Las amenazas de la 'era Trump'

La democracia pierde terreno ante el ascenso de populistas y tecnócratas: riesgos y vías de solución

Matteo Salvini, vicepresidente del Consejo de Ministros y ministro de Interior de Italia.

Yascha Mounk es uno de esos pesimistas en el diagnóstico que, sin embargo, logran empapar de entusiasmo sus escritos proponiendo vías de solución. Politólogo en Harvard y director del Instituto Tony Blair para el Cambio Global, ya avisó en 2014, en su ensayo Stranger in my own country, de las señales de deterioro de la democracia liberal, en riesgo en países donde se creía irreversible desde el fin de la historia decretado por Francis Fukuyama en 1992. En El pueblo contra la democracia (Paidós, 2018), Mounk desarrolla y completa su tesis: existe no sólo un peligro, sino un proceso de "desconsolidación" de las más variadas democracias, víctimas de "acérrimos iliberales" que hacen su agosto electoral en buena parte de Occidente. Sobran ejemplos, ya en el Gobierno o en ascenso: Trump en Estados Unidos, Salvini en Italia, Orbán en Hungría, Le Pen en Francia, Farage en el Reino Unido del Brexit... "Incluso en democracias tan supuestamente estables y tolerantes como son las de Suecia, Alemania y los Países Bajos, los extremistas están cosechando éxitos sin precedentes", anota Mounk. El mito de que los sistemas en que la voluntad popular (democracia) y la garantía de derechos (liberalismo) formaban "una amalgama estable y resiliente" se cae. Las democracias pueden sucumbir, nos dice Mounk. Y no hay un Rubicón, una línea roja traspasada a partir de la cual entramos en otra cosa. Es un largo proceso.

Lo que sí se aprecian son pistas. Las encuestas indican que los millennials estadounidenses no ven tan importante vivir en una democracia como sus padres o abuelos, subraya Mounk. El creciente desprestigio democrático es un fenómeno que se extiende a Europa, donde las autoridades no aciertan con el remedio. Los índices de confianza y valoración de la política bajan a ojos vista. Mounk traza una explicación de largo alcance. El progreso de posguerra se agotó. La política incumplió su parte del trato tras la crisis de 2008. Casos como la capitulación griega ante Bruselas evidenciaron los rotundos límites a la voluntad popular. Internet –y ahora viene la robotización– hace moverse el suelo bajo los pies de millones de trabajadores. Los cambios de composición demográfica de países fundados sobre una base monoétnica conducen a una "rebelión contra el pluralismo". La desmemoria sobre el fascismo nos hace creer que la democracia es eterna. Los grandes medios perdieron el monopolio informativo y así desapareció la vieja ordenación cartesiana de un mundo que cabía en unos pocos titulares. Las redes sociales facilitan las cosas a los "instigadores de inestabilidad", que triunfan con un mensaje que combina el "yo soy el pueblo" con el señalamiento de culpables fantasmales fácilmente identificables (Washington, Bruselas, la inmigración...) y el desprecio por las reglas del juego.

El resultado es una "doble crisis" de la democracia liberal, que para sobrevivir necesita un compromiso real de una notable mayoría de su población, un rechazo a las alternativas a la misma y un consenso general sobre sus reglas. Requisitos exigentes. La doble acometida, señala Mounk, llega desde el "populismo" –término en permanente disputa– y la tecnocracia. Es decir, desde una democracia sin derechos, donde las garantías quedan arrolladas por un plebiscitarismo entronizador del pueblo, hasta unos derechos sin democracia, donde los tecnócratas gobernantes se encastillan tras los gruesos muros de unas instituciones que se reclaman intocables incluso si fracasan. Mounk advierte: "Un sistema que prescinde de los derechos individuales para elevar la voluntad popular a los altares puede terminar volviéndose contra el pueblo mismo. Y un sistema que prescinde de la voluntad popular en aras de la protección de los derechos individuales puede acabar recurriendo a una represión cada vez más descarada".

