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'Maria Zef', de Paola Drigo

Portada de 'Maria Zef', de Paola Drigo.

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Claudio Magris lo calificó de "libro extraordinario, al cual no se le ha dado el lugar que merece en la literatura italiana de este siglo". Tenía razón en ambas cosas. Maria Zef,Maria Zef una de las novelas más exitosas de la escritora italiana Paola Drigo (1876-1938), fue celebrada en 1936 como uno de los ejemplos más innovadores del verismo, ya tardío. Pero la muerte de la autora  y la Segunda Guerra Mundial arrasaron la memoria de este título que tendría su continuación en el neorrealismo y obras como Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica (1948). Su recuperación es un proyecto que la editorial Periférica prepara desde hace largo tiempo y que culmina el próximo septiembre. 

En Maria Zef, Drigo sigue a la huérfana Maria, un personaje más del mosaico de desamparados dibujado por la escritora. Junto al detallado paisaje psicológico de su protagonista, Drigo da cuenta de la tragedia y el abandono al que están abocados los sectores más bajos de la comunidad en un doloroso retrato de la sociedad preindustrial del norte de Italia

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Para llegar a casa, los tres tenían que atravesar la zona más desolada de la montaña.

Donde otrora hubo un bosque espeso, profundo, ahora sólo quedaban los finos y rectos troncos de pinos cortados, esparcidos por la pendiente y abandonados al torrente que los había arrastrado hasta la llanura. En el terreno pobre y amarillento en el que durante años y años el sol no había conseguido esbozar sus rayos quedaban los tocones de los árboles, talados a poca altura del suelo, como enormes muñones de miembros humanos clavados en la tierra. La lluvia, el viento y la nieve les habían arrancado la corteza a los muñones, les habían extraído la savia, y ahora parecían desnudos, grises, como huesos en lugar de leña, sin una sola hoja verde, sin un hálito de vida, nada había que recordase la frescura y la dulzura del árbol vivo.

De noche la siniestra cepeda parecía una concentración de enanos deformes que surgían a media altura de la tierra, inmóviles, como atormentados por un trágico viento. De día, sin embargo, el lugar era desolador, de una desolación melancólica y desierta, atrozmente castigado tanto por el sol como por la lluvia.

Pero para las niñas y para el hombre, acostumbrados a las trágicas formas de la montaña, aquel panorama no era algo inusual.

Para el mayor y para la más joven simplemente significaba el final del viaje, la cercana y segura yacija; para Mariutine significaba despertarse de pronto de algo que parecía eternamente petrificado y sellado; un vuelco en el corazón al recordar una imagen invocada en vano.

Creía haber dejado atrás, lejos, para siempre, a su pobre mâri sola bajo una cruz en un cementerio extraño, y nunca, jamás, ni siquiera durante los primeros días después de su muerte, ni siquiera cuando, durante noches y noches enteras la llamó en su camastro del hospicio, por más que lo intentó, pudo volver a evocar su rostro, sus ojos, a oír en su corazón su voz, a verla viva.

Sin embargo, ahora veía a su madre sin llamarla: ella, tal y como inconscientemente la recordaba desde su infancia: esbelta y firme, con el pelo negro y brillante, y la bebé Rosùte entre sus brazos.

Avanzaba entre las zarzas en silencio y la miraba. Las ovejas pastaban la corta hierba… Luego, más tarde, ¿cuándo?, puede que años de diferencia entre una y otra imagen, ella está allí sentada, sobre aquel tronco caído que mañana arrastraría la corriente: ya con el pelo menos negro, ya encorvada y triste… Ha dejado en el suelo la talega con el almuerzo de Barbe Zef, que bajará a mediodía del bosque. Espera y espera… Luego más. La mâri de los últimos años, pálida, con el pañuelo atado bajo el mentón como una vieja… Baja de la montaña, atraviesa la cepeda con un cuévano a la espalda, se dirige lenta hacia casa… Cómo se arrastran sus pobres pies: cansados, hinchados, deformes… Un ataque de tos.

–¡Mariutine! –llama una voz en medio del silencio–. ¡Mariutine!

Nada ha cambiado en ese lugar, desde hace años, y nada cambiará en los años venideros.

En las ciudades, en las aldeas, en los pueblos, la vida corre y varía; la apariencia de las cosas puede mudar de un mes a otro: el hombre construye casas, levanta puentes, abre caminos, edifica y destruye; hay gente que se marcha y llega otra nueva; las impresiones se superponen unas a otras. Pero el ritmo de la montaña es tan lento y monótono que en la mirada humana sus imágenes quedan grabadas con una marmórea inmovilidad.

Mariutine sabe que podrá irse, volver o ausentarse media vida, pero a su regreso encontrará que nada ha cambiado.

