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El (ab)uso de los militares sin graduación

El Gobierno español ha anunciado que “dispone” de “hasta 2.000” rastreadores formados entre el personal del ejército, es de suponer que de tropa y marinería –no me veo yo a oficiales atendiendo teléfonos– que pone a disposición de las Comunidades Autónomas. Varias de ellas se han apuntado (Madrid, por ejemplo) a recibir este “maná gratuito”. Habiendo incumplido las promesas de contratación de personal sanitario, de refuerzo de la atención primaria y de contratación de rastreadores experimentados, salvo la mascarada de pagar a la sanidad privada por personal del que tampoco dispone esa sanidad, este personal “gratuito” les viene fenomenal para no invertir ni un solo euro de los 16.000 millones que el Estado ha puesto a su disposición en la lucha contra la COVID 19. Si no se gastan el dinero en esto, ¿en qué lo gastarán? ¿En contratar laboratorios privados que por fuera llevan las muestras a la sanidad pública sobresaturada para que se encarguen de los análisis que esos laboratorios no son capaces de completar?

Pero me desvío de la cuestión. Los 2.000 rastreadores militares, según asegura la subsecretaria de Defensa, Doña María Amparo Valcarce, en la web del Ministerio de Defensa, están “a disposición de las Comunidades Autónomas”. Sin embargo, uno mira en los whatsapp de militares y se encuentra con que aún se están pidiendo voluntarios en los cuarteles, con la amenaza de “elección directa” por el famoso método “te-ha-tocado” con que se hacen las cosas en el ejército español, si no se cubre el cupo de los 2.000 con voluntarios.

Dice la señora Valcarce que hay que poner “en valor la amplia experiencia acumulada por las Fuerzas Armadas durante la operación ‘Balmis’ contra la Covid-19 y… cualificación técnica, capacidad de despliegue y amplísima experiencia en emergencias.” Hasta donde sé, no se dedicaron a rastrear contagios. Ni siquiera a tratar con enfermos directamente. Asegura además que “… el Ministerio de Defensa creó un Sistema de Rastreo para la detección precoz y vigilancia epidemiológica, así como capacitación a personal militar como rastreadores … de la transmisión de la Covid-19…” para lo cual “… se puso en marcha un curso de rastreadores onlineonline, tomando como referencia el del Centro Internacional John Hopkins …”. ¿Cómo es ese curso?

Aparte del catetismo castizo del que hacen gala algunas “mentes pensantes” de este país, que presumen de patriotas pero babean ante nombres extranjeros, preferiblemente ingleses y referidos a instituciones estadounidenses, es conveniente saber que el curso se imparte en línea (virtual) con una duración de 6 horas (aproximadamente) compuesto por seis módulos: “Datos básicos sobre la COVID-19” con 7 videos (Total 51 minutos), 3 lecturas, 7 cuestionarios, “Datos básicos para el rastreo de contactos en relación con la COVID-19” con 5 videos (Total 35 minutos), 1 lectura, 5 cuestionarios, “Pasos para investigar casos y rastrear los contactos de la persona” con 3 videos (Total 45 minutos), 1 lectura, 2 cuestionarios, “Deontología en el rastreo de contactos y herramientas tecnológicas” con6 videos (Total 42 minutos)”, “Habilidades para una comunicación efectiva” con 11 videos (Total 78 minutos)] y “Evaluación final” con 2 lecturas y un examen de 1h 20 m.. Y con poco más de 4 horas de formación en vídeo, 5 lecturas, 14 cuestionarios y 1 hora y 20 de examen, se adquiere la “capacitación” a que hace referencia la subsecretaria. Hasta un curso de mecanografía requiere algo más de tiempo.

Y ¿a quién se capacita? No a personas con formación sanitaria previa, ni a personas preparadas para una interlocución en el siempre complejo campo de la salud y la sanidad y los datos de carácter personal. Y las reservas que genera en cada uno de nosotros dar esos datos. Tampoco a personas que tengan experiencia en trato telefónico con clientes (pacientes). Se escoge a quienes se presenten voluntarios de entre los militares o, a falta de cupo suficiente, a “voluntarios forzosos”.