  Mutaciones democráticas

El catedrático de filosofía política y social Daniel Innenarity desecha el dramatismo. Ha leído demasiados obituarios de la democracia, lo cual le preocuparía "si los académicos disfrutaran de un especial prestigio en materia de necrología". Eso sí, señala el riesgo de que la democracia alcance la inmortalidad como "necrocracia", aquella "democracia ritualizada sobrevive a pesar de que haya sido banalizada, no despierte demasiadas pasiones y sus valores y principios estén en boca de todos, incluso de aquellos que de hecho representan todo lo contrario". Más que de su ocaso, el director del Instituto de Gobernanza Democrática quiere hablar de sus mutaciones. Y recuerda que algunas de las versiones que se creyeron eternas de democracia (Atenas, Roma, Venecia) desaparecieron. "La historia está llena de gente que no pudo imaginar que iba a acabarse la estabilidad de la que gozaban, como los sacerdotes paganos, los aristócratas franceses, los granjeros rusos y los judíos alemanes", señala Innenarity, precisamente remitiéndose a Mounk. ¿También los occidentales de este arranque de milenio vivimos en el autoengaño? Depende –cree Innenarity– de nosotros mismos. Como afirmaba John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, las democracias mueren por suicidio.

No es demasiado útil buscar paralelismos exactos en el pasado. Nuestra "analogía favorita", el desastre de los años 30, no sirve, señala Innenarity. Ha habido demasiados cambios desde entonces. "Más que complots contra la democracia, lo que hay es debilidad política, falta de confianza y negativismo de los electores, oportunismo de los agentes políticos o desplazamiento de los centros de decisión hacia lugares no controlables democráticamente", explica. No estamos ante el golpismo histórico, sino ante oportunistas ávidos de atención que se benefician de la respuesta fofa de un activismo convertido en vouyerismovouyerismo, "en el que es difícil discernir la opinión autónoma del automatismo de opinar", dice Innenarity. Opiniones trituradas por un mundo complejo, que cada vez nos mostramos más incapaces de ordenar en categorías comprensibles.

Aunque Mounk pone el énfasis de su alerta en el populismo, también señala con el dedo la languidez democrática que apareja la tecnocracia. Y ahí habla de legisladores burocratizados, políticas económicas al dictado de bancos centrales, tal cantidad de tratados internacionales vinculantes hasta el último detalle que cada vez más temas quedan fuera del debate político, financiación privada de partidos y campañas que determinan la agenda con la ayuda de lobistas, endogamia social de la clase dirigente... Está ocurriendo en Europa y es estructural en Estados Unidos. Innenarity conoce el diagnóstico habitual sobre la tecnocracia y la posible solución a la que se suele apuntar: mayor participación política. Más fácil de decir que de hacer. También difícil se está revelando frenar a los "falsificadores de la realidad", que ofrecen "simplificaciones tranquilizadoras" para un mundo vertiginosamente cambiante, explica el profesor.

  Indicadores de autoritarismo

Como estudiosos estadounidenses del fenómeno de la involución democrática, los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblat admiten su desazón al comprobar cómo tras años poniendo el foco en la Europa de los 30 o la Latinoamérica de los 70, ahora su propio país se ha convertido en objeto de investigación. Y ello al margen de que Trump haya llegado al poder de forma democrática. "Como Chávez en Venezuela, dirigentes elegidos por la población han subvertido las instituciones democráticas en Georgia, Hungría, Nicaragua, Perú, Filipinas, Polonia, Rusia, Sri Lanka, Turquía y Ucrania. En la actualidad, el retroceso democrático empieza en las urnas", señalan ambos autores en Cómo mueren las democracias (Ariel, 2018). Levitsky y Ziblat parten de los indicadores clave del comportamiento autoritario: débil aceptación de las reglas del juego, negación de la legitimidad de los adversarios, tolerancia de de la violencia y predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición y los medios. Ninguna democracia puede presentarse ajena a todos estos fenómenos, pero son su continuidad e intensidad las que determinan la caída por la pendiente.

Los autores de Cómo mueren las democracias constatan el ascenso de estos indicadores en numerosos regímenes a causa de líderes populistas de toda laya, incluyendo Estados Unidos, donde el proyecto autoritario de Trump se topa al menos, como ocurre en las naciones europeas más desarrolladas, con un curtido sistema de equilibrios y compensaciones y con algunas de las instituciones más sólidas y prestigiosas del mundo, léanse Harvard o The New York Times. Pero eso no significa –advierten Levitsky y Ziblat– que el ciudadano de a pie no tenga que actuar. En su libro, que se atreve a hacer proyecciones distópicas del trumpismo que ponen los vellos de punta, los autores apuntan las principales líneas de acción para "salvar la democracia". Y aquí es cuando toca explicar que no hay soluciones mágicas. Tomando como referencia a la América de Trump pero diseñando un conjunto de remedios democráticos que podrían valer para el combate contra todos los líderes iliberales, Levitsky y Ziblat instan a la formación de grandes coaliciones transversales, que integren ideologías diversas con el rasgo en común del rechazo a la polarización. A ello se debe sumar la defensa de políticas contra la desigualdad y de convivencia entre etnias y culturas. No es fácil. Pero es lo que hay.

