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La gran paradoja del 21A: un Parlamento más soberanista, una ciudadanía menos independentista

Buzón de Voz

Otra España... sin complejos

Han asomado este sábado de enero a la tribuna del Congreso dos formas de entender España y la democracia. Dos formas de abordar su presente, su futuro y la comprensión de su pasado. Dos visiones de lo que suponen los retos sociales, económicos, climáticos y políticos del siglo XXI. Dos maneras de ser patriotas y, sobre todo, demócratas.

Más allá de los duelos dialécticos propios de un debate de investidura en tiempos marcados por el ruido, el insulto y la disputa por el tuit más celebrado, lo trascendente para la sociedad representada en el Parlamento es si de él surgen acuerdos capaces de aportar soluciones a los problemas reales de la ciudadanía. El martes comprobaremos si se confirman los apoyos suficientes para el Gobierno de coalición pactado por el PSOE y Unidas Podemos, pero la primera jornada del proceso de investidura ya permite asegurar que existe un bloque de fuerzas (dentro y fuera del Congreso) dispuesto a deslegitimar (como sea) una vía progresista capaz de desatar el nudo que ha atascado la gobernabilidad desde 2015.

Ese “principio de realidad” es el que ha sujetado desde el inicio el discurso de Pedro Sánchez para justificar su evolución desde la investidura frustrada del mes de julio hasta hoy. ¿No había dicho usted que jamás compartiría gobierno con Podemos y que nunca buscaría el apoyo del independentismo? Pregunta letal de arriesgada respuesta. Y sólo hay una creíble desde la convicción democrática: es la que dicta el resultado electoral del 10 de noviembre. Se podrá reprochar a Sánchez una elasticidad camaleónica, no su capacidad para asumir y gestionar la realidad política. Las urnas castigaron a las izquierdas por la frustración provocada por su desencuentro tras el 28 de abril, y mantuvieron la fuerza del separatismo, pero decretaron también la derrota de las derechas y el rechazo a su discurso hiperbólico y apocalíptico. Estas basaron su mensaje en una doble afirmación: si gana la izquierda se rompe España y se garantiza un desastre económico. Y una mayoría de votantes (con todas sus diferencias y matices) decidieron dar prioridad al diálogo político sobre la vía exclusivamente judicial y reprochar el fracaso del neoliberalismo como presunta única vía contra una desaceleración que arrastra la dramática mochila de una galopante desigualdad.

La consideración de “apestados” a los escaños representantes de los nacionalismos periféricos ha sido clave en el bloqueo político desde 2015, al imponerse el marco de debate público establecido por el nacionalismo español. Y este es el axioma principal que puede quedar sepultado en esta compleja investidura. Gracias al entendimiento entre Sánchez e Iglesias forzado por las urnas, la izquierda afronta por primera vez sin complejos el debate sobre la definición de España, del patriotismo, de la democracia… hasta ahora conceptos secuestrados por un conservadurismo que ha ocupado todos los espacios de poder institucionales desde el final del franquismo. Se trata de elegir entre el enriquecimiento que aporta esa pluralidad y el empeño en sepultarla por la vía penal. Quién traiciona más a los españoles: ¿Los que abiertamente defienden separarse de España o los que despojan de derechos sociales a sus ciudadanos? Ya hemos argumentado reiteradamente (ver aquí, antes de los comicios del 28-A), que es más necesaria que nunca “la valentía de los traidores”, y resulta reconfortante escuchar desde la tribuna del Congreso compromisos de gobierno que proponen el respeto a los principios de los demás y la “renuncia a los sectarismos”.

“No se va a romper España, no se va a romper la Constitución; lo que se va a romper es el bloqueo a un gobierno progresista”, proclamó Sánchez en el preámbulo de su discurso. Y en esa misma línea culminó Pablo Iglesias el suyo unas horas más tarde: “Defenderemos la democracia con la ley, con la ley, con la ley…” Escuchados los discursos de Pablo Casado, de Santiago Abascal o de Inés Arrimadas se confirma que no les importa en absoluto un compromiso que por otra parte es una obviedad: nadie podrá saltarse el llamado “marco jurídico-político”. Demuestran precisamente muy escasa confianza en la fortaleza de las instituciones democráticas quienes propagan la especie de que los acuerdos de investidura incluyen la destrucción del Estado. Es tan significativo como decepcionante que el principal líder de la oposición, Pablo Casado, responda a la propuesta de intentar resolver políticamente un “conflicto político” amenazando al candidato a presidente con llevarlo a los tribunales por “prevaricación” si no exige de inmediato la inhabilitación de Torra. Un detalle que convierte a Casado en telonero de Santiago Abascal, quien una vez más ha reclamado directamente “detener a Torra”. Desprecio mayúsculo a la separación de poderes.

Que este proyecto de gobierno de coalición progresista debe blindarse ante los riesgos de involución es evidente (ver aquí la argumentada advertencia de mi compañero Javier Valenzuela). Que los acuerdos alcanzados por el PSOE con ERC y con otras fuerzas no desbordan en absoluto la arquitectura constitucional puede comprobarse fácilmente leyendo los textos de esos pactos (pinche aquí) o los análisis de expertos, tanto sobre la posible consulta ciudadana (ver aquí) como sobre la Mesa bilateral (ver aquí). Si uno tuviera que hacer un reproche al discurso de Sánchez este sábado sería precisamente ese reto al PP de que está a tiempo de sustituir con trece abstenciones suyas las comprometidas por el independentismo de ERC. Entiendo que se trata de denunciar (como también ha hecho Iglesias) la hipocresía de la derecha al erigirse en “patriotas” que prefieren permitir la supuesta ruptura de España antes de facilitar la gobernabilidad, pero echo en falta un compromiso de fondo: aunque ERC no permitiera finalmente un gobierno progresista, los principios políticos sobre Cataluña y la arquitectura del Estado deberían ser exactamente los mismos: la crisis constitucional se resuelve con el diálogo político, no simplemente con la aplicación (obligatoria) de la ley.

Si no surgen sorpresas de última hora, el martes obtendrá Sánchez una mayoría ajustada para aplicar el programa pactado con Unidas Podemos y para articular por primera vez en España un gobierno de coalición progresista. Sus principios, compromisos y valores han sustentado la segunda parte del discurso de investidura del candidato. Deberían ser, en circunstancias de normalidad democrática, la esencia del debate público. Porque ahí se desgranan las medidas concretas contra la desigualdad, las que exigen la emergencia climática, la revolución digital, la globalización especulativa, la precariedad laboral o la España vaciada. Si esa base de acuerdo resiste la presión de todas las fuerzas involucionistas y se plasma en un pacto de presupuestos que permita la gobernabilidad durante dos o tres años, es posible que en pocas semanas empecemos a debatir mucho más sobre la justicia social y menos sobre los sentimientos (respetables) de identidad.

P.D. Ha querido el azar que la fecha de este 4 de enero coincidiera con el centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós y el 60 aniversario del accidente que segó la vida de Albert Camus. Produce sonrojo el intento de las derechas de apropiarse el testamento ético e ideológico del autor de unos ‘Episodios Nacionales’ absolutamente vigentes (por desgracia). Galdós representa los principios republicanos y socialistas desde el respeto a la diferencia. Camus dejó una reflexión clave para estos tiempos difusos: “Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea acaso sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se detenga”. Ese es probablemente, una vez más, el riesgo que corremos si no avanzamos. Y el Nobel franco-argelino advirtió en otro texto contra el principal obstáculo: “La estupidez insiste siempre”. (Y también los intereses sectarios y crematísticos, añadiría yo). 

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