Antes no le gustaba. Sentía un nudo en el corazón al volver a ver las desiertas cimas grises de los montes cuando regresaba de la llanura, de los pueblos ricos y animados.

Cuando podía, antes, a costa de hacer un largo camino, llevaba a pastar a su ganado hacia el valle, donde al menos, desde arriba, cuando el aire estaba límpido, veía alzarse, a lo lejos, un penacho de humo, o le llegaba –no siempre, ¡cuando el viento quería!– el llanto de un niño, el ladrido de un perro: indicios de la presencia de seres vivos.

O se sentía atraída por el torrente, vivo, extravagante y siempre en continuo cambio: un día, áridas piedras atormentadas en su lecho salvaje; al siguiente, rápido y alegre entre las altas riberas perfumadas de menta; otro día, hinchado, turbio e impetuoso.

Cuando el torrente corría hinchado y el agua bramaba, Mariutine experimentaba una suerte de embriaguez. Entonces cantaba a voz en grito, quizá porque creía que no estaba sola con el ganado en la montaña y que el agua podía llevar a alguien sus bellas villotte. A quién, no lo sabía: a casas lejanas, a aldeas, a la gente, a alguien que pudiese responderle. Y mientras tanto se respondía a sí misma, inventando canciones, improvisando tonadillas y réplicas, arrojando al agua puñados de menta que arrancaba de aquí y de allá y que seguía con la mirada mientras desaparecían vertiginosamente.

Pero la siniestra desolación de Bosco Tagliato, antes, le horrorizaba. Allí no había susurrar del follaje, no hay revoloteo de alas. Las raíces de los árboles muertos emergían a flor de tierra como enormes tentáculos; las únicas habitantes, de día, eran unas hormigas rojizas en perenne peregrinaje por los muñones deformes. De noche, como en los cementerios, las lechuzas posadas entre tronco y tronco, con sus redondos ojos amarillos, expandían por doquier su lúgubre grito. Y, por un misterioso instinto, el rebaño, cuando debía cruzar la siniestra cepeda, al atardecer, también parecía tener miedo. Las ovejas se detenían, todas a la vez, apiñándose con el hocico gacho, y Mariutine y Petòti tenían que sudar para conminarlas a pasar. Al final, pasaban corriendo y, detrás de ellas, corrían también la muchacha y el perro sin mirar hacia atrás, como si el diablo los siguiera.

Eso era antes. Pero ahora… Ahora, aquel lugar trágico e inhumano y su desolada inmovilidad le transmitían un sentimiento de tranquilidad, de seguridad. El atroz vacío de la soledad sin límites ya no existe: su madre lo llena con su aliento. En otros lugares la ha llamado en vano; aquí, ella sale a su encuentro; la naturaleza tiene su mirada triste y profunda; el silencio, la voz de su voz. Aquí nada cambiará… Aquí su madre permanecerá eternamente… Caminaba encorvada, evitando las miradas, sufriendo –recuerda Mariutine– cuando debía pasar entre la gente. Sólo la necesidad le empujaba a salir con su carrito por esos mundos de Dios. Aquí nadie la molestará, ninguna mirada humana la hará sufrir… ¡Sólo aquí, sólo aquí estará verdaderamente en paz!

Por fin el corazón de Mariutine se ablanda, por fin las lágrimas le brotan impetuosas de los ojos mientras se da la vuelta, repetidamente, hacia la cepeda que deja atrás.

De que está llorando, afortunadamente, Rosùte no se da cuenta. Está tan cansada que camina con los ojos cerrados. Aunque quizá se percata y calla, y arrastra su pierna sin pedir que la lleven.

A su alrededor, grandes taludes desnudos; un silencio no comparable a ningún otro silencio.

Mañana el largo invierno, la nieve profunda…

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'¡De rodillas, Monzón!'

‘¡De rodillas, Monzón!’

Maria ZefPaola DrigoPeriféricaCáceresSeptiembre de 201618 euros

La editorial

Periférica es, ante todo, dos nombres propios: Paca Flores y Julián Rodríguez, hacedores de este sello cacereño nacido en 2006 y que se ha convertido en uno de los ejemplos más sólidos de la actividad editorial más allá de Madrid y Barcelona. Aunque comenzó con su colección Biblioteca portátil, en principio orientada a recuperar clásicos olvidados de finales del siglo XIX y principios del XX, ha sido su colección Largo recorrido la más exitosa. Con sus características portadas rojas, esta serie edita títulos del XX y XXI, desde escritores en activo (como Carlos Pardo o Rita Indiana) hasta autores desconocidos en España u olvidados, como Mary Ann Clark Bremer u Odette Elina

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