desde la tramoya

La buena gente

Pon una buena persona en el contexto adecuado y bajo las influencias necesarias y harás de ella un monstruo. En El Juego de la Muerte, un experimento sociológico de hace unos años que reeditaba para la televisión francesa los famosos experimentos de Milgram, unos buenos tipos, participantes en un ficticio concurso de televisión, eran capaces de sacudir descargas brutales de electricidad a un individuo que gritaba de dolor al otro lado. Algunos abandonaban el juego, pero la mayoría, aun víctima de la contradicción y la duda por el sufrimiento infligido al prójimo, seguía jugando, haciendo daño a un inocente, animada por la autoridad de la presentadora del programa y por la presión del público que aplaudía (compinchado en el experimento) cada vez que el concursante decidía seguir pulsando el botón de la descarga.

Hay abundancia de estudios y de experiencias de laboratorio, y todos se dirigen en la misma dirección. Zimbardo constató que unos cuantos estudiantes a los que pides que se comporten como carceleros una temporada pueden llegar a humillar a sus compañeros encerrados como el peor verdugo. Y que estos segundos se sublevarán contra los primeros a poco que puedan, aunque sepan que todo es un juego. Reconozco que, si bien mi comportamiento es habitualmente presentable, soy más civilizado en Ginebra que en El Cairo. Dice la muy matizable “teoría de las ventanas” rotas que si creas un ecosistema limpio y reglamentado, los maleantes no se sentirán tan cómodos en sus fechorías y reducirás así el nivel de vandalismo y de delincuencia. Es la influencia del clima de opinión y las “espirales de silencio” que el clima crea.

Hubo un tiempo, hace tan solo un lustro o lustro y medio, que el dinero abundaba tanto y éramos todos tan ricos y tanta nuestra prosperidad y nuestra suerte, que queríamos disputarle a Canadá el octavo puesto en el ranking de las economías del mundo. De manera que nadie reparaba en si el AVE costaba más de los presupuestado, con tal de que llegara pronto a Barcelona y certificara nuestra potencia mundial en alta velocidad. Creíamos de buena fe que el precio de la vivienda no se derrumbaría y que podríamos vender en cualquier momento la nuestra con una plusvalía. Sí, los políticos del mundo entero siempre tendieron al tejemaneje y a gastar más de la cuenta, pensábamos, pero mientras a todos nos iba bien nos preocupaba menos lo que se pagaba en el Congreso por un gin-tonic o si los eurodiputados viajaban en Business o en Turista. Nosotros mismos, probablemente, relajamos nuestras costumbres: gastábamos más generosamente y nuestra moral era menos rigurosa en el uso del dinero.

El clima cambió al ritmo del estallido de la burbuja: la austeridad se convirtió en el nuevo dogma económico, a pesar de que como señala Mark Blyth en un libro reciente dedicado sólo a esa cuestión, se trata de “una idea peligrosa”. Y la corrupción y el despilfarro pasaron a ser los peores pecados de la moral pública. En ese nuevo contexto social, en ese nuevo clima de opinión, en ese nuevo escenario, se fueron configurando dos grandes narrativas. Una domina hoy y pretende hacerse hegemónica y duradera. La otra es débil y podría extinguirse.

La primera narrativa dice que gracias a la austeridad, el rigor, la penitencia y el sacrificio, ya vamos saliendo. Que la corrupción y el despilfarro, aunque siempre existirán, son cosa de otro tiempo o de otras personas, algunas hoy encarceladas. Que lo único que importa de verdad es la economía, y en particular el crecimiento económico y la creación neta de puestos de trabajo. Que la mejor política social es la creación de empleo. Que cuando tengamos más dinerito en el bolsillo, nos relajaremos y se nos pasará la indignación. Interesa este relato a los defensores del statu quo, de la estabilidad y de la conservación (aunque algunos de ellos se digan “progresistas”). Interesa que las cosas se muevan poco a los defensores de la gran coalición, de la inmovilidad de las instituciones tradicionales de la política, la economía o la sociedad.

Hay defensores de estos axiomas tanto en la derecha política como en la izquierda. Cuando alguien niega lo evidente, que es que la macroeconomía empieza a recuperarse, que ya no estamos hundiéndonos más, sino apenas empezando a ascender aunque sea despacio, que los datos son mejores hoy que hace dos años…Cuando alguien lo niega, sospecho que lo hace porque cree que su única opción es que esas tendencias no se confirmen antes de las próximas elecciones. Igual que quien afirma sin matices que el crecimiento ya está aquí lo hace porque sólo así podrá defender el éxito de sus políticas.

La segunda narrativa, que languidece, afirma que salimos no gracias a la austeridad, sino a pesar de la austeridad. Que aunque cualquiera de nosotros podría eventualmente haber aceptado que un constructor le pusiera un millón de euros en una cuenta en Andorra, es responsabilidad de los que mandan evitar que esas prácticas se permitan. Y que esta larguísima y nefasta crisis debe servir para que apretemos las tuercas del sistema para lograrlo. Que la política no puede ser solo una lamentable lucha de la élite y sus alianzas por el control de los recursos, tal como la define Bruce Bueno de Mesquita en su Manual del Dictador. Que no vamos a aceptar que el 1 por ciento siga haciéndose más rico aún a costa del 99 por ciento restante, incluso en mitad de una crisis que ese uno por ciento tuvo mayor responsabilidad en crear que el resto. Que la mejor política social no es solo dar un trabajo a la gente, sino reconocer su dignidad y prestarle los servicios que requiere para su desarrollo personal y reconocer y defender sus derechos como ciudadano.

Escuchamos ya en este primer día las promesas y las consignas de unos y otros en esta liturgia necesaria de la campaña electoral. Pero a mí me cuesta oír con nitidez esas afirmaciones morales que prometan poner coto a los desmanes del pasado, crear el ambiente adecuado para fomentar la decencia y la solidaridad. Y cuando las oigo, pienso que vale, que está bien eso del storytelling, pero que en estos nuevos tiempos, más prosaicos y desconfiados, ya no nos es suficiente. Menos storytelling y más storydoing.

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