Plaza Pública

Las enajenaciones de soberanía

Juan-Ramón Capella

La soberanía, ¡ay!, reside en el pueblo. Desde que el pueblo soberano aprobó la Constitución de 1978 se han producido grandes enajenaciones de soberanía. La que les resta a los españoles, hecha trizas, no es en verdad muy amplia. De ahí la conciencia de tantos de nosotros de que se tiene que ensanchar, de que hay que reapoderarse de ella. Previamente, claro, conviene analizar.

¿Tuvo alguna vez la ciudadanía española soberanía en el ámbito de lo militar y de la defensa? La respuesta es concluyentemente negativa: este aspecto de la soberanía es el que se reservó para sí el Ejército mismo en la transición, que estableció puntos intocables para los ciudadanos y las Cortes constituyentes.

Así y todo, no la ciudadanía, pero sí el Estado, era soberano. Suya era la institución militar.

La presión de la OTAN, o sea de los Estados Unidos, por arrebatarle a España la soberanía en el plano militar y de la defensa se manifestó al día siguiente mismo de la muerte del dictador: los principales diarios y el secretario de Estado de aquel país señalaron que había llegado el momento de que España se integrara en la OTAN.

Hay un elemento que ha pasado desapercibido para muchos comentaristas: el presidente Suárez no era precisamente partidario de la OTAN —como tampoco lo había sido el almirante Carrero Blanco, lo que probablemente propició su muerte en atentado—. En el mundo no enteramente bipolar de mediados de los años setenta del siglo pasado había una serie de naciones no alineadas, como la India, Yugoslavia, Argentina y otras, y a mi modo de ver Suárez hizo tanto como pudo para que España fuera la principal de éstas, con la baza de ser el país que podía relacionar a la entonces Comunidad Económica Europea con América Latina. Suárez aplazaba la cuestión, les resolvía problemas con los árabes a los Estados Unidos, se comprometía y se desdecía pero mantenía las bases americanas. La OTAN le distanciaba del general Armada, el amigo del rey, quien, ausente Suárez de España e imponiéndose al ministro de Defensa, obtuvo para Armada el nombramiento de segundo jefe del estado mayor del Ejército; éste asumió el cargo once días antes de su propio golpe de Estado en febrero de 1981.

Debe ser recordado que lo que estuvo en juego en el golpe del 23F fue, sobre todo, el ingreso en la OTAN y las dimensiones del Estado autonómico. Tras el golpe, el nuevo presidente del Gobierno, Calvo Sotelo, solicitó precipitadamente la adhesión a la OTAN, aprobada por ésta el 30 de mayo de 1982.

La integración en la OTAN no fue en España cosa pacífica. La militancia del partido socialista y la izquierda en general no deseaban ese alineamiento. El nuevo Gobierno de Felipe González llegó al poder con un curioso slogan electoral: “OTAN, de entrada no”. Pero puso toda la carne en el asador para dar el gran giro: reclutó intelectuales que despertaron otanistas, violentó a otros, destituyó a altos cargos contrapuestos y finalmente convocó un referéndum acerca del ingreso en la OTAN con el compromiso de "no integrarse en la estructura militar de la organización". González lo ganó faroleando que dejaría el poder si lo perdía —o sea, amenazando a los votantes con el caos—. Todo ello en medio de una amplísima movilización social contra la adhesión a la OTAN.

De este modo la soberanía militar pasó del Ejército español a la OTAN. Con el Gobierno Aznar, en 1997, España se integró en la estructura militar pese a que la OTAN no quedó obligada a defender Ceuta y Melilla. Entonces, ¿para qué? —se pregunta uno—. Entretanto proseguía muy vivo el enorme despliegue del movimiento de objeción de conciencia al servicio militar y de desobediencia civil. Que como movimiento de objeción de conciencia triunfó —con Aznar finalizó el servicio militar obligatorio—, pero fue derrotado como movimiento por la paz: fue creado un Ejército profesional más eficiente que el de leva.

Desde entonces España ha intervenido militarmente en numerosos países: en Iraq y Afganistán, por supuesto, pero también en Bosnia y Herzegovina, en Letonia, en Mali, en Somalia, en el Cuerno de África, y como misión de la ONU en el Líbano. Está integrada en la fuerza de acción rápida de la OTAN y en varias operaciones navales. Por supuesto, ello ha costado no pocas bajas (por emplear la terminología militar: muertos, heridos). Todo eso sin dejar de lado la relación bilateral con USA que provee la base de Rota y otras instalaciones eufemísticamente llamadas bilaterales.

