Sexo y poder en Moncloa

El debate público que acompañó a la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual nunca fue realmente un debate jurídico. Tampoco fue una discusión moral sobre el deseo ni un intento de regular las prácticas sexuales. Fue, desde el inicio, una disputa política sobre qué se considera violencia sexual y, sobre todo, sobre quién tiene el poder para ejercerla sin consecuencias. Como sucede con el sexo, el debate sobre lo que es o no un delito contra la libertad sexual, es un debate sobre poder. El ruido, las bromas y el alarmismo sirvieron para ocultar lo esencial. La ley no venía a determinar cómo se debe o no tener sexo, sino a cuestionar una forma histórica de impunidad.

Durante meses, el foco se desplazó deliberadamente hacia aspectos técnicos —penas, horquillas, revisiones de condena— como si el núcleo del conflicto o del redactado de la norma fuera estrictamente penal. Pero lo que estaba en juego era algo más profundo que no era otra cuestión que la redefinición de la violencia sexual como una cuestión estructural de poder, y no como una desviación individual, un malentendido o un exceso puntual. Nombrar esas violencias en toda su amplitud y ámbitos suponía alterar un equilibrio tácito que había beneficiado durante décadas a quienes ocupaban posiciones de autoridad política, cultural y simbólica. Hay que decirlo bien claro. La ley solo sí es sí no hablaba de sexo sino que hablaba de poder, siendo también una explicación de cómo quien ejerce el poder se mantiene en él ejerciendo violencia sexual contra quien le sostiene

No es casual que una parte significativa de la oposición a la ley procediera de hombres con poder público como políticos, escritores, directores, figuras centrales del espacio mediático. No reaccionaban ante una mala técnica legislativa —que puede y debe discutirse, aunque nunca está de más recordar que fueron muchos de esos hombres, como los juristas del presidente, los que la redactaron—, sino ante la pérdida de un terreno históricamente ambiguo, ese espacio gris donde determinadas conductas eran toleradas, justificadas o directamente invisibilizadas. Cuando se redefine la violencia sexual, se redefine también cómo se puede ejercer poder. Tras la cancelación política de todas las mujeres que lideraron este proceso de reconceptualización de la violencia sexual, hoy este debate vuelve como un boomerang contra quien empujó esa cancelación. Quisieron evitar por todos los medios que el consentimiento fuera una herramienta definida legalmente para garantizar la libertad de las mujeres y, sin embargo, hoy mujeres de todas las ideologías usan esa herramienta para denunciar las agresiones sexuales por parte de compañeros de partido que en público insistían en los errores del Ministerio de Igualdad. 

En este contexto, la irrupción de un MeToo político en España no es una anomalía ni una reedición cultural acrítica, sino una consecuencia lógica. Los relatos que han ido emergiendo en los últimos tiempos, desde testimonios vinculados a figuras históricas de la Transición hasta denuncias públicas que afectan a distintos partidos de todas las ideologías, no constituyen una suma de comportamientos individuales desordenados. Dibujan un patrón reconocible de relaciones atravesadas por jerarquías, dependencia, capital simbólico y una profunda asimetría sexual.

La mención de figuras históricas como Adolfo Suárez en relatos sobre comportamientos sexuales impropios no pretende reescribir la historia ni someterla a juicios morales retrospectivos. Sirve, más bien, para entender hasta qué punto determinadas conductas fueron normalizadas en un contexto político y social donde el poder masculino no encontraba límites claros. No se trata de equiparar épocas ni de ignorar los cambios sociales, sino de asumir que la impunidad también tiene historia y sobre todo merece reparación. 

Lo mismo ocurre con los casos más recientes que afectan a cargos públicos en activo o retirados. El problema no es solo lo que hicieron, que corresponde investigar y valorar, sino el orden social y político que lo hizo posible. Organizaciones políticas jerárquicas, culturas internas tolerantes con el abuso y una tendencia persistente a proteger al poder antes que a las mujeres que lo señalan. La incomodidad que genera el MeToo en la política no responde a un exceso de puritanismo, sino a la amenaza que supone una redistribución del poder.

