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Los censurados

¡Grandes tiempos para el heroísmo! La semana pasada, un apuesto columnista denunció –en tres tertulias, seis columnas y dos conferencias– que intentaban silenciarlo. Amenaza con entregar a la imprenta media docena de ensayos antes de navidad. "Voy a dar la batalla cultural", declaraba, valeroso.

Vivimos una época liberticida. "¡Ya no se puede decir nada!", vociferan las radios; «¡nos amordazan!», claman las televisiones del país. «Han resucitado a la Inquisición», sentencian unánimemente los opinadores. ¡Oscurantismo, persecución, tiranía! Un escalofrío me recorre el cuerpo: temo que me censuren y me acaben nombrando editorialista del periódico. ¡Oh, calamidad! Hacer carrera pregonando en prime time todas las cosas que no pueden decirse es un destino reservado a los valientes. ¡Gloria a ellos! La otra noche, un señor al que ven cada día tres millones de personas, confesaba sentirse asfixiado por lo «políticamente correcto». Su reflexión se hace viral. Envalentonados por esta filípica audaz y originalísima, unos septuagenarios firmaron su enésimo manifiesto en defensa de la libertad de expresión. El volumen de sus encíclicas supera holgadamente al de sus obras completas. En el Congreso de los Diputados, una indomable parlamentaria afirma que se está perdiendo el combate de las ideas. En un repentino giro de los acontecimientos, esa misma semana la entrevistan seis veces. Repite machaconamente unas consignas simplonas: sospecho que confunde "idea" con "eslogan". Para este viaje no necesitábamos estas alforjas.

¿Cuánto tiempo más conseguirán rentabilizar los voceros de la hegemonía su disfraz de 'victimitas' del sistema? ¿Cuántas verdades del barquero tendrán que repetir campanudamente hasta que no soporten el empacho? Me malicio que les queda cuerda para largo

En un rincón septentrional del país, una furibunda tertuliana berrea contra el apagón informativo al que está sometida su reaccionaria minucia provinciana. En los bares no se habla de otra cosa. Se convoca una manifestación a la que acuden millones de simpatizantes. Nunca las catacumbas estuvieron tan concurridas. Esa misma noche, un magazín de lo paranormal inaugura una sección de libros malditos. Lo pongo esperando que me hablen del Necronomicón o del libro perdido de la Poética de Aristóteles, pero en vez de eso mencionan Tintín en el Congo, las aventuras de unos tal Astérix y Obélix y el inaccesible y descatalogado Premio Planeta de este año. Cambio de canal y caigo en una tertulia política en la que dos señores que dirigen dos panfletos se interrumpen al grito de "no me dejas hablar". Esto debe ser lo que llaman un silencio ensordecedor. Apago la tele y enciendo el ordenador. Un famoso vicepresidente emite un maratón en defensa de sí mismo. "Seis meses llevo sin dejar de opinar: me tienen amordazado", brama.

Nunca fue tan popular ir a la contra. Es agotador: lo que no se puede decir retumba por todas partes. ¡Gran triunfo! Desafortunadamente, las peroratas contestatarias siquiera tienen el picantito de la novedad. Consultas la hemeroteca y descubres (¡oh, qué inesperada sorpresa!) que los veteranos no han cambiado una coma desde hace treinta años. Admirad, ¡oh!, veletas del mundo, el perezoso triunfo de la coherencia.

¿Cuánto tiempo más conseguirán rentabilizar los voceros de la hegemonía su disfraz de victimitas del sistema? ¿Cuántas verdades del barquero tendrán que repetir campanudamente hasta que no soporten el empacho? Me malicio que les queda cuerda para largo. Uno se los imagina llegando a su casa tras una agotadora jornada de escaramuzas retóricas. Se quitan el uniforme de combate (la Burberry, la revolucionaria combinación de americana y camiseta de cuello redondo) y se dejan caer (pesadamente, como si Occidente cayera con ellos) en el Chester de piel de marsopa. "Otra jornada aguantando el robusto yugo de la libertad", se dicen mientras le dan un tiento al whisky. Su rictus acartonado esboza la mueca del dolor de España. "Mañana será otro día", se dicen. A las nueve, en Casa Lucio, hay junta del Estado Mayor. 

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