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Muros sin Fronteras

La mascarilla, un detector de imbéciles

Ramón Lobo

Todos llevamos un imbécil dentro, pero muchos no lo saben. En mi caso, estoy al corriente de mis limitaciones. Lo digo para que nadie se tome la molestia en desenfundar la descalificación. Tenemos minutos, horas, días, semanas, meses y hasta años en los que aportamos, con más o menos entusiasmo, a la imbecilidad ambiental; en otros momentos, somos víctimas netas del aire cretino que respiramos. Como sucede en el coronavirus, existen los súpercontaminadores, personas capaces de contagiar a muchos de una tos, y medios como Fox News, que te inoculan el odio en un buenos días. Son el alimento espiritual de la pareja del siguiente vídeo.

Por un extraño motivo, los idiotas suelen situarse en posiciones relevantes en la política, en el periodismo y en el entretenimiento banal, o todo mezclado en un formato que podríamos denominar “la nueva estupidez”. Su preeminencia en puestos de mando y pompa explica la extraordinaria etapa de imbecilidad política en la que vivimos.

El uso de la mascarilla se ha transformado en un detector sencillo de idiotas potenciales. Esta semana escribí un tuit en el que establecía cuatro categorías: el raso (sin mascarilla), el muy imbécil (mascarilla por debajo de la nariz), el súper imbécil (mascarilla en el gaznate) y el mega imbécil (dos mascarillas, una en el gaznate y otra en el codo). Lo copié poco después en Facebook, convencido de que llega a un público más diverso. Hubo algunas críticas. De todas, la más insufrible es la del imbécil intenso, un tipo carente de sentido del humor.

La mascarilla es obligatoria en sitios cerrados y donde no se puede mantener la distancia de los dos metros. Es legal no llevarla si caminamos solos. Hay excepciones reconocidas en el BOE: personas con una dificultad respiratoria que pudiera agravarse con la mascarilla o discapacitados cuyo uso resulte inviable. Es obvio que ninguno de ellos están incluidos en la categoría de imbécil raso. Me refiero, como es fácil de entender, a los otros, a los sanos, a los chulos, a los inmortales, a los memos.

En EEUU no llevaban mascarilla los seguidores del presidente Trump, tampoco la mayoría de los republicanos. Es su manera de rechazar las recomendaciones y las órdenes del Estado, al que consideran invasor de la esfera privada. Den por seguro que estos ciudadanos serían fans de Miguel Bosé y de sus teorías robóticas si supieran quién es. La mascarilla es un artilugio de los demócratas, que son todos unos medio-comunistas.

La suma entre tanta estupidez y un presidente cretino entusiasta es catastrófica: son los campeones en el número de contagios y en muertos.

Muchos jóvenes estadounidenses tampoco llevan mascarilla porque han comprado la idea (falsa) de que el covid-19 solo mata a los viejos. Tierraplanistas de cerebro plano.

¿Conocen el caso de Lenin, no el del fundador de la URSS, sino el del empleado de un tienda de Starbucks en San Diego? Según su versión --y la de los testigos--, indicó a una mujer que se disponía a realizar la comanda que la mascarilla era obligatoria para empleados y clientes. La mujer montó en cólera, le insultó y se fue del lugar para regresar poco después. Le pidió su nombre, le tomó una foto y colgó su indignación en Facebook. Escribió: “Os presento a Lenin, de Starbucks, quien se negó a servirme porque no llevaba mascarilla. La próxima vez esperaré a la policía y llevaré un justificante médico”. Por eso sabemos que se llama Amber Lynn Gilles y que es rubia, ojos claros y blanca de piel. Lenin es hispano.

Enterado del caso, un vecino de San Diego abrió un página en GoFundME para recaudar una propina para Lenin, por miedo a que terminara despedido. Recaudó en poco tiempo 100.000 dólares.

Uno de los mayores errores del Gobierno de España durante la pandemia, además de los retrasos en la actuación, los líos con las cifras y la mala coordinación con las CCAA, ha sido su política de información. Al impedir el acceso periodístico responsable a la Zona Cero de los hospitales, las residencias y las morgues (al palacio de hielo) nos ha robado unas imágenes que hoy serían esenciales en el trabajo de concienciar a la población, y de construir una memoria.

En el confinamiento fuimos ciudadanos ejemplares; en la desescalada, menos. Es más difícil porque existe la tendencia humana a la negación, a pensar que todo ha sido una pesadilla, que podemos regresar sin más a nuestra vida de antes. No hay vida de antes, no existe una nueva normalidad. Estamos en blanco, en medio de una crisis que no ha terminado. Falta la segunda ola mezclada de la gripe estacional. Atentos al otoño.

Veo en Madrid a cientos de personas mayores que llevan puestas sus mascarillas de máxima protección. Son los más responsables porque saben que se juegan su vida, y la de los demás. Con la edad crecen la sensatez y la solidaridad. Llevar la mascarilla por debajo de la nariz, en el gaznate o en el codo como un descanso circunstancial, cuando nadie está cerca, es respetable, pero genera una actitud equivocada. Todos estamos en periodo de aprendizaje y adaptación. Aún no hemos interiorizado que las mascarillas quirúrgicas, las azules, las más cómodas de llevar, sirven para proteger a los demás, no a nosotros mismos. Si uno falla en la cadena se estropea toda la cadena. Al llevarla puesta mostramos respeto y sentido de ciudadanía. Lo contrario es una muestra de egoísmo e insolidaridad. En Asia resultaría intolerable. El bien común frente al trumpismo rampante.

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Esos descansos de mascarilla fomentan los olvidos al entrar en una tienda, o ya sentados en el autobús. Una amiga me contó que en su viaje en el AVE a Figueres dos viajeros hablaban por teléfono con la mascarilla bajada. ¿No saben que al hablar expulsan gérmenes y que en caso de ser asintomáticos pueden contaminar a todo el vagón? ¿No saben que es posible hablar por teléfono con la mascarilla puesta? Perdón, pero estos son idiotas cum laude.

Uno de los críticos de mi tuit me llamó “policía de la mascarilla”, algo que se ha convertido en un insulto. Ya he llamado la atención varias veces, en el mercado de abastos al que voy por su calidad y en defensa del comercio de proximidad, en una tienda y en el autobús. Mi frase (con mascarilla puesta) es la siguiente: “¿puede subirse la mascarilla, por favor? Es por la seguridad de todos. Muchas gracias”. La gente responde bien porque se trata de olvidos. También caigo en ellos en una terraza cuando me dirijo al camarero para pedir otra ronda de cerveza.

De lo que llevamos de pandemia han emergido algunos gigantes inesperados como el doctor Fernando Simón y el ministro de Sanidad, Salvador Illa. Les estoy muy agradecido. Son raras avis en un proceso de degeneración intelectual en el que cambiamos filósofos, sabios y científicos por intelectuales sin etiquetar, y a estos, tras usarlos unos días, por los tertulianos (aquellos que no saben nada sobre cualquier tema; no en el caso de los que aportan contexto y cordura). ¿Cuál es el siguiente peldaño? En el que ya estamos inmersos: entregar la sabiduría y el futuro del mundo a los youtubers y a los influencer. Después de todo, quizá sean mejor que cuatro años más de Donald Trump.

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