Cuento de Navidad

Lo dice Dickens. El señor Scrooge era solitario como un hongo: gracias a su acreditado historial de mezquindades, podía pasear por las abarrotadas calles de Londres sin que nadie lo saludase, le pidiese indicaciones o le implorase limosna. Tenía el corazón tan gélido que todo en él parecía escarchado; era tan avaricioso que sus empleados se calentaban con la llama de una vela ya que, en los rigores del invierno, racaneaba el carbón de las estufas.

Me cae simpático el miserable Ebenezer: si eres un empresario sacamantecas se agradece la falta de disimulo. Miren, no se puede estar a todo: o te enriqueces robando al prójimo el fruto de su trabajo o te haces el majo. O lo uno o lo otro. Hace años padecí a uno de esos jefes del "somos una familia". Me aclaró el parentesco un sábado a las ocho y media de la tarde, cuando me llamó porque se le había olvidado el pin de la tarjeta de empresa: era ese tío borracho, pluridivorciado y patán que uno desea evitar el convite de Nochevieja. ¿El especimen? La fantasía de un criptozoólogo: el famoso empresario de izquierdas del que hablan las leyendas.

Más. Hará unas semanas que una amiga me contó que padecía condiciones laborales abusivas. Había llegado a esta reveladora conclusión rellenando un cursillo de prevención de riesgos laborales, obligada por su propia empresa. Felicísimo requiebro. Tengo que sacar un rato para averiguar cuándo el plutócrata medio cambió la chistera, el puro y la leontina por las deportivas y el autobombo en las redes sociales. Jimina Sabadú decía conocer (disculpen que no recuerde dónde, tengo la mollera como un gruyere) a más de un adalid de la salud mental —rentable reivindicación audiovisual— que se había documentado friéndole la sesera a subalternos y allegados. Luego, como siempre: gracia tumbativa y feliz concienciación.

El jefe enrollado e hijo de puta es la quintaesencia de todo lo que está mal en el mundo: un opresor deplorable que quiere rematar el atracón de plusvalías con la guinda de la buena fama. Hay un capítulo de Los Simpsons en el que el señor Burns (el ricachón malvado que posee la central nuclear de Springfield) revisa con una lupa los bolsillos de sus empleados, no sea que le estén afanando algún átomo. ¡Ese es el camino! ¿Eres una de esas sanguijuelas que sorbe la yugular de la clase trabajadora? Yo te conmino, ve de frente: afílate las uñas y practica el meneíllo de las sabandijas y las víboras.

El jefe enrollado e hijo de puta es la quintaesencia de todo lo que está mal en el mundo: un opresor deplorable que quiere rematar el atracón de plusvalías con la guinda de la buena fama

Como Dickens era medio colaboracionista, Scrooge se redime al final de la historieta. Me tomaré, henchido de espíritu saturnal, la libertad de escribir una moraleja más creíble. «Cuando se fueron los fantasmas, Ebenezer llamó a su secretario: el inframundo estaba sin monetizar. ¡Había negocio! Así, carcomido por la ambición, el anciano malgastó sus últimos días. Murió solo, ignorado por sus semejantes y despreciado por todos cuantos lo conocieron». Ahí lo tienen: un auténtico milagro de navidad.

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