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El día más oscuro

Seguidores de Trump, en el asalto al Capitolio este miércoles.

José Enrique de Ayala

El asalto y ocupación del Capitolio de Washington por parte de manifestantes de extrema derecha –convocados e incitados por el presidente Donald Trump– para impedir el recuento de los votos electorales que suponían la victoria definitiva de Joe Biden, señalará por mucho tiempo el miércoles 6 de enero de 2021 como uno de los días más tristes y lamentables en la historia de los EEUU. Los ciudadanos estadounidenses, y muchos en todo el mundo, asistieron atónitos a las increíbles imágenes de gente violenta y estrafalaria violando el corazón político del país, la sede del poder legislativo, algo que no había ocurrido jamás en más de 200 años de democracia, desde que el ejército inglés lo hiciera arder en 1814, en el curso de la guerra anglo-americana.

Poco antes, ese mismo día, Trump había arengado a los manifestantes diciendo cosas como “marchemos hacia el Capitolio” y "nunca recuperaréis nuestro país con debilidad, tenéis que demostrar fuerza, tenéis que ser fuertes", culminando una campaña sucia y absolutamente inmoral de casi dos meses, para tratar de revertir el resultado de la elección presidencial que perdió el 3 de noviembre por 74 votos electorales y más de 7 millones de votos populares. En esa campaña ha utilizado toda clase de métodos, instrumentos y subterfugios para tratar de imponerse sobre la voluntad popular expresada en las urnas, desde los recursos legales a la pura coacción política, utilizando el poder que le da su cargo en su beneficio personal, llegando al borde del delito cuando aconsejó al secretario de Estado de Georgia –de su mismo partido– que “encontrara” los votos necesarios para cambiar el resultado en ese Estado, si no quería enfrentarse a problemas. La indignidad de sus acciones, la falta del mínimo pudor democrático, su actitud bronca y obsesiva, manteniendo hasta el mismo miércoles que jamás concedería la victoria a su oponente, han degradado su presidencia hasta niveles nunca vistos, sin que esto parezca afectar –sino muy al contrario– a la mayoría de sus seguidores.

De esta manera penosa y tan poco honorable termina su mandato uno de los peores presidentes que ha tenido EEUU en su historia, que sólo ha actuado por su propio interés, que no ha dudado en apoyar más o menos abiertamente a todo lo peor que ha dado la sociedad estadounidense: ultraderechistas violentos y armados, conspiranoicos, supremacistas blancos, activistas antiinmigración, policías racistas, extremistas religiosos… pero no porque comparta sus ideas –en 2004 llegó a decir en una entrevista que se identificaba más como demócrata–, sino porque necesitaba su apoyo. La única ideología de Donald Trump se llama Donald Trump. Como negociante sin escrúpulos, pero experimentado, identificó que sólo la demagogia le llevaría al poder, sobre los hombros de millones de personas desorientadas y asustadas ante el futuro incierto que les traía el cambio de paradigma económico y social producido por la globalización. La culpa es de los emigrantes, la culpa es de las élites de Washington, eso es lo que querían oír sus airados, y cada vez más fervorosos, seguidores. La utilización de la antipolítica para obtener réditos políticos no es nueva, la inventaron los fascismos, y no acabará aquí.

El problema más grave es que esta ideología de extrema derecha, ultranacionalista y falsamente patriótica, puede permear los ámbitos de las fuerzas de seguridad e incluso militares, lo que haría subir varios grados su peligrosidad. Es difícil de entender cómo se pudo consumar el asalto a la sede de la soberanía nacional en un momento tan crítico como el recuento de los votos electorales de la elección presidencial, cuando se sabía desde hacia tiempo la magnitud e intenciones de la movilización anunciada, que sería “wild” –salvaje–, en palabras del propio Trump.

La diferencia con el dispositivo montado en junio del año pasado, también en Washington, frente a las manifestaciones del movimiento Black Lives Matter, es abismal. En aquella ocasión se desplegó la Guardia Nacional preventivamente, en uniforme de combate, para proteger edificios y monumentos, y se hizo frente a los manifestantes con gases lacrimógenos y balas de goma. En esta ocasión, medios fiables han publicado fotografías de policías posando junto a asaltantes en el interior del Capitolio, mientras otros 14 policías resultaron heridos.

Trump condena ahora el asalto, ante la reacción de su propio gabinete, varios de cuyos miembros han dimitido, y la posibilidad de ser inhabilitado inmediatamente a través de la 25ª Enmienda de la Constitución. Pero no parece dispuesto a asumir ninguna responsabilidad en lo sucedido. Ha demostrado reiteradamente que es un narcisista, intolerante a la frustración y al fracaso, convencido de su superioridad, y en esa personalidad enfermiza hay que buscar en parte el origen de su actitud ante la pérdida de la elección, que ya anunció mucho antes de celebrarse que no aceptaría. Aunque detrás también está, sin duda, el cálculo frío de mantener la tensión ideológica en sus seguidores con vistas a seguir influyendo en el partido republicano y, eventualmente, presentarse de nuevo a la elección presidencial en 2024, o presentar a algún miembro de su familia. La concesión del indulto presidencial a sí mismo –dudosamente constitucional– que al parecer baraja, sería el broche final de su infame comportamiento.