¿Quiénes son estos militares? Son personas que apenas llegan a los 1.000 euros de salario mensual (algo más si, como los miembros de la UME, tienen algún complemento de 200 o 300 euros más), que en el 85% de los casos son contratados que, tras encadenar compromisos temporales hasta los 6 años de servicio, pueden conseguir un contrato de “larga duración” que llega ¡hasta que cumplan los 45 años! Alcanzada esa edad, no pueden seguir en el ejército, y se ven cesados con un pequeño subsidio que apenas llega para pagar media hipoteca o un alquiler normal.

La renovación de cada uno de los compromisos intermedios no es automática. Depende de la calificación que una junta de evaluación lleva a cabo. No voy a entrar en si se renuevan o no según la dotación presupuestaria. Pero es claro que si su conducta no es intachable en todos los sentidos (según la opinión subjetiva de sus calificadores) las posibilidades de ser renovado descienden bastante. Así que los rastreadores “voluntarios forzosos” no dirán que no. Les va el empleo en ello si están en el periodo de contratos temporales de dos o tres años.

Este es el cuadro. Trabajadores con un sueldo escaso, sin derechos sindicales, sin derechos ciudadanos (o con éstos muy limitados), sin formación previa y muchos de ellos obligados a llevar a cabo el trabajo. Y pese a ello, se juegan la vida apagando incendios, rescatando personas y bienes en catástrofes o desinfectando residencias de ancianos y calles durante la pandemia. Y ahora los colocan frente a un trabajo de cualificación especial. Un trabajo para el que una conocida empresa de sanidad privada convocó plazas urgentemente para dar cumplimiento al contrato firmado con una administración pública, y reunió apenas a 200 aspirantes.

La utilización que de los miembros de la clase de tropa se hace en España es sencillamente inmoral. No por lo que se les pide, sino por cómo se les recompensa. Cualquier falta que en la sociedad civil se castiga con una pequeña multa o incluso ni siquiera se castiga, en el ejército y en tiempos de paz como los actuales, se castiga con pena de privación de libertad. Sus asociaciones tienen limitado el acceso a derechos básicos, ellos mismos carecen de la posibilidad de declararse en huelga (insisto, en tiempos de paz como los actuales) o de presentar reclamaciones ante tribunales ordinarios especialmente laborales. Los contratos que suscriben son de dudosa legalidad y encaje en el derecho laboral.

Eso sí, a los 45 años a la calle para que se apañen como un ciudadano más. Y por toda experiencia, haber conducido un tanque, o haber disparado morteros, o haber limpiado cubiertas de barcos. Los gobiernos de España han incumplido sistemáticamente el compromiso de formar a la tropa con cursos equivalentes y con el mismo valor académico que los impartidos al resto de ciudadanos. La mayoría de los cursos que se imparten en los cuarteles carecen de validez en la vida civil.

La clase de tropa es un chollo. Barata, sin derechos laborales, obligada a cumplir órdenes por aberrantes que sean, y “todocamino”: igual sirven para un incendio en el bosque que para rastrear contagiados de covid-19. Han faltado mascarillas en los cuarteles. Han faltado las distancias de seguridad. Y no se ha sabido. Un oscuro velo tapa la realidad del soldado que sólo se descorre tras colocar brillantes correajes o un distintivo “Operación Balmis” a algunos de ellos para que salgan bien en la fotografía. Ya es hora de que se revise el papel real de la clase de tropa, que se les considere ciudadanos de uniforme, que en tiempos de paz no se les trate como si todo ocurriera en tiempo de guerra, que se les pague dignamente y que no se les obligue a cumplir con tareas para las que ni están preparados ni son debidamente remunerados. En definitiva, que se les trate como ciudadanos de valor y con una tarea especial. Ciudadanos de uniforme.

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Y que se acabe con esta utilización de la clase de tropa como trabajadores “comodín”. Porque el día menos pensado los veremos conduciendo trenes, guardando el orden público, atendiendo a enfermos o cualquier otro campo social en el que la impericia, la avaricia o la mala fe de la clase política haya abierto un boquete descomunal, como ha ocurrido con la sanidad pública, desmantelada por años de recortes.

Los militares no son policías, ni enfermeros, ni maquinistas. Pueden (y deben) ayudar en momentos de crisis. Pero pasada la crisis, habrá que aplicar los caudales públicos a remediar las causas que la provocaron. Y a premiar a los soldados con emolumentos extraordinarios paralelos a la labor que vienen desarrollando. Y a rehabilitar el maltrecho edificio de un Estado de bienestar donde parece que sólo están bien algunas personas a las que el bienestar general les trae al pairo.

Joaquín Ramón López Bravo es abogado y periodista.

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