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@cibermonfi

¡Voltaire, despierta!

Hace unos días, en una pausa del festival Granada Noir, un grupo de escritores comentamos con tristeza el hecho de que estuviéramos teniendo que bloquear en Facebook a gente que nos había solicitado amistad tiempo atrás, con lo que habíamos supuesto que compartía con nosotros unos mínimos criterios de raciocinio, tolerancia y cortesía. Éramos cinco, tres hombres y dos mujeres, y a los cinco nos estaba ocurriendo lo mismo. Personas cuya amistad en Facebook habíamos aceptado en su día nos insultaban ahora en nuestras propias páginas por defender en el conflicto catalán las ideas de diálogo, negociación, acuerdo, concesiones mutuas y solución no traumática.

Por ejemplo, si lamentabas el excesivo uso de fuerza en las cargas policiales del 1 de octubre eras un “idiota”, un “rojo trasnochado”, un “cómplice del separatismo” y, todavía peor, alguien que “odia visceralmente” a los hombres y mujeres de la Policía Nacional y la Guardia Civil. De nada servía que añadieras la intelectualmente innecesaria aclaración de que bien sabías que esos hombres y mujeres cumplían órdenes, por lo que tu reprobación se dirigía exclusivamente a quienes se las habían dado, fueran fiscales, jueces o autoridades gubernativas (si es que en este caso no vienen a ser lo mismo).

No, ese matiz se le escapaba por completo al supuesto amigo en Facebook convertido en fiera para tu sorpresa y decepción. Y también se le escapaba el que, como es mi caso, hubieras convertido en heroína de tu última novela a una capitana de la Guardia Civil, en una muestra de tu aplauso por la lucha contra la corrupción llevada a cabo por la UCO. La fiera –la llamo así porque no hablaba sino aullaba, no razonaba sino mordía– te seguía poniendo a caldo y parecía estar a punto de acusarte de “cómplice del terrorismo” cuando te veías forzado a bloquearla.

Lo viví como corresponsal en el Beirut de los años 1980 y el Sarajevo de la siguiente década: incluso gente con estudios, gente que lee, gente civilizada puede convertirse en chacal de manada cuando un conflicto se libra en términos de etnia, nación o religión. Pierde su capacidad de razonar individualmente, deja de escuchar al que no piensa igual, se deja arrastrar por la ira, el odio y, si llega el caso, incluso la violencia de la jauría. Como diría Primo Levy, ha ocurrido otras veces y puede volver a ocurrir. Está empezado a ocurrir con lo de Cataluña.

Nuestra conversación en Granada Noir estaba tintada de pena. Conté que había tenido que bloquear en Facebook a alguien que se decía socialista y me acusaba de pertenecer a la “izquierda rancia” que piensa que todos los que enarbolan la bandera rojigualda y defienden la unidad de España son unos “fachas”. Le había contestado que no pienso eso en absoluto, que, si era tan amable, me recordara dónde había dicho o escrito yo algo semejante. El supuesto socialista había respondido que quizá no lo hubiera dicho o escrito, pero que, vista mi posición en el conflicto catalán, él estaba seguro de que yo lo pensaba.

Reprimí el impulso de recordarle que ese tipo de adivinación del pensamiento del otro es más propio del proceso inquisitorial que del debate ilustrado. Respiré hondo para cargarme de paciencia y serenidad, y tecleé un mensaje en el que le decía un par de cosas.

La primera, reiterarle que no estigmatizo como “fachas” a todos los que esgrimen la bandera rojigualda. Algunos pueden serlo, otros solo son nacionalistas españoles, bastantes la tienen como la enseña de la Constitución del 78, la mayoría simplemente identifica desde su nacimiento esa bandera con España porque no ha visto otra. Añadí que ello no impide que haya un puñado de compatriotas que preferirían la también españolísima bandera tricolor republicana.

Le recordé, en segundo lugar, que siempre me he declarado partidario de la unidad de España, por lo que me dolería la independencia de Cataluña. ¿Pero es que solo hay una manera de mantener esa unidad? ¿No podría España seguir unida bajo un modelo federal, quizá más adecuado a su pluralidad? ¿Es que los Estados Unidos de América no son percibidos en la escena internacional como un único país pese a sus extraordinarias diferencias internas?  En definitiva, ¿es que unidad tiene que ser necesariamente sinónimo de uniformidad?

Me salió con exabruptos contra Puigdemont, Colau y Pablo Iglesias –a los que yo no había citado– y me instó a irme a Venezuela puesto que odiaba a España. Eso ya no pude soportarlo. Me recordó mucho la cantinela que escuchaba diariamente en mis primeros veintiún años de vida, los que pasé bajo el régimen franquista, aquello de “si no te gusta España, vete a Rusia”. Lo bloqueé.

Ni me atraía lo más mínimo la Rusia soviética ni me atrae un carajo la Venezuela de Maduro. No escogí nacer en España, pero amo sus tierras, sus gentes y sus culturas del mismo modo que amé a los padres y el hermano que no escogí. Solo quiero que España sea más limpia, justa y democrática. Solo quiero que Cataluña se sienta cómoda en su seno. Me gustaría incluso que nos federáramos con Portugal.

Mal andamos si pensar así te convierte en tan “antiespañol” como lo fueron los sefardíes, los moriscos, los luteranos, los ilustrados, los liberales y los republicanos que tuvieron que huir de su tierra por no acomodarse al dogma. ¿Es que solo hay un modo de ser español?

¡Voltaire, despierta! Se han vuelto locos otra vez.

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