Deja una nación rota, malherida, polarizada, dividida por un posicionamiento ideológico extremo, sin precedentes desde la guerra civil, que costará mucho sanar, en la que millones de personas se niegan a aceptar la realidad si no les gusta, y son animadas a ello. Ciudadanos que se consideran a sí mismo patriotas, pero que no lo son de la verdadera patria americana, diversa, multirracial, tolerante, emprendedora y abierta, sino sólo de su patria personal, cerrada, blanca, individualista, insolidaria, violenta. La gran mayoría de los votantes de Trump sigue creyendo, o quiere creer, que su líder no perdió la elección, sino que ha sido víctima de un fraude, a pesar de todas las evidencias, incluso de las resoluciones del Tribunal supremo –mayoritariamente conservador– o de las declaraciones de miembros de su propio partido. Y según una última encuesta, hasta un 45% de los votantes de Trump aprueba el asalto al Capitolio. Con este panorama se va a encontrar el nuevo presidente Biden, que no lo va a tener nada fácil, a pesar de haber conseguido neutralizar la ventaja republicana en el Senado y disponer de mayoría en ambas cámaras; sin contar con la lucha contra la pandemia covid-19 que Trump abandonó, absorto en sus intereses políticos personales, y está masacrando a la población.

La cuestión que queda ahora abierta es qué va a pasar con el partido republicano. El apoyo que han prestado a los delirios conspiranoicos de Trump la mayoría de sus líderes ha sido vergonzoso y patético, anteponiendo sus intereses a la propia democracia, en contraste con unos pocos que han sido capaces de mantener su honradez y su dignidad. Sólo después de que todos los tribunales se pronunciaran, incluso después de que los estados ratificaran todos los votos electorales, algunos de los más prominentes -como el líder de la hasta ahora mayoría republicana en el Senado: Mitch McConnell– se han avenido a reconocer la victoria del candidato demócrata. Incluso después del asalto al Capitolio, 138 representantes y 7 senadores republicanos votaron a favor de una de las dos objeciones presentadas a la ratificación de los votos electorales por el Congreso, y 121 representantes y 6 senadores a la otra.

Evidentemente, es difícil oponerse a los 74 millones de votos conseguidos por Trump -11 más que en 2016– cuando eres un político profesional, y son esos votos los que te pueden dar la reelección, además de arriesgarte a ser fulminado por el jefe en la mejor tradición de su etapa televisiva. Pero hay un mínimo de decencia política, unos límites que no se pueden sobrepasar. Habrá que ver cómo intenta eludir su responsabilidad en este desaguisado una vez que se produzca el relevo en la Casa Blanca. Lo que es seguro es que Trump no va a dejar de intervenir en el partido y le va a conducir bien a posiciones extremistas, bien a la división entre un partido moderado y otro de extrema derecha. Cualquiera de los dos escenarios es muy negativo para EEUU, e indirectamente para el resto del mundo.

La principal conclusión que podemos extraer de este penoso episodio es que hay demasiada gente que se está quedando fuera del sistema, atrapada en su miedo y en su desconcierto, ante un mundo que ya no son capaces de comprender y menos de controlar. Esta gente es el caldo de cultivo de las demagogias, los populismos y los nacionalismos de todo tipo. No se puede aplazar más una reflexión colectiva y profunda sobre lo que estamos haciendo mal para que tantas personas se sientan excluidas y sean receptivas a los mensajes de ira, odio y violencia. La democracia liberal no está respondiendo adecuadamente a los retos de la globalización y está produciendo fuertes divisiones sociales. Necesitamos un mundo más justo, más equilibrado, más humano, para evitar que en el futuro nuestras sociedades sigan desgarrándose. Esto solo es un aviso.

En Estados Unidos faltan varios días para la inauguración o toma de posesión presidencial, y aún puede haber hasta entonces algún episodio de violencia, incluso ese mismo día. Y también en los meses posteriores. Es muy fácil encender un fuego, pero mucho más difícil apagarlo. La irresponsabilidad de Trump traerá consecuencias durante mucho tiempo, y no serán precisamente a favor de la concordia. Esperemos que el tiempo y la moderación del futuro presidente sean capaces de restañar poco a poco las heridas y volver a llevar a la sociedad estadounidense a un clima de entendimiento y paz social. Por el bien de todos.

José Enrique de Ayala es analista de la Fundación Alternativas

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