"De Estados Unidos a Gran Bretaña, y de Suecia a Australia, la democracia ya no parece ser la única alternativa concebible", leemos en El pueblo contra la democracia. Mounk no oculta su turbación por el caso polaco por el rápido alejamiento de la democracia liberal de un país situado hasta hace apenas 15 años como ejemplo de transición poscomunista. El partido Ley y Justicia se dedica a socavar la neutralidad de las instituciones, utilizando fondos públicos para difundir propaganda política, atacando el derecho a expresar opiniones impopulares... "Todas las grandes señales de advertencia que hoy se están disparando en amplias zonas de América del Norte y Europa occidental estaban ya presentes en Polonia mucho antes de que el Gobierno de Ley y Justicia pusiera en marcha su ataque coordinado contra las instituciones democráticas", señala Mounk, nacido en Alemania de padres polacos. Estos rasgos incluyen una visión negativa de la democracia, extendida receptividad ante mensajes y actitudes autoritarias y propensión a identificar enemigos fáciles e incluso en creer en teorías de la conspiración. A esto sumamos la eclosión de la nueva economía digital, con sus incertidumbres aparejadas, la crisis de la gran ciudad por las mayores dificultades de acceso a la vivienda y la creciente incapacidad de los Estados para recaudar impuestos de las grandes empresas.

El profesor en Harvard señala dónde hay que levantar los diques. Jamás mostrar "condescendencia" hacia el populismo es la condición sine qua non. Pero para ganar la batalla a largo plazo hay que "unir a los ciudadanos en torno a una concepción común de su nación, darles una esperanza real sobre su futuro económico, y hacerlos más resistentes a las mentiras y al odio con los que se encuentran en las redes sociales todos los días". "Inmensos desafíos", conviene Mounk, que incluye entre ellos meter en cintura al nacionalismo, ese "animal medio salvaje, medio domesticado". "Mientras lo tengamos bajo control, puede ser tremendamente útil [...]. Pero siempre amenaza con liberarse de las restricciones que le imponemos. Y si logra zafarse de ellas, puede ser letal".

  Populismo español

Ojo con el término "populismo". Aunque sin entrar a fondo en el caso español, Mounk alude de pasada al fenómeno populista mencionando, por ejemplo, a Podemos y al Movimiento 5 Estrellas italiano. "Los populistas, sean de donde sean –desde el indio Narendra Modi hasta el turco Recep Tayyip Erdogan, desde el húngaro Viktor Orbán hasta el polaco Jaroslaw Kaczynsky, y desde la francesa Marine Le Pen hasta el italiano Beppe Grillo suenan [...] sorprendentemente similares [...] pese a sus considerables diferencias ideológicas", escribe. El politólogo Albert Balada, experto en liberalismo y democracia, enarca una ceja al escuchar el término. Para él, "populista" no debe tener connotaciones peyorativas. Toma como referencia a Philip Pettit para distinguir entre dos grandes modelos, el republicano, "basado en instituciones intocables, que tiende a la bunkerización y la tecnocracia", y el populista, que "propugna un retorno a principios esenciales de la democracia" que Balada busca en el liberalismo del siglo XVIII en Francia y Estados Unidos: vida, libertad, igualdad, felicidad, seguridad, propiedad... "Cuando la democracia se aparta de estos valores", opina Balada, "es cuando está en peligro".

Balada cree que la Europa democrática se ha obsesionado con señalar con el dedo a los "peligrosos populistas", sin reparar en que no son amenaza sino síntoma del deterioro del proyecto. "Aquí en España modificamos el artículo 135 con alevosía. Europa defiende los intereses de la banca, y eso es algo que ve la gente de a pie, incluso sin formación. Pero inmediatamente se tacha de populista a quien no acepta la política de inmigración europea, como Salvini", explica el politólogo, que aclara que no defiende al Gobierno italiano, sino que se rebela ante las categorías políticas oficiales. "No debemos ser arrogantes. Tenemos que mirarnos a nosotros mismos, lo mucho que estamos fallando. El problema es que los politólogos han aceptado la noción de populista que sueltan los periodistas. Hay poco rigor", señala. Por ejemplo, en España el término se viene refiriendo cada vez más para Podemos y Vox. "Vox es fascista, sin más. Es un discurso joseantoniano, falangista. Y Podemos en esencia lo que plantea es una modificación de las instituciones de poder, en línea con los principios democráticos originales", explica.

