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Miguel Sánchez Romero.

He decidido invertir en arte. Al precio que se han puesto las reformas, me sale más barato comprar cuadros que quitar el gotelé. El pasado fin de semana visité una exposición muy interesante en una de estas salas alternativas donde exponen artistas incomprendidos. Se trataba de la colectiva de un grupo de jóvenes pintores alemanes que comparten la circunstancia de que, pese a llevar años entregados a la profesión, no han vendido jamás un cuadro.

La muestra llevaba por título Versagen (fracaso) y sobre quienes la componen la crítica especializada mantiene una agria disputa valorativa: mientras algunos piensan que son malos, otros aseguran que son muy malos. Sólo en el caso de uno de ellos, Anton Schäfer, parece haber consenso en que el Estado de Baviera hizo bien al dictar contra él una orden de alejamiento de cualquier tipo de pincel o brocha.

Allí estaba yo, contemplando una obra de Schäfer, quien, según el catálogo, “ha abandonado la fiereza de sus comienzos y afronta en estos momentos una época de madurez y templanza tras haber sido hecho fijo en la ferretería donde trabaja”, cuando una chica alta, con el pelo teñido de rojo y una cámara lomográfica colgada al cuello que estaba a mi lado mirando fascinada el cuadro, lanzó una de esas preguntas sin destinatario que uno se ve obligado a contestar: “¿Cómo puede alguien combinar el color con tanto dramatismo?”. Yo, sintiéndome interpelado, asentí al tiempo que añadía “Típico de Anton”, con el tono de quien lo conoce de toda la vida. La chica percibió en mis palabras una complicidad que la invitaba a hacerme nuevas confesiones: “Es imposible no ver en el lienzo el alma atormentada del artista”. Volví a asentir y rematé fingiendo cierta aflicción: “Debió de haberlo pintado antes de que lo hicieran fijo”.

Entonces, se volvió hacia mí y, como si recitara su perfil de Twitter, se presentó: “Magda Lolich, fotógrafa y antifascista, género no binario”. “Miguel Sánchez-Romero, celiaco”, le respondí para no ser menos. “¿Te gusta el neo minimalismo alemán?”, me preguntó. “Lo que no me gusta es el gotelé”, le respondí y ella rio pensando que era un chiste.

Una hora y tres gin-tonics más tarde, en un bar aledaño a la galería, de estos con pinchadiscos que se creen alquimistas musicales, Magda me explicaba que el no binarismo es la identidad con la que se autodesignan las personas que no se reconocen ni totalmente femeninas ni absolutamente masculinas: “Gente que abandona la solidez excluyente de los conceptos habituales para fluir entre ellos porque eso les hace sentir más cómodos”. Yo, que como ustedes saben soy bastante facha, notaba sin embargo que el alcohol y la sonrisa de Magda habían atemperado mi radicalidad. La escuchaba intentando asimilar conceptos pero era un esfuerzo vano, me encontraba ya en esa fase de la intoxicación etílica en la que te empieza a parecer que el castellano tiene demasiadas erres.

A Magda, sin embargo, el alcohol no parecía afectarle y seguía pidiendo gin-tonics con una dicción perfecta. En el sexto yo había pasado de intentar recordar dónde había aparcado el coche a preguntarme si tenía carnet de conducir. Algo más tarde, Magda miró el reloj y decidió que era el momento de abandonar la ginebra y pasar a los chupitos de Jägermeister. Me pareció buena idea porque era evidente que la tónica me estaba sentando mal. Únicamente puse como condición que el camarero me cambiara el taburete por una trona. Magda volvió a reír. Era el mejor público que había tenido nunca. Pero, tras el primer chupito, se puso seria y me preguntó: “Y a ti, ¿qué te parece lo del género no binario?”.

Levanté el índice pidiéndole una pausa. Necesitaba un momento para ordenar mis pensamientos y poderle contar que, en realidad, a mí esa especificación identitaria me parecía innecesaria, pero alababa que al menos sirviera para reconocer, en una época de enorme polarización, donde todo parece circular en solo dos direcciones posibles, que hay huecos por los que huir de esa obligatoria catalogación simplista aunque sea a costa de un ejercicio de clasificación aún más exhaustivo. Que son raros estos tiempos en que se tienen por bondadosas y modernas dos formas tan distintas de entender el mundo: la que pretende resolverlo todo mediante referéndums –no hay nada más binario que este tipo de consultas– y la que se rebela contra la obligación de responder a cuestiones complejas con solo dos papeletas como única opción. Y que me sorprendía que hubiese gente –y gobernantes– que habitaran felices ambos universos sin que les pareciera contradictorio. Eso es lo que quería decirle a Magda. Pero al intentar hacerlo eructé. Y como a Magda le pareció gracioso, decidí concluir ahí mi explicación.

Justo entonces, me sobrevino una fugaz clarividencia. Un mini instante en el que recordé no sólo dónde había aparcado sino, además, que tenía caducado el carnet y que cada vez que tomaba Jägermeister acababa montando el numerito. Pero era demasiado tarde.

Lo penúltimo que recuerdo es a Magda riendo y yo bailoteando con el torso desnudo un tema de Chet Baker bajo la mirada asesina del dj al que le estaba jodiendo su receta mágica para ambientes cool. Lo último, a los porteros invitándome a abandonar el local y cómo, cuando lo hacía apoyado en una solidaria Magda, uno de ellos me preguntaba con expresión de fascinación defraudada: “Usted escribe en infoLibre, ¿no?”. Me volví y asentí caballunamente: “Sí señor”. Luego, le ofrecí mi mano y al estrechármela me presenté: “Jesús Maraña, género neutro”.

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