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Plaza Pública

Un absurdo productivo o nunca es tarde cuando la dicha es buena

Santiago Abascal y Pablo Casado, líderes de Vox y del PP, respectivamente.

Nicolás Sartorius

I.- La moción de censura planteada por Vox y debatida días pasados en el Congreso de los Diputados ha sido calificada, por algunos, de patochada, absurda o inútil. Es posible que se la pueda denominar así desde el ángulo de la deficiente actuación del partido proponente. Sin embargo, creo que puede llegar a ser altamente productiva, en contra de la aviesa intención de la formación ultra, para los intereses del conjunto del país.

Es bastante evidente que el líder de Vox salió del debate claramente noqueado desde el punto de vista parlamentario. Recibió golpes argumentados hasta en el carnet de identidad, y su respuesta fue patéticamente huera, una retórica vacía de ultraderecha trumpista, pasada por el cedazo carpetovetónico. No tengo tan claro que este vapuleo político en el hemiciclo vaya a tener una traslación automática en términos electorales. Porque si fuese cierto –como señala alguna encuesta– que una amplia proporción de votantes del PP o Ciudadanos estaban por la labor de que sus partidos votasen a favor de la censura al Gobierno, es difícil adivinar cómo habrá caído, en sus atribulados espíritus, el no rotundo de ambas formaciones. Me temo que habrá de trabajarse más, en diversas direcciones y por diferentes actores, para que esos millones de votantes de Vox vayan emigrando hacia zonas más templadas y democráticas.

II.- Es un error y una falta de rigor en el análisis despachar este fenómeno –comparable al FN francés, Salvini italiano, Trump en EE.UU, etc.– como exponente del fascismo. Ya he señalado en varias ocasiones que esta equivalencia puede explicarse en el fragor de un debate de bajos vuelos, pero no sirve para calificar con exactitud la naturaleza política de un adversario. Supone, de entrada, una banalización del fascismo, pues este fue bastante más que una versión exacerbada de la derecha. Tuvo, además, un componente de violencia extrema, formas de organización “paramilitares” e impulsos belicistas. El fascismo no pretendió solamente eliminar las libertades, sino, sobre todo, “organizar la no-libertad”. Por eso, la dictadura de Primo de Rivera, por ejemplo, acabó con las libertades, pero no pretendió encuadrar a la población en el liberticidio, mientras que Hitler, Mussolini y Franco sí, este último a través de los sindicatos verticales, el SEU, la Sección Femenina, el Frente de Juventudes, las Hermandades agrarias, etc. Otra cuestión es que lo lograra o no.

En este sentido, no creo que en Francia, Italia o España haya millones de partidarios del fascismo. El que esos millones de personas en Europa y España voten a partidos de extrema derecha obedece a causas que conviene analizar con acierto y, sobre todo, corregir si queremos ir achicando esos espacios de inclinaciones peligrosamente tóxicas. La creciente y aberrante desigualdad es una de ellas. Demasiada gente se ha sentido desprotegida por los poderes públicos, entre sectores menos pudientes y de “clases medias”, ante una Europa hasta hace poco “austericida” y una globalización no inclusiva. La segunda, en el caso de España, ha sido el surgimiento operativo de un nacionalismo-separatismo antiespañol, con la pretensión de romper la unidad del país. A un nacionalismo agresivo y rupturista se ha opuesto otro de signo contrario, bien adobado con simplezas y demagogias.

Luego, una deficiente política migratoria, a nivel europeo y nacional, facilita la penetración de un discurso demagógico, con tintes racistas e insolidarios, en las capas populares. Los migrantes no molestan a los pudientes, todo lo contrario, los necesitan como mano de obra barata y en el servicio doméstico. Pero si no se encauza bien el flujo migratorio, el enfrentamiento entre pobres se acentúa y puede acabar engordando el apoyo a los partidos ultras. Estos últimos plantean políticas de extrema derecha –ultraliberales en lo fiscal– pero necesitan arrastrar a sectores laborales, de ahí el interés de Vox por penetrar en el terreno sindical. Por último, en los últimos tiempos se estaba perdiendo la cultura de la tolerancia y el consenso, propia del periodo de la Transición e imponiéndose, por el contrario, la radicalidad del enfrentamiento y la bronca. De la lógica del adversario político a la del enemigo.