El sociólogo Manuel Jiménez recuerda que los "personajes populistas" con tintes "amorales" siempre han estado ahí. Su éxito actual, analiza, obedece a un deterioro de las instituciones y a una mayor precariedad laboral. Y al fracaso del propio sistema político para filtrarlos. Por ejemplo, Trump se le coló al Partido Republicano. La crisis de los grandes partidos ha retirado un cortafuegos contra los nuevos mesías, que montan plataformas electorales a su medida casi de un día para otro. "No encuadraría a Podemos dentro de la etiqueta del populismo. Por ideología y discurso, más allá de la utilización de recursos populistas en su discurso, un rasgo común a todos los partidos, en la práctica sus posiciones sobre la democracia y su trato a sus rivales políticos no son populistas". Coincide la politóloga y editora de Politikon Berta Barbet. "Meterlo en el mismo saco que a los xenófobos nacionalistas es hacer un dibujo de trazo grueso. Podemos renueva un espacio que ya existía. Ahora mismo se parece más a Syriza que al Movimiento 5 Estrellas". El economista David Lizoain va más allá y en El fin del primer mundo (Catarata, 2017) incluye a Podemos junto a Syriza y Mélenchon entre las fuerzas que "han ofrecido esperanza mientras exigían fe", aunque sin demostrar "capacidad de transformación", al tiempo que considera "prometedor" el activismo de Occupy y los "indignados".

Donde sí ve populismo Jiménez, profesor en la Universidad Pablo de Olavide, es en el PP. "Uno de los indicadores de peligro más claro para la democracia es la incapacidad de aceptar derrotas electorales, como el PP con la moción de censura", explica. Caso aparte es el independentismo catalán, donde se concitan numerosas situaciones de alerta. "No se acepta ni se respeta al adversario, se modifican las reglas para beneficio propio sin consenso", señala Jiménez con la vista puesta en el "discurso nacionalista excluyente".

Como respuesta a la crisis catalana, Pablo Casado (PP) y Albert Rivera (Cs) rivalizan en proponer medidas de mano dura, a menudo sin reparar en los límites legales. Casado habla cada vez con menos matices de actuar judicialmente contra los partidos independentistas, entrando de lleno en el discurso de la ilegalización. Coinciden los analistas en que la acción-reacción en torno a Cataluña puede conducir a situaciones de riesgo democrático. ¿Un auge de la extrema derecha? Lo cierto es que en España nunca lo ha habido. ¿Por qué? La politóloga Barbet cree que la canalización de la energía identitaria hacia Cataluña la desvía de la inmigración, tema fundamental para el impulso de la ultraderecha. Es una de las explicaciones que se vienen manejando para explicar por qué en España aún no ha llegado al poder un Salvini, un Trump, un Orbán... "El PP nunca ha necesitado hacer ese giro, no ha tenido incentivos para hacerlo", señala Barbet, que apunta también a la idea –citando al politólogo José Fernández-Albertos– de que la calidad del sistema asistencial a los desprotegidos es tan baja que no genera esa reacción xenófoba por competencia ante el recién llegado que sí han visto Estados con mayor bienestar. Una paradoja, sin duda.

  Desafíos y mentiras

El Trump, el Salvini, el Orbán, el Kaczynsky o el Le Pen español, si ha de llegar, aún no lo ha hecho. Pero cualquiera habrá identificado en los tics autoritarios descritos rasgos de nuestro ecosistema político. Pedro Riera, profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid, lo expresa con elocuencia: "Todos los partidos tienen un populista dentro". Es más, todos los países llevan dentro ese demonio, más o menos adormecido (y aquí el término lleva toda su carga peyorativa). Este domingo hay elecciones en Brasil. El ultra Jair Bolsonaro es el favorito. La batalla sigue en múltiples frentes.

Como señala Mounk, la democracia liberal no se pierde de golpe. Se va perdiendo. "Lo más probable es que la presidencia de Trump no sea más que la salva de bienvenida de una lucha más prolongada", escribe Mounk. Tampoco la República romana cayó de sopetón. Primero fueron–recuerda en El pueblo contra la democracia– los cambios económicos y sociales del siglo II antes de Cristo, que degeneraron en "una mezcla tóxica de indignación y resentimiento". Luego vino el enfrentamiento de la vieja élite con tribunos de la plebe que traían bajo el brazo la promesa redistributiva. Choques civiles, gobiernos tumultuosos y pulsiones tiránicas fueron sucediéndose. "No hubo ningún punto de inflexión", anota Mounk. "Cuando los romanos corrientes tomaron por fin conciencia de que habían perdido la libertad de autogobernarse, hacía ya mucho tiempo que la República estaba perdida". ¿Puede volver a ocurrir?

