es lo que se aprende con eso? Que sus derechos no son iguales que los del resto y que el niño es propiedad de dos adultos que pueden violar la ley sin consecuencias. Si un adulto da una bofetada a otro adulto en un espacio público, probablemente tendríamos claro que acabamos de asistir a una agresión violenta, a un delito que puede ser denunciado ante una autoridad. Pero, ¿qué pasa con el eslabón más frágil? ¿Desde qué edad la bofetada, el azote, la colleja, patada o empujón son parte de la educación y hasta cuándo y dónde está el límite entre esto y algo que va a más? ¿En la mano, sí; en la cara, no? ¿Qué vas a decirle cuando tenga tu altura y te la devuelva?

Hace un par de años vi una serie titulada The Slap, basada en la novela del dramaturgo australiano Christos Tsiolka. En ella, un grupo de amigos treintañeros se reúne para celebrar una barbacoa. Uno de los niños es insufrible y sus padres no hacen nada para frenar su comportamiento. Son de esos padres que ponen la libertad de su hijo por encima de la libertad del resto de hijos y del resto de padres y del resto del mundo. Uno quiere hacer algo a ese niño desde que aparece en la pantalla. Pero alguien se adelanta al espectador, uno de los adultos, un amigo de los padres de ese niño, se acerca y ¡plaf!: empieza la trama. La serie se sostiene sobre el dilema coral de los testigos de la agresión. Es interesante cómo la moral va fluyendo por un camino algo sinuoso entre unos y otros testimonios. Y también lo es que nos pongan en la piel del adulto que abofeteó y que no veamos en ello un maltrato.

Lo que vi en el supermercado hace unos días no fue más que una forma de vencer con brusquedad, daño y de forma perniciosa y lesiva una resistencia: alguien más fuerte contra alguien más débil, la del hombre contra la niña, la que enseña que los límites se establecen por la fuerza física o la agresión verbal. Cualquier adulto puede transformarse en un padre o madre violento si no sabe contener sus emociones o desconoce o invalida otras formas. Hemos leído sentencias que condenan o absuelven a progenitores después de forcejeos, bofetadas o empujones cuyo fin era reconducir el comportamiento de un menor. No quieran estar ahí. La marca que deja esa bofetada perdurará mucho más que los dedos marcados en rojo sobre la cara.

Antes de tener un hijo, hay quien debiera asegurarse de que posee las destrezas y templanza para no recurrir a la violencia física o verbal como forma de solucionar las tensiones, que serán muchas y frecuentes. El daño siempre doblega y amenaza, nunca corrige, ni siquiera libera al que lo inflige, señala el futuro castigo y abre la veda para la reproducción del método. Cómo podrán identificar niños y adolescentes otras agresiones si es lo que vivieron en casa. Lo cierto es que hay mucha gente que sí ve en la agresividad la solución más eficaz a los problemas, la vía rápida, y esto es algo que sobrevive en un lugar muy íntimo. Esto es la mano que se levanta. La alarma que se dispara. Las normas son necesarias, los castigos y las humillaciones no.

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