¡A la escucha!

Adiós, Papá

Sé que esta columna me va a costar escribirla. Sé que voy a tener que hacer algún parón pero allá voy. Necesito contar esta historia. La historia de mi padre.

Mi padre siempre tuvo una luz especial. En su mirada, en sus ojos (esos ojos verdes que yo heredé); tenía luz en sus ganas de no rendirse nunca. La vida siempre le dio una de cal y otra de arena. La primera con sólo cuatro años, cuando se quedó huérfano. Le encantaba aprender, leer, pero ir al colegio dejó de ser una opción cuando en casa había otras necesidades, había que llevar dinero. Supo levantarse mil veces. Todas las que hicieran falta. Nunca se rindió. Jamás. Tenía carácter, desde luego, pero sabía sacarlo sólo cuando hacía falta. Hoy diría que mi padre fue un emprendedor, porque fue creando negocios y empresas de la nada. Cuando llegó a Pamplona aprendió un oficio: electricista. Y entonces llevó su luz a miles de casas y a cientos de pueblos. Mi padre se recorrió todos los pueblos de Navarra colocando el tendido eléctrico. Realizando las grandes obras de edificios emblemáticos de Pamplona. Su luz iluminó muchas vidas, pero especialmente la mía y la de mi familia. Hasta el final, hasta el último día.

Muchos ya sabéis que mi padre murió la semana pasada, el 3 de abril. Llevaba muchos años enfermo. 16 para ser exactos, desde que le dio un ictus que le afectó a prácticamente el 90% de su cerebro. Antes ya había pasado por dos infartos pero desde aquel día, desde el ictus, su salud empezó a deteriorarse poco a poco. Durante mucho tiempo confundía historias, yo ya no era Helena la periodista sino Helena la médico. Y me contaba lo bien que le había cuidado en la UCI y cómo le había acompañado en la ambulancia. Mi hermano es el médico pero su cabeza iba confundiendo los recuerdos y la realidad. Tuvo todavía unos años buenos, pudimos celebrar por todo lo alto sus bodas de oro, pero su corazón y su cabeza, su luz, poco a poco iban apagándose como una vela. Y a su lado, siempre a su lado y hasta el último día, mi madre. Le llevaba de la mano cuando podía andar y empujaba su silla cuando dejó de hacerlo. Le daba de comer, le limpiaba, le aseaba, le peinaba, le afeitaba. Le mimaba cada día. Las 24 horas del día, con una paciencia infinita y con un amor incondicional. Mi padre, mi Titán, mis brazos de infancia que me elevaban a lo más alto, acabó casi siendo como un bebé, de carácter y de cuerpo. Nunca perdía la sonrisa y nunca perdía la oportunidad de robarle un beso a quien se le ponía cerca, sobre todo a ella.

A su lado, siempre, mi hermano y todo el grupo de médicos que en cada momento han buscado la mejor solución para su enfermedad. Gracias a todo el equipo del servicio Hospitalario a domicilio de Pamplona. Gracias por ir cada mañana a verle, a charlar con él, a vigilarle. Gracias porque hasta el último días estuvisteis pendientes y demostrando vuestra profesionalidad en cada gesto, incluso en el último. Es cierto que cuidar a un enfermo desgasta pero también, si sabes abrir los ojos, puede ser una de las cosas más agradecidas que hay. Ellos sólo quieren atención, minutos, que les escuches la historia que te ha contado mil veces pero que para él suena a nueva. Sonríen ante cualquier gesto de amabilidad y se derriten cuando llegan los niños, sus nietos, y les cuentan con entusiasmo cómo les ha ido en el cole. Por eso me cuesta tanto entender el trato de esos tres cuidadores de una residencia de Madrid que insultaban, vejaban, humillaban, pegaban y llamaban “puta” a dos ancianas que apenas podían valerse por sí mismas. Les restregaban los pañales usados por la cara, les zarandeaban como si fueran de trapo. Unas imágenes que duele verlas. Se te parte el corazón ver cómo alguien, que en teoría se ha formado para ese trabajo, que le gusta lo que hace (o al menos se le presupone) pueda ser tan despiadado. Pueda tener las tripas para tratar así a una persona. No lo puedo entender.

Cuidar de un enfermo es agotador. Al cuidador hay que atenderlo y apoyarle casi más que al enfermo. Lo he vivido estos años. Mi madre ha estado agotada, su salud, su cuerpo le ha mandado varios avisos y muy, muy al final, aceptó algo de ayuda. Y subrayo el algo. Ella quería mimarle hasta el último día, llenarle de besos, velarle en sus noches.

Ahora nos toca cuidarle y mimarla a ella y recordarle a él cada día, recuperar de nuestra memoria anécdotas y frases que nos repetía de pequeños y ya de adultos. Ésas que hoy, si me lo permiten, me guardo para mí. Hasta luego, Papá, gracias por quererme tanto. Te veo en mis sueños.

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