Resulta casi surrealista que nos estemos planteando la pregunta sobre el futuro de la democracia justo cuando, objetivamente, Occidente atraviesa un periodo de inédita bonanza material, a pesar de la crisis y los desafíos. "Nacer hoy en el primer mundo es como ganar la lotería del nacimiento", escribe David Lizoain en El fin del primer mundo. "Aun así", añade, "millones de personas en los países más ricos están cabreadas. Tienen que lidiar con unas economías estancadas, una desigualdad creciente y montañas de deuda". El resultado es un debate público degradado, en el que "se ignora a los científicos que nos advierten sobre el grave peligro que supone el cambio climático" al mismo tiempo que "los demagogos y charlatanes salen fortalecidos".

El problema de los populistas es que pueden decir sin mentir que las fuerzas tradicionales fallaron y engañaron. El capitalismo no se refundó. Los especulación y las finanzas tóxicas siguen ahí. El rescate bancario no se ha devuelto. Lizoain agita estos factores en la misma coctelera que el declive de las profesiones liberales, el ocaso industrial, la dificultad para obtener estabilidad laboral, la corrupción y la incapacidad de las instituciones para controlar a las grandes multinacionales. "A fin de cuentas, Cocacola está hoy mejor organizada de lo que jamás lo estuvo el Comintern. La sensación de que los gobiernos son impotentes está parcialmente justificada, pues tienen menos capacidad de intervención que antes", escribe. Abono para el caudillismo.

Lizoain comparte elementos del diagnóstico de la populistología, pero no se distrae de una idea central: la amenaza se llama "derecha radical" y sus mecanismos son prometer que es posible ir atrás en el tiempo hasta la época de las certidumbres y señalar chivos expiatorios. Ante eso –otra vez no hay recetas mágicas–, propone "seguridad económica" para la mayoría, vivienda asequible, robustez del Estado del bienestar, combate eficaz contra los paraísos fiscales y, en el terreno de las ideas, rechazo de los estereotipos. Hay mucho mito que desmontar. Cómo hacerlo cuando la mentira y la posverdad nos entran por la televisión, el ordenador y el teléfono móvil en un formato más digerible que el periodismo es una pregunta que el propio oficio periodístico se hace cada día.

  Una democracia completa

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"La democracia ha de temer más a sus falsos amigos que a sus verdaderos enemigos", señala Innenarity. El catedrático de filosofía política y social, autor de ensayos como Un mundo de todos y de nadie y La democracia del conocimiento, no dirige el mensaje contra los aspirantes a caudillos, sino hacia la sociedad, que no puede asistir impávida a la mutilación de la democracia. "La legitimación democrática no debería sustituirse por ninguno de sus momentos concretos, como Estado de derecho, participación, responsabilidad, deliberación, transparencia...", explica. El riesgo que encara la democracia, más que su tan mencionado fin, es el de su mutilación. "Se degrada la democracia cuando se absolutiza el momento plebiscitario o la lógica del click, pero también cuando entregamos el poder a los expertos e impedimos la circulación de las élites o cuando entendemos la democracia como soberanía nacional impermeable a cualquier obligación más allá de nuestras fronteras", afirma.

Con esta afirmación sale al paso del discurso que tacha a la UE de pseudodemocracia vacía que hurta la soberanía nacional. "No es cierto", explica Innenarity, "que los procesos de interdependencia conduzcan a una extinción de la política, como se celebra desde la óptica neoliberal o se lamenta desde el soberanismo clásico. Como decía Ulrich Beck, no es que la política haya muerto, sino que ha emigrado desde los clásicos espacios nacionales delimitados a los escenarios mundiales interdependientes. Es allí, o sea aquí, donde se juega el futuro de la democracia". Quizás no es que "la Unión Europea no es suficientemente democrática porque no ha sido capaz de reproducir a escala europea la democracia que supuestamente funcionaría en sus Estados", sino que "el déficit se debe a que los Estados todavía no han conseguido democratizar su interdependencia". El planteamiento de Innenarity sirve para robarle la cartera al populista de turno que aparezca con la promesa del "power to the people". La democracia no es sólo una urna, ni un referéndum, ni una Constitución. "La democracia es un proceso. Hemos de trabajar en favor de una cultura política más compleja y matizada", afirma.

Se trata de construir una democracia que se defienda no sólo de los malos gobernantes, sino incluso de sí misma. De nosotros mismos. "La democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio, que sobrevive si su propia inteligencia compensa la mediocridad de los actores, incluido el eventual paso de unos monos por el gobierno". Pero no demos ideas.  

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