La adhesión a la Unión Europea ha sido ocasión de varios momentos importantes de cesión de soberanía a esta institución, que materialmente tiene muy poco de democrática. Su autoridad suprema, los consejos de ministros, está integrada por representantes carentes de poder legislativo en sus países, los cuales, sin embargo, legislan y proponen a las principales autoridades ejecutivas de la Comunidad: la Comisión y el Banco Central Europeo. En cuanto al Parlamento, la verdad es que prácticamente carece de poder jurídico-político, por muy decorativo que resulte.

El primer momento de cesión de soberanía se dio con la adhesión. El Gobierno español negoció como si no advirtiera que sus futuros socios estaban tanto o más interesados en ésta que él mismo. Se cedieron acerías, altos hornos y astilleros a la industria europea, y los agricultores y ganaderos de Europa obligaron a reducir la cabaña de vacuno y a contingentar numerosas producciones agrarias. No fue un trato entre iguales, disimulado por los fondos de cohesión que tan bien les vendrían a los ayuntamientos.

Una cesión de soberanía más substancial y definitiva —cesión de soberanía económica— se dio, hélas, con el tratado de Maastricht. Con la creación de la moneda única, el Estado perdió el instrumento principal de control del ciclo económico. Con Maastricht no se puede hacer otra política económica, en principio, que la ultraliberal definida por la Unión: los Estados solo intervendrán cuando esté en peligro la sagrada competencia. Otros momentos de cesión de soberanía fueron los que precedieron a la modificación del art. 135 de la Constitución española, para dar prioridad a los tenedores de deuda pública sobre los jubilados y empleados públicos. Pero hay toda una catarata de cesiones prestablecidas: el TFUE de 2011; el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), que pone condiciones muy estrictas a la ayuda financiera a un Estado miembro; el Tratado de Estabilidad, Cooperación y Gobernanza de la UE (TECG), de 2013, y otros. En el plano económico los Estados miembros de la UE no tienen soberanía o la tienen en aspectos residuales.

Se da una tercera y notable cesión de soberanía no sólo política sino también cultural a través de la penetración difusa en las instituciones públicas y privadas del poder de las grandes instituciones del capitalismo. La sociedad y el Estado se han vuelto permeables a las orientaciones generales del capital. Se trata de una cesión de soberanía que funciona día a día, que lo impregna todo como un calabobos permanente.

Así, hemos de considerarnos informados pese a que carezcamos de datos fiables sobre los conflictos de los que se nos informa. Sea la guerra de Siria, la de Afganistán o la situación de Iraq. De los grandes titulares se pasa a informaciones fragmentarias. O bien hemos de aceptar las bondades de la industria automovilística, que se esfuerza en ofrecernos sus productos mediante costosísimas campañas publicitarias permanentes. O aceptamos que los grandes anunciantes de algunos diarios y revistas (incluso de izquierda) —Telefónica, Movistar, los Bancos Santander y BBVA, Caixabank— no influyen en lo que esas publicaciones pueden publicar acerca de tales patrocinadores, pues funcionan como tales.

Nos son impuestos los modos de vida del centro del Imperio: ahí están el Halloween, la Super Bowl, los hit-parades, la infinidad de peliculillas y series de mala muerte que se consumen ante los televisores, la información deportiva constante. Y la cosmética, las alfombras rojas, las limousinas. Nuestra cultura, por decirlo pronto y rápido, no la determinan precisamente los chinos, sino el centro del Imperio americano.

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Y aunque se ha puesto el énfasis en los aspectos culturales de esta pérdida de soberanía —se la puede llamar así, pues nos vuelve heterónomos como sociedad—, el eje económico de ésta reside en hacer creer a las multitudes que el crecimiento y la tecnología resolverán todos sus males; y en acallar las voces que abogan por el decrecimiento y el crecimiento sostenible, que ponen en primer plano la problemática ecológica y la cultura asociada a ella, que propugnan energías descentralizadas y limpias. Las voces cargadas de razón que acabarán siendo calificadas de antisistema.

Pero esa calificación, ¿es una descalificación? _______________

Juan-Ramón Capella, catedrático emérito de Filosofía del Derecho, publicó como editor, en 2003, 'Las sombras del sistema constitucional español'.

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