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El roce

Fernando Baeta

Estrechar entre los brazos en señal de cariño. Así define la RAE la palabra abrazar. Ahora nos hemos quedado sin abrazos, sin poder achucharnos, sin emitir señales de cariño. Es muy peligroso, dicen. No podemos fundirnos con los vivos ni tan siquiera despedir a los muertos.

Esperamos pacientemente que esta especie de bomba de neutrones –que nos aniquila pero tiene a bien conservar los edificios en pie– complete de una vez su trabajo recluidos en esta caverna global, envueltos en una negritud paralizante que nos mantiene sobrecogidos en estos días interminables que se estiran más allá de las 24 horas. Vivimos, los que vivimos, extrañándonos hasta la saciedad, atrapados entre los recuerdos cada vez más lejanos de todo lo que hemos sido y hemos hecho y una esperanza casi utópica de todo lo que aún nos queda por ser y por hacer; pero también constreñidos, atemorizados, carcomidos por nuestra propia frustración, por esa losa que todos los días nos golpea inmisericorde al anunciarnos que cada vez son más los que se han quedado en el camino.

Necesitamos rebobinar para que vuelva a nuestra memoria el optimismo ilustrado de los últimos abrazos. Los últimos encuentros, las últimas conversaciones y todas las risas, broncas, chistes, y más risas, más broncas y más chistes que nos llenaban la vida. En nuestro universo particular –todos tenemos uno– seguro que echamos en falta los viajes, los paseos a ninguna parte, los atardeceres en libertad, las comidas de nuestra peña, el partido de los miércoles, las cenas y la tertulia de los viernes, el cine de los sábados y el aperitivo y almuerzo familiar de los domingos.

Toca recordar también el poder evocador de esos tragos en buena compañía o de los cafés compartidos a media mañana o media tarde. Se reviven esas conversaciones repletas de proyectos, de sueños y también de pesadillas, de fracasos momentáneos e incluso, a veces, de objetivos cumplidos. Se añoran las palabras apresuradas, calientes, los gritos, los murmullos, la controversia, las provocaciones, las discusiones, la mala hostia, la puta equidistancia, el desacuerdo permanente, los errores repetidos, los puntos de vista que nunca confluyen… Los abrazos al llegar, los abrazos al despedirnos, las palabras y más palabras entre ambos. Y todo esto se está evaporando ahora más rápido que el ruido provocado por el simple chasquido de nuestros dedos.

Y luego están los besos que nos estamos dejando por el camino y que no recuperaremos jamás. Los labios se nos están quedados secos de no usarlos. Quién no recuerda la icónica foto de una enfermera y un marinero mordiéndose con ganas en Times Square, en la intersección de la Séptima con Broadway, el 14 de agosto de 1945 para celebrar el V-J Day (Victory over Japan Day) y que Alfred Eisenstaedt captó para la portada de la revista Life y que desde que la vimos por primera vez forma parte de nuestro imaginario colectivo. Y pienso que muy pronto, cuando acabe esta guerra nuestra y podamos pisar las calles nuevamente, muchos de nosotros nos convertiremos en enfermeras y marineros y nos buscaremos con las mismas ganas que aquellos dos que no se conocían de antes y no volvieron a verse después.

Lamentamos ahora los abrazos que se quedaron en el tintero, las palabras que perdieron la voz y nunca llegaron a salir, aquellos besos que no se dieron. Tenemos que resistir aunque solo sea por eso, por recuperar lo que es nuestro, lo que nos están arrebatando; por los abrazos que vendrán, las palabras que nos están esperando y los besos que compartiremos hasta que se nos acaben.

Y mientras nos llega, que nos llegará, lo uno y lo otro, nos toca aguantar el chaparrón. Siempre tendremos la compañía invisible de Mozart, Rachmaninoff, Mahler, Shostakovich o Chopin –por citar sólo a algunos– y hasta el sonido del viento o de la lluvia repiqueteando en las calles, golpeando nuestros cristales y nuestros recuerdos. Y ahí están también los libros que aún no hemos leído, que son demasiados, e incluso los que ya hemos leído y tenemos la impagable fortuna de redescubrir, de dejarnos engañar pensando que los leemos por primera vez.

Cuando concluya al fin esta tragedia 3.0 tenemos que volver a mirarnos cara a cara, sin rejas de por medio, sin plasmas, sin miedos; tenemos que volver a cruzar nuestra mirada con desconocidos en busca de esa respuesta que siempre se anhela cuando lanzamos nuestros ojos en busca de lo desconocido. Y no, no es este el silencio que nos gusta a quienes habitualmente nos refugiamos en él. No, éste es un silencio impuesto a la fuerza, que nos cae como una condena, que se pega a nuestra piel como una rémora, como un ancla que nos deja prisioneros en tierra, al albur de los malos presagios.

Necesitamos urgentemente recuperar los abrazos, las palabras, los besos las miradas, los silencios elegidos. Es verdad que tenemos a los que resisten con nosotros, entre nuestras cuatro paredes, este confinamiento y que hablamos con ellos y que también lo hacemos por Skype, FaceTime o Houseparty con otros familiares y amigos, pero no es lo mismo. Hasta todo esto empieza a tener ya una pátina artificial. Quiero abrazar ya, no virtualmente, a los míos y a los otros también. Porque debemos recuperar los abrazos extraviados, porque si es verdad lo que oí en cierta ocasión, no sé exactamente a quién, de que cada vez que abrazamos a alguien ganamos un día de vida, tendremos que hacernos a la idea de que nuestra existencia va a ser mucho más corta si esto no se acaba pronto.

Es el roce lo que nos falta. Rozarnos. Tocarnos. Sentirnos. El roce nos hace sentirnos vivos, copartícipes de algo, eslabones enganchados a otros eslabones en esa cadena invisible pero prodigiosa que es la vida. Cuando volvamos a rozarnos será señal inequívoca de que la sangre está volviendo a nuestras venas, de que hemos vuelto a nacer.

Veo con nostalgia las fotos de mis viajes. Especialmente esas en las que los amigos –siempre seis– nos sentábamos en cualquier escalera que viéramos al aire libre. Nada como una escalera para darnos sensación de movimiento, de tránsito, de ir y venir, de subir y bajar. Tenemos fotos en las escaleras de medio mundo y estamos preparados para la otra mitad. Tenemos muchas imágenes más delante de un sinfín de escenarios pero no las recordamos tanto como aquellas que nos hacíamos en cualquier escalón que se cruzara en nuestro camino. Rozándonos, unidos como eslabones, rodilla con espalda. Contentos y felices, yendo y viniendo, ignorantes de que todo es mucho más efímero de lo que imaginamos.

Pronto volveremos a la vida, los que podamos, y aunque ahora nos autoengañemos pensando que todo va a cambiar, que nosotros vamos a cambiar, lo más probable –espero equivocarme– es que sigamos siendo los papanatas que éramos antes de que la fatalidad nos mirara a los ojos. Somos así, demasiado cobardes, acomodaticios, egoístas e indolentes como para preocuparnos de que el cielo se desplome sobre nosotros.

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