III.- Por eso fue tan determinante la política de reconciliación nacional, asumida por las grandes mayorías, en la que los comunistas de entonces tuvieron un papel relevante. Es un valor que debemos de preservar y que no es contradictorio con construir una cultura democrática, inviable sin una crítica severa de lo que significó la dictadura. No es contraria a que se reparen los desafueros causados por aquel régimen, la recuperación de los desaparecidos en las cunetas o que se honre a los que lucharon por la libertad de todos los españoles, lo mismo que se honra a los que se enfrentaron al terrorismo. He sostenido muchas veces que no es lo mismo la amnistía –que hay que respetar– que la amnesia, injusta y nefasta para esa cultura democrática. Conviene no olvidar que la reconciliación se hizo en base a la democracia y no con otro sustento. Y las democracias no se sostienen en la desmemoria.

De ahí que sea relevante el que un partido como el PP, que debería representar a una burguesía moderna, europeísta, tolerante, rompa amarras políticas y culturales con la ultraderecha. Un movimiento estratégico valiente que si se transforma en hechos debe ser saludado como una aportación al inicio de una etapa nueva en el discurrir de la política española, más acorde con esa tradición del 78 de la que venimos hablando. No creo que el PP haya llegado tarde a este nuevo rumbo más centrado. En política, cuando se acierta en el cambio nunca se llega tarde. Por el contrario, si nos empecinamos en el error siempre iremos retrasados. En cualquier caso, el tiempo dirá si el notable discurso del líder del PP ha sido un fuego de artificio para espantar a un molesto competidor o se trata de una nueva política. La posición que adopten en el futuro ante determinadas cuestiones de relieve aclarará si se trata de lo primero o de lo segundo: la colaboración en la lucha contra la pandemia; los acuerdos sobre la recuperación económica en base a los fondos europeos; el entendimiento sobre la renovación de instituciones del Estado-CGPJ, etc., están entre los más urgentes. No se puede pedir a la oposición que deje de serlo, pero sí se puede exigir que no se convierta en un obstáculo para los intereses generales de la ciudadanía.

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La situación del país es realmente muy complicada y, en estas coyunturas, es especialmente valioso alcanzar amplios acuerdos. De lo contrario, no sufrirá tanto el contrincante partidario, sino la política democrática. Ahora bien, los grandes consensos no pueden ser productos de adhesiones o cheques en blanco. Por el contrario, exigen diálogo, negociación y acuerdo. Es la manera de evitar la extensión del criterio de que todos son iguales y que sólo piensan en sus intereses particulares. Una carcoma que debemos combatir con hechos, antes de que corroa los travesaños del edificio democrático. De ahí que haya sido tan relevante que la Cámara rechazase por unanimidad la pretensión divisiva de los ultras. Lo sería todavía más que los partidos se sientan herederos del espíritu y la cultura que impregnó la Constitución de 1978. No se trata, obviamente, de imitar las políticas concretas, propias de una época muy diferente, pero sí de asumir la conciencia y el método que hicieron posibles los avances del conjunto del país. Romper con esa tradición o cultura sería una tragedia para el futuro de España, pues la democracia plasmada en la Constitución, como Estado social, y nuestra integración en Europa son las señas de identidad que nos deben y pueden unir. Ante la gravedad de la situación, es momento de consensos precisos y no solo de llamamientos genéricos a la unidad.

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Nicolás Sartorius es presidente del Consejo Asesor de la Fundación Alternativas.

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