La apasionante vida del hipocondríaco

El lunes sonó el teléfono. ¡Ring, ring! Sí, dígame. Mire, don fulano, la prueba que lleva esperando un año no se la vamos a poder hacer. Le mandaremos otra cita antes de los próximo treinta años: se la llevará un heraldo ciego sobre un caballo cojo. ¡Viva!

Ustedes no lo saben, pero soy miembro numerario del Ilustre Colegio de Hipocondríacos y, como tal, atesoro una nutrida lista de lunares sospechosos, rojeces preocupantes, bultos malintencionados, palpitaciones y temblores que reviso cada ocho horas. Me moriré, ¡pero no me pillará por sorpresa! Lógicamente, ya he dispuesto mi funeral (en latín, sin guitarritas, con un propio cantándome el in paradisum) y he redactado un testamento espiritual magnánimo para que mis deudos no olviden mi inalcanzable talla moral y humana.

Contra todo pronóstico, esta saludable afición me está pasando factura. La angustia y el insomnio son calamidades molestísimas, que, según he visto, aumentan el riesgo de padecer trepidantes patologías. He intentado, sin éxito, moderar estos padecimientos, sometiéndome frecuentemente a una maratón de exámenes y análisis. Los galenos que me han visto coinciden en que no padezco nada grave, pero… ¡qué sabrán ellos! Además, en mi vanidad, me complace tener manías propias de grandes hombres: quiero ser contado entre los eminentes chalados de la historia.

Soy miembro numerario del Ilustre Colegio de Hipocondríacos y, como tal, atesoro una nutrida lista de lunares sospechosos, rojeces preocupantes, bultos malintencionados, palpitaciones y temblores que reviso cada ocho horas

Hace unos días –estoy muy orgulloso de esta ocurrencia– encontré una solución: los casi médicos. ¡Admiren mi astucia! El cardiólogo o el oncólogo me provocan un terror tiritante, pero ¿y el dentista? Oiga, gente con bata y mascarilla al fin y al cabo. Me siento aliviado: si temo una caries traicionera o una muela torcida conspirando bajo la encía, llamo y pido cita ("¡Cuanto antes mejor, por favor! Creo que puede ser grave") y aguardo deliciosamente el momento de la consulta.

El otro día fui al óptico. Llevaba tiempo sin graduarme y auguraba un carrusel de dioptrías dispuestas en orden de batalla. ¡Qué rato tan reconfortante! Primero me hicieron mirar por una maquinita donde se veía, en un círculo, un caminito sobre una colina y al final de él una de esas casitas de paredes blancas y tejado rojo: una contemplación beatífica.

La maquinita te enfoca y te desenfoca ese paisaje idílico mientras da unos enternecedores pitiditos. Después vinieron unas gafas ortopédicas y me pidieron que mirase un cartelón con letras escaladas de grandes a pequeñas. Me cambiaban lentes, las rotaban, me tapaban un ojo y luego el otro con la salmodia del «¿mejor o peor?». Apenas era una centésima más miope, pero no quise desperdiciar la ocasión propicia de hacerme unas nuevas gafas. Lamentablemente, todos los modelos que me ofrecieron carecían de teología y geometría, así que me vi obligado a vagar a la búsqueda de una montura tan redonda como mi corazón anhelaba. Entré en otra tienda y pregunté. "¿Te han graduado recientemente?" "No", respondí, sonriendo pícaramente. No me juzguen, era una tentación irresistible.

La máquina de este gabinete no tenía una casa al final del camino, sino un globo aerostático: la vida reserva sorpresas a los intrépidos. Además, en vez de las gafas frankenstein, me colocaron una especie de antifaz de graduar, una máscara que estaba en el extremo de un brazo telescópico y que cambia la fórmula de las lentes girando unas ruedecitas. Ciertamente, los prodigios de la ciencia producen vértigo.

Una ventaja de los casi médicos es que puedo lanzar contra ellos todas mis neurosis. A las pocas horas de estar probando las nuevas gafas regresé a la tienda, y dije que sospechaba que estaban mal graduadas. Lo increíble es que acerté. Esto, por supuesto, me dio el coraje para ir a los pocos días a quejarme porque las patillas no eran todo lo paralelas que me gustaría.

Como ven, soy un hombre absolutamente apacible, aunque no recuerdo ahora por qué les he contado todo esto. Quizás deba hacérmelo mirar.

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