Cuidar de tus padres y cuidar de tus hijos

Tengo 43 años. Cuando tenía 20 los veía como el final de todo lo que molaba, ahora que estoy en ellos los vislumbro como el tiempo en que pasaron los treintas (la mejor edad de la vida) pero todavía no ha venido lo malo. Me va bien, estoy tranquilo, tengo todo lo que nunca soñé que poseería. Y sin embargo, estoy escribiendo esta columna nervioso y desasosegado. No pasa todos los días, pero hoy sí.

Esta edad mía, esta edad nuestra, conlleva un momento vital curioso: el que te da la responsabilidad de cuidar de tus hijos pequeños y de tus padres mayores. Vivo en una espiral de trabajar y cuidar en la que me queda poco para mí, y ambas son dos actividades que no se acaban cuando uno deja de hacerlo. Como cuando te mandaban deberes para casa en el cole, uno no deja de pensar en los cuidados cuando para de ejercerlos, sino que los sigue rumiando sin descanso. Como dice la frase hecha, es como tener siempre algo en el fuego. Qué genio quien la inventó.

Hay días, como hoy, en los que se te da especialmente mal. Esta columna debería llevar escrita una hora al menos y, no les miento, me he levantado dos veces en este tiempo para mirar la cena, que estaba literalmente en el fuego, y para controlar los deberes de mis dos hijos. Al tiempo, no sé si tengo sábanas limpias para sus camas que cambié esta mañana y, como acabo de regresar a casa, pues ni me había dado cuenta de pensar si hay otras limpias. Tengo que llamar a mi madre para ver qué tal ha pasado el día de hoy, dormir a estos dos muchachos, repasar unas cosillas de trabajo e intentar tener algún momento para mí, algo que hoy todavía no ha sucedido.

Vivo en una espiral de trabajar y cuidar en la que me queda poco para mí, y ambas son dos actividades que no se acaban cuando uno deja de hacerlo

No es que yo trabaje mucho, pero los martes sí. Se junta con extraescolares varias, esta columna, algún imprevisto y boom, el desasosiego, el estrés, la ansiedad. Estoy escribiendo con ansiedad, esa es la verdad. Perdónenme si no me salen las mejores metáforas.

¿Y saben qué es lo más triste? Que soy un absoluto privilegiado. Y lo soy por una razón fundamental: no me tengo que preocupar por el dinero. Es cierto que mi mentalidad de pobre y mi afán de dejarles a mis dos hijos el futuro más llano que el que tuve yo me empujan a trabajar de más y a estresarme de más, entre otras cosas, para pedir el dinero que creo que me corresponde por hacerlo. Y luego estoy yo, a quien mi madre me dejó en herencia lo de la empatía y la racionalidad, pero también una inherente capacidad para sufrir por todo y no ser capaz de disfrutar por casi nada. Tanto es así, que cuando algo me está gustando tengo que hacer el esfuerzo voluntario de decirme: "Esto está bien. Párate a saborearlo". Necesito obligarme a disfrutar. Hay que ser hijo de puta.

Es decir, que veo que es bastante mierda ser yo, teniéndolo todo y siendo un privilegiado. No quiero ni imaginar qué sería de mí sin tener tanta suerte. Porque, además, tanta fortuna tengo que puedo poner todo esto por escrito y me pagan por ello. Puedo autoengañarme y decirles que ha sido por si a alguien le sirve, que igual ocurre. Pero no: ha sido una sesión gratuita de terapia. Les agradezco haber llegado hasta aquí. De hecho, les debo una.

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