Buzón de Voz

Del adoquín al fascismo

No voy a discutir lo que sostienen expertos que saben infinitamente más de comunicación política, de estrategia electoral o de tácticas de debate (ver aquí). Admito que en la noche de este lunes Pedro Sánchez lució un traje presidencial y propositivo, cargado de anuncios concretos (más dirigidos a votantes de centro-derecha que progresistas) y vacío (intencionadamente) de respuestas a las cansinas preguntas sobre Torra y el número de naciones que habitan el Estado español. De nuevo Pablo Iglesias mostró su superioridad dialéctica y su conocimiento de la ciencia política, con un discurso eficaz y por momentos vibrante y emotivo. También coincido en que Pablo Casado mantuvo el tipo en un estudiado equilibrio entre atacar a Sánchez y defenderse de los dardos de Rivera. Tiene poco sentido (salvo para los muy fanáticos de cada club) declarar en un debate a cinco un claro ganador y un indiscutible perdedor. Se trata de una disputa múltiple con cinco objetivos prioritarios distintos o combinados y en la que pueden producirse victorias y derrotas parciales y simultáneas. Entre los analistas hay una especie de clamor que indica que Albert Rivera fracasó por completo en esta complejísima oportunidad de recuperar crédito y que Santiago Abascal es quien más ganancias obtiene de su primer debate presidencial. De acuerdo. Por eso quien sufre un desgaste claro y peligroso es la propia democracia.

No voy a discutir nada más sobre un largo y a ratos irritante intercambio de monólogos sólo interrumpido de vez en cuando por una trifulca interna en cada bloque, muy especialmente en el de las derechas (ver aquí). Resulta cansino tener que insistir en la urgente necesidad de regular la celebración obligatoria de debates cara a cara, entre líderes de ambos bloques y entre los más representados o apoyados demoscópicamente dentro de la derecha o la izquierda ante unas elecciones. Será (confío) la mejor forma de que los debates aporten más datos reales a la ciudadanía sobre proyectos, propuestas, nivel de conocimiento, capacidad de empatía, solidez, disposición al diálogo, coherencia ideológica, inteligencia emocional, etcétera. Será (espero) la mejor forma de restar eficacia a este bucle ruidoso que inunda medios y redes sociales de desinformación, intoxicación, propaganda barata y hasta usurpación de identidades.

Lo que a mí me preocupa profundamente es el hecho de que ese presunto triunfador del debate, Santiago Abascal, se permitiera durante casi tres horas ir soltando, en todos y cada uno de los bloques, propuestas anticonstitucionales y antidemocráticas una tras otra. Desde la disolución del Estado de las Autonomías a la ilegalización de los partidos separatistas; desde la detención de dirigentes políticos a la persecución de inmigrantes; desde la criminalización de los menores migrantes no acompañados a la demonización de los servicios públicos; desde el desprecio insultante a la libertad sexual a la imposición de un Estado ultracatólico; desde la negación de los crímenes franquistas al rechazo descarado de la igualdad entre hombre y mujer… Todo ello basado en presupuestos falsos o manipulados, y todo ello con las únicas objeciones, contundentes pero puntuales, de Iglesias y Sánchez, pero sin reproche alguno por parte de Casado y Rivera (más allá de la crítica a Abascal por proponer la “eliminación de chiringuitos autonómicos” cuando ha vivido siempre a costa de esos “chiringuitos”).

No voy a discutir los argumentos de quienes sostienen que frente a un discurso xenófobo, ultraderechista, sexista y fascista es preferible ignorarlo, no responder, mirar para otro lado. Ese tratamiento fue probado sin demasiado éxito en Alemania, Italia, Austria o Francia, y no ha habido más remedio que entrar en la confrontación de datos e ideas a medida que el monstruo iba creciendo. Es muy preocupante que ni Casado ni Rivera tengan la altura política suficiente para distinguir entre las legítimas y respetables posiciones conservadoras o liberales y las obligaciones mínimas de cualquier demócrata. Es deseable, lícito, enriquecedor y conveniente discutir opciones confrontadas sobre políticas económicas, fiscalidad, mercado laboral, educación o fórmulas contra la despoblación. Pero es simplemente obligatorio desde un punto de vista político y ético defender la democracia y denunciar sin ambages el fascismo. PP y Ciudadanos pueden seguir apoyándose en Vox para ejercer el poder en comunidades autónomas o (sin la menor duda si los números lo permiten el 10 de noviembre) para gobernar España, pero deben asumir sin disimulos que están blanqueando a quienes pretenden destruir la propia democracia. Lo cual los sitúa donde ya los venía acercando su actitud sobre la exhumación de Franco del Valle de los Caídos o su empeño en contradecir las sentencias del Constitucional sobre Cataluña: más próximos a la extrema derecha iliberal que a ese neoliberalismo del que presumen en lo económico para satisfacción de los poderes financieros. Ser demócrata significa ser antifascista. No hay otra manera de serlo. Desde la izquierda y desde la derecha.

