Buzón de Voz

Sabemos lo que (no) hicisteis el último verano

Supongamos que después de la investidura fallida del 26 de julio, los principales protagonistas de la negociación fracasada se hubieran tomado unos días para la reflexión y la autocrítica, para repasar los posibles errores cometidos por cada parte (ver aquí los señalados y argumentados por Ignacio Sánchez-Cuenca).

Supongamos que después de ese ejercicio, el principal responsable de formar Gobierno, como ganador claro de las elecciones del 28 de abril, hubiera convocado en agosto a su “socio preferente” para iniciar unas conversaciones rigurosas y detalladas sobre programa común, desacuerdos insalvables y Gobierno conjunto.

Del mismo modo que una de las principales debilidades de la justicia asoma cuando sus sentencias resultan incomprensibles para la ciudadanía, uno intuye que la mayor debilidad de la estrategia seguida por el PSOE y Pedro Sánchez consiste en la enorme dificultad para explicar por qué un día ofrecieron a Unidas Podemos una coalición de gobierno que incluía una vicepresidencia y tres ministerios y esa oferta queda automáticamente caducada. (Aducir que si Podemos hubiera aceptado ese gobierno habría sido un desastre para España es una autolesión de grueso calibre, porque supone que la propuesta era una absoluta frivolidad o una simple distracción que no pretendía llevarse a efecto en ningún caso, sino que fue forzada ante el gesto inesperado de la renuncia de Iglesias).

Supongamos que la discusión se hubiera centrado en agosto en lo que, a mi entender, era la objeción más consistente que Sánchez ponía a Iglesias en aquellos frenéticos días de julio: no puede haber dos gobiernos en uno; no tiene sentido que haya áreas del Ejecutivo que se presuman al margen de la responsabilidad común. Un Gobierno serio, ya sea de coalición o monocolor, exige política y hasta legalmente un compromiso de lealtad. Entre otras razones porque jurídicamente todos sus miembros son corresponsables de las decisiones tomadas. Y el presidente del Gobierno es quien tiene el poder decisorio sobre nombramientos y destituciones en su equipo. En este punto asiste toda la razón a Sánchez, y habría ayudado en su momento que Iglesias lo reconociera.

Del mismo modo que el PSOE y Sánchez se han esforzado en proponer en la última fase unos mecanismos de vigilancia y control del cumplimiento del programa de gobierno (que existen de una u otra forma en todo acuerdo multipartidista en cualquier democracia del mundo) podrían haber planteado también fórmulas de compromiso acerca de los llamados “temas de Estado”. Sobre Cataluña, sobre política exterior, sobre asuntos de seguridad… Decir que uno no se fía del otro por las declaraciones o tuits de dirigentes concretos es demasiado simple cuando hablamos de arriesgar la gobernabilidad. La desconfianza se soluciona confiando y creando instrumentos de confianza. Decir que la coalición no tiene sentido porque los votos de PSOE y Unidas Podemos no son suficientes para sumar en la investidura tampoco se sostiene cuando PNV y ERC en ningún momento han exigido que no haya gobierno de coalición para apoyar un gobierno de izquierdas. Si lo que se considera es que no es viable gobernar el día a día dependiendo de los votos de nacionalistas vascos e independentistas catalanes, dígase alto y claro en lugar de perder tiempo en juegos de la culpabilidad. Eso sí, se tendrá que asumir entonces un camino distinto al diálogo político permanente para abordar la crisis constitucional abierta desde Cataluña.

Sabemos que no se hizo nada de eso este verano. Sánchez dedicó agosto a dejar claro que no renovaría su oferta de coalición y a una serie de reuniones programáticas con la sociedad civil que tienen mucho sentido antes de una cita electoral, pero no tanto después de haber ganado unas elecciones y de haber pactado unos Presupuestos Generales con el mismo “socio preferente” al que hay que convencer para formar gobierno. Pretender sustituir la presencia de ese socio en el Consejo de Ministros ofreciendo puestos en instituciones que obedecen constitucionalmente a un control parlamentario, pero no partidista, hace un flaco favor al ya castigado crédito de esos mismos órganos. Tampoco Iglesias tomó la iniciativa de proponer a Sánchez un encuentro abierto a hablar de todo, sin una posición encastillada en una propuesta de Ejecutivo que en su día rechazó.

Solía advertir el genial guionista Rafael Azcona que “en la vida se puede ser de todo… menos pesado”. Lo que uno tenía modestamente que decir sobre la oportunidad de un acuerdo de gobierno entre el PSOE y Unidas Podemos ya lo escribimos a lo largo de los meses de junio, julio y principios de agosto (ver aquí). Es lo que esperaba (y sigue deseando según todas las encuestas) el electorado progresista desde la misma noche del 28 de abril. Este martes, después de cuatro horas de reunión entre los equipos negociadores, parece confirmarse un camino sin retorno hacia la repetición de elecciones el 10 de noviembre. ¿Era evitable? ¿Aún lo es? Creemos que sí. Si aún quedan restos de voluntad, de generosidad y, sobre todo, de responsabilidad.

Una repetición electoral no es rechazable porque no siga siendo la vía democrática obligada para resolver un bloqueo de gobierno. Ni tampoco el riesgo en términos de país es más creíble porque se lo adviertan a Sánchez algunos de sus barones o Felipe González o hasta Juan Luis Cebrián (hay consejos que pierden eficacia por una cuestión de desconfianza de origen). Pero en Moncloa y en Ferraz deberían tener muy presente que ningún vaticinio electoral tiene verosimilitud mientras no estén convocados los comicios, y que, hoy por hoy, el promedio de los sondeos indica que (en la mejor de las hipótesis para el PSOE) el tablero resultante sería muy similar. Quienes sueñan con el regreso de un bipartidismo imperfecto en lugar de aceptar la realidad del multipartidismo (no sólo en España) están ofreciendo oportunidades a la erupción de movimientos antipolíticos de todo signo.

Si damos crédito a lo que nos trasladan fuentes fiables de ambas partes, tanto Sánchez como Iglesias se equivocan si creen que el otro se “rendirá” en el último minuto. Y, aunque no tenga el menor valor estadístico, uno no conoce a un solo votante (no dirigente ni militante o inscrita) de fuerzas progresistas que no se declare estupefacto, frustrado o algo peor. La mejor noticia que podría regalarse a una derecha dividida pero dispuesta siempre a recuperar el poder. (¿Alguien imagina a Casado, Rivera y Abascal comunicando que ha sido imposible ponerse de acuerdo para formar un gobierno?).

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