Por eso el rechazo a la Ley de Libertad Sexual fue tan visceral. Porque no hablaba de consentimiento como un contrato privado entre iguales, sino como una condición política que exige simetría real. Porque no convertía el deseo en delito, sino la imposición. Y porque señalaba algo que durante demasiado tiempo se dio por hecho: que no todo lo posible es legítimo, y que no todo lo legítimo para algunos lo es para todas. No iba de sexo, iba de poder. 

No se trata de una exageración feminista, sino de una pregunta incómoda sobre poder, consentimiento e impunidad que ya no puede volver a formularse en abstracto

Es por todo ello que ley fue presentada interesadamente como una reforma penal, cuando en realidad su apuesta más ambiciosa fue la construcción de una arquitectura preventiva e institucional que limitara la impunidad allí donde históricamente ha sido más resistente. No se dirigía solo a los juzgados, sino a los espacios donde el poder se organiza y se reproduce, como administraciones, empresas, medios de comunicación y, de forma explícita, partidos políticos y organizaciones sociales. Frente a la idea de que la violencia sexual es un problema privado o excepcional, la ley introducía por primera vez la obligación de protocolos, formación y mecanismos de detección en ámbitos donde la jerarquía y la dependencia generan condiciones propicias para el abuso. De hecho, para el caso de los partidos políticos, la ley reconoce algo que durante años fue un tabú y es que estos son también espacios laborales, de militancia y de socialización atravesados por relaciones de poder desiguales, y que por tanto requieren medidas específicas de prevención y respuesta frente a las violencias sexuales. No se trata de criminalizar organizaciones, sino de asumir que ninguna estructura de poder es neutral y que la ausencia de reglas claras ha funcionado, durante demasiado tiempo, como una forma de protección informal para quienes ocupaban posiciones de autoridad.

Nada de esto habría sido posible sin la acción persistente del movimiento feminista y sin el trabajo de quienes han asumido el coste de hacer visible lo que el poder prefería mantener en silencio. Las periodistas que investigan, los medios que publican y las mujeres que deciden hablar —a menudo sin garantías, con enorme desgaste personal, económico y profesional— no actúan movidas por una pulsión moral, sino por una exigencia democrática elemental. Las leyes no crean los testimonios, pero los hacen audibles. Y los testimonios, cuando se sostienen colectivamente, fuerzan a las instituciones a dejar de mirar hacia otro lado. A todas ellas no podemos dejar de agradecerles su tarea. 

Y es con este agradecimiento en el centro que se hace necesario señalar que quienes hoy denuncian un supuesto clima de linchamiento son precisamente quienes han guardado silencio durante décadas ante una cultura de la impunidad ampliamente conocida. El escándalo no fue que la ley prohibiera algo nuevo, sino que nombrara algo viejo. La incomodidad actual no procede de un exceso de denuncia, sino de la pérdida del monopolio sobre el relato y sobre las reglas del juego. En ese sentido, la Ley de Libertad Sexual ha operado también como un boomerang político para el propio Pedro Sánchez. Aquello que en su momento fue presentado como un debate que había ido demasiado lejos, como una discusión sobre si determinadas formas de comportamiento masculino, normalizadas durante décadas, podían ser consideradas o no violencia regresa hoy transformado en un problema político de primer orden. No por la ley en sí, sino porque el marco que esta ayudó a abrir permite leer de otro modo los casos que han ido surgiendo en su entorno político y orgánico. Lo que entonces se quiso cerrar como exceso aparece ahora como diagnóstico de sentido común. Ya no se trata de una exageración feminista, sino de una pregunta incómoda sobre poder, consentimiento e impunidad que ya no puede volver a formularse en abstracto.

El MeToo político no exige cancelaciones automáticas ni juicios sumarios. Exige algo más sencillo y, a la vez, más incómodo. Exige asumir que el poder, también el poder progresista, debe someterse a límites. La restauración de todo lo que el debate sobre la  ley de Libertad Sexual canceló es una de las condiciones de posibilidad de este proceso. Porque un proyecto político que no es capaz de revisar cómo se ejerce el poder sexual en su interior, es decir, de garantizar la libertad de las mujeres, difícilmente puede llamarse progresista.

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Ángela Rodríguez 'Pam' es ex secretaria de Estado de Igualdad.

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