Y me preocupa sinceramente que desde las fuerzas de izquierda se esté cayendo (una vez más) en la trampa discursiva del marco que interesa a la derecha. El nuevo y único tablero de debate parece instalar que el 28 de octubre el voto progresista superó por muy poco al conservador por el “miedo al fantasma de la ultraderecha”, y que una vez “superado” ese “falso temor” hay que devolver el poder a quienes supuestamente garantizan “el orden, la seguridad y la estabilidad económica”. Si yo fuera asesor (o spin doctor) de los candidatos progresistas no les dejaría caer en la peligrosa comodidad de pensar que “todo lo que suma Vox resta al PP” (una máxima pragmática que transmiten desde Moncloa y desde el PSOE). Más bien procuraría difundir por tierra, mar y aire los numerosos cortes de vídeo de Abascal defendiendo que España regrese a los tiempos de la represión, la delación, el centralismo, la injusticia y la oscuridad, ante el silencio cómplice de Casado y Rivera (este último, por cierto, sacando de su bazar un listado de competencias transferidas a Cataluña como si no fueran otra cosa que el cumplimiento del propio Estado autonómico y de la Constitución).

Concluir de este único debate entre los cinco candidatos a la presidencia del Gobierno que cada cual ha cumplido más o menos sus objetivos, excepto Rivera (con su bazar y su adoquín), y que quien más beneficio electoral obtiene es Abascal (ese nostálgico del franquismo apadrinado por Aznar, Mayor Oreja y Esperanza Aguirre que toda la vida ha cobrado del Estado Autonómico que ahora quiere desmontar) no es desacertado, pero sobre todo es alarmante. En términos de calidad democrática, pero también en términos de urgencias electorales. Sánchez y el PSOE parecen confiar en un crecimiento por el centro a costa de la debacle del hombre del adoquín, y en resistir en su competencia con Unidas Podemos y Más País gracias al cumplimiento de la exhumación de Franco y el anuncio de otras medidas (necesarias) de perfeccionamiento democrático y reparación a las víctimas. ¿Y si la transferencia posible de votos de Ciudadanos ya se hubiera producido en su mayor parte en abril? ¿Y si esa duda sostenida sobre la posibilidad de acuerdos de gobernabilidad con una derecha dedicada sin pudor a dar carta de naturaleza democrática al postfascismo desmovilizara a electores aún disgustados por una convocatoria electoral arriesgadísima?

Quedan tres días y medio de campaña, a ciegas por esa ofensiva legislación electoral que prohíbe el conocimiento de encuestas tratándonos como niños lerdos a ciudadanos adultos (ver aquí ver aquíla última, publicada este lunes por infoLibre). Y esto no va de sonoros anuncios de compromisos programáticos de última hora (falta la credibilidad que daría eficacia a esos anuncios). Más bien va de lo que Antoni Gutiérrez-Rubí (asesor y consultor político) advierte en su último ensayo. Se trata de “gestionar las emociones políticas”, eso que con demasiada frecuencia se ha despreciado desde la izquierda con una arrogancia digna de mejor causa, mientras la derecha lo exprime hasta el punto de tratar al votante como al capitalismo le gusta desde siempre: como consumidor antes que ciudadano racional. No lo planteo en términos de intereses partidistas o exclusivamente de confrontación derecha-izquierda. Como apunta Rubí, “las emociones también pueden ayudar a reconectar la política con la ciudadanía”. Desde la más sincera humildad, sugiero a Sánchez y a Iglesias que, con la ayuda de Íñigo Errejón, apelen menos a “mayorías cautelosas” o “gobiernos de coalición” y se vuelquen en transmitir la imperiosa obligación democrática de frenar el postfascismo

P.D. Cuesta entender, por cierto, que en los dos debates celebrados hasta ahora (el de RTVE del viernes pasado y el de la Academia de Televisión de este lunes), el resto de candidatos o candidatas hayan permitido a Abascal o a Espinosa de los Monteros presumir de recetas económicas y fiscales sin mencionarles siquiera los absolutos escándalos empresariales protagonizados por el matrimonio Espinosa-Rocío Monasterio (ver aquí) o por el líder de Vox en Andalucía, el juez Francisco Serrano (ver aquí). ¿Patriotas? Jetas.

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