A la carga

El juego del ultimátum

En la economía del comportamiento se han realizado innumerables experimentos con el llamado juego del ultimátum. Supongamos dos jugadores, A y B. A recibe 10 euros y ha de hacer una oferta para repartirse esa cantidad entre B y él. Por ejemplo, A puede ofrecerle 3 euros a B y quedarse con los restantes 7. El jugador B no puede realizar contraoferta alguna, tan sólo puede aceptar o rechazar la propuesta. Si B acepta la oferta, los euros se reparten según la oferta hecha por A. Si B rechaza la propuesta, ambos se quedan sin nada.

La teoría económica, basándose en supuestos muy sencillos sobre comportamiento autointeresado, establece que el jugador B debería aceptar cualquier oferta de A que le dé una cantidad positiva, por pequeña que esta sea. Por ejemplo, si A ofrece darle un euro a B, quedándose A con los nueve restantes, B no debería rechazar la oferta, pues está mejor con el euro ganado que con los cero euros que recibiría en caso de rechazar la oferta.

En la práctica, cuando se realizan experimentos en laboratorio basados en el juego del ultimátum y sus múltiples variaciones posibles, se observa que el jugador B acepta las ofertas igualitarias o ligeramente desigualitarias, pero se planta ante ofertas que ofenden su sentido de la justicia. Por ejemplo, una oferta de 8 euros para A y 2 para B, suele ser rechazada por B, aunque eso suponga que B deja de ganar dos euros. Este comportamiento, en principio, viola los supuestos del comportamiento autointeresado.

Fuera del laboratorio, en la política, es posible encontrar casos reales en los que las partes reproducen un esquema de interacción como el del juego del ultimátum. Las condiciones no son exactamente las del laboratorio y los actores suelen ser partidos políticos y no personas individuales: pese a estas diferencias, vale la pena examinar estos casos a la luz del juego del ultimátum.

En la política española hay poca cultura de pacto y negociación. Las fuerzas políticas tienden a ver cualquier concesión o proceso negociador como una traición imperdonable. En una política marcada por la rigidez no debería sorprender que los partidos intenten acorralar a sus rivales mediante el uso del ultimátum.

Pedro Sánchez es un maestro consumado en el arte del ultimátum, aunque los resultados no hayan sido en todos los casos los que él esperaba. En la primavera de 2016, tras las elecciones de diciembre de 2015, renunció a intentar formar gobierno con Podemos y los partidos nacionalistas, optando más bien por un pacto con Ciudadanos. Era aquel momento en el que, bajo la influencia de Susana Díaz, en el PSOE se consideraba tóxico un entendimiento con los independentistas. Hubo un amago de negociaciones entre PSOE y Podemos, pero ambas partes se encargaron de reventarlas. Una vez alcanzado un acuerdo de gobierno entre PSOE y Ciudadanos, el PSOE lanzó su ultimátum a Podemos: el grupo de Pablo Iglesias tenía que elegir entre el acuerdo PSOE-Ciudadanos o seguir con Rajoy al frente. Según los supuestos de la teoría económica, Podemos tendría que haber elegido el mal menor; sin embargo, rechazó el pacto, Rajoy continuó en funciones y se celebraron nuevas elecciones en junio de 2016.

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Tras aquellas elecciones, fue Rajoy quien lanzó su ultimátum a Sánchez: o el PSOE se abstenía para facilitar la formación de un gobierno de la derecha o íbamos a terceras elecciones. Sánchez respondió con su ya célebre "no es no" y los poderes fácticos del partido se conjuraron para obligarle a renunciar a la secretaría general y así poder aceptar el mal menor (gobierno débil de Rajoy frente a terceras elecciones).

Tras varias peripecias políticas, Sánchez regresó a la secretaría general del PSOE, aupado por las bases, y consiguió sacar adelante la moción de censura contra el PP de Rajoy. Una vez en el poder, el PSOE tenía dos opciones: convocar elecciones rápidamente, considerando que el propósito de la moción de censura consistía en librar a España de un gobierno anegado por la corrupción, o apretar el acelerador y explotar al máximo el frente de progreso formado por el propio PSOE, Podemos y los partidos nacionalistas. Al final, Sánchez no ha hecho ni una cosa ni la otra. Ha vacilado y en cuanto algunos líderes regionales y la vieja guardia han puesto el grito en el cielo por la constitución de una mesa de partidos con un relator, ha cerrado la vía negociadora y ha formulado su ultimátum a los independentistas: o votaban los presupuestos o íbamos a elecciones. Los independentistas han rechazado la doctrina del mal menor y han votado en contra. Una vez más, el supuesto de racionalidad autointeresada ha quedado en entredicho.

Y ahora que vamos a elecciones, Sánchez está confeccionando su nuevo ultimátum, en este caso dirigido a la ciudadanía: o votamos PSOE o viene la derecha de Ciudadanos, PP y Vox. Sabiendo que todos nos comportamos de manera mucho menos previsible de lo que supone la teoría económica del comportamiento racional, estaría bien que para que los ciudadanos podamos decidir si aceptar el ultimátum o pasar de él, Sánchez dejase claro lo que no ha querido aclarar durante estos ocho meses de gobierno: si el PSOE se encuentra con la posibilidad de gobernar, ¿qué proyecto elegirá, volver al pacto con Ciudadanos, como en 2016, para cerrar al paso al trifachito, o reeditar el pacto con Podemos y los nacionalistas y dar la vuelta de una vez a las políticas regresivas de la etapa del PP, así como abrir una negociación seria y ambiciosa con las fuerzas independentistas que permita salir del bloqueo político en el que se encuentra España? Estaría bien saberlo para decidir si actuar como un agente autointeresado que quiere evitar un mal mayor o si hacer oídos sordos al fatídico ultimátum.

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