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Abascal sabe lo que se hace

Javier Valenzuela

A la hora en que escribo este artículo no se sabe muy bien qué votará el PP de Pablo Casado en la moción de censura contra el presidente Pedro Sánchez presentada por Vox. En mi opinión, eso tiene menos importancia que algo de lo que estoy seguro: que los exabruptos que Vox soltará en el Congreso de los Diputados contarán no solo con el aplauso de sus votantes, sino también con el de muchísimos del PP. Por eso, precisamente, la ha presentado Santiago Abascal. Para dejar constancia de que la España autoritaria, nacionalista y cabreada que él abandera va más allá del actual peso institucional de Vox.

Se vive más tranquilo creyéndose cuentos de hadas. Por ejemplo, gran parte de los demócratas españoles han preferido esconder la cabeza debajo del ala cual avestruz frente al hecho de que, desde su nacimiento mismo, el electorado del PP contaba con un contingente millonario de nostálgicos del franquismo, católicos fundamentalistas, hispano-nacionalistas y otros reaccionarios incombustibles. Era mucho más cómodo imaginar que ese contingente era residual y que la gran mayoría de los que votaban a José María Aznar, Esperanza Aguirre o Mariano Rajoy eran democristianos y liberales, gentes templadas e ilustradas del centroderecha.

No, la extrema derecha siempre ha sido un componente troncal del PP, pero, en tiempos en que se valoraba la democracia y el europeísmo, lo disimulaba todo lo que podía. Eso dio lugar al absurdo mito de que la España posfranquista no tenía fascistas, estaba inmunizada para siempre frente a la peste parda. Hasta que, del seno del PP, nació Vox y consiguió enseguida más de medio centenar de diputados.

Aún hoy existe esa falsa percepción en las jeremiadas con las que tantos comentaristas instan a Pablo Casado a adoptar la senda de la moderación, el centrismo, el consenso y el sentido de Estado, como si eso fuera lo natural del partido fundado por el exministro franquista Manuel Fraga. Cada vez que escucho a esas almas de cántaro me pregunto si es que nunca salen a la calle.

Otro error crónico de los demócratas, y en particular de los más progresistas, es pensar que los disparates de ultraderecha solo calan en las clases acomodadas. Una y otra vez se preguntan con estupor cómo es posible que tanta gente de las clases trabajadoras y populares vote en contra de sus intereses objetivos -mejores condiciones laborales y salariales, sanidad y educación públicas, gestión honesta del dinero de los contribuyentes, políticas de igualdad…- y se adhieran a los cantos de sirena de los que jamás señalan con el dedo a los verdaderos culpables de sus desgracias y siempre estigmatizan a terceros aún más débiles. Es evidente que los que así reaccionan ante los triunfos electorales de la derecha extrema y la extrema derecha minusvaloran el peso que pueden tener los factores subjetivos e ideológicos cuando son promovidos por una propaganda intensa y eficaz.

Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos en 2016 porque, en un portentoso truco de prestidigitación, convenció a millones de varones blancos empobrecidos y cabreados de que él, un multimillonario parlanchín, iba a defenderlos mejor que nadie. A dos semanas de los nuevos comicios presidenciales, Trump sigue contando con el apoyo de muchos de ellos. Quizá esta vez no le sean suficientes para ganarle al soso de Joe Biden, pero puede que le sean útiles para negarse a aceptar una derrota. Una parte de la norteamericana White Trash -la expresión no es mía, es nacional- está armada y hasta organizada en milicias. Con eso y con los jueces conservadores del Supremo, Trump puede liarla parda a partir del 3 de noviembre.

En su libro Escucha hombrecillo, Wilhelm Reich se dirigió a los millones de austriacos y alemanes pobres entusiasmados con un Hitler que les decía que laculpa de sus males la tenían los rojos, los judíos, los demócratas y demás gentes no auténticamente arias. Les habló con toda claridad: le tenían miedo a la libertad, preferían formar parte de un rebaño dirigido por un pastor mandón y vociferante. Como lo preferían los partidarios de Mussolini. Las Camisas Negras italianas y las SA alemanas reclutaban principalmente entre tipos que vivían en la pobreza o la estrechez.

Ahora ya no se llevan los uniformes y los correajes, pero las ideas básicas de la ultraderecha son las mismas. Los malvados son los progresistas, los defensores de los derechos de las mujeres y los colectivos LGTBI, los inmigrantes y, en el caso español, los republicanos y los nacionalistas vascos y catalanes. Todos aquellos, va a decir Abascal en la Carrera de San Jerónimo, que apoyan a Sánchez y su gobierno. Los que, con el pretexto de la pandemia del coronavirus, pretenden coartar las libertades de ir a las tabernas, organizar corridas de toros y hacer negocios privados con dinero público.

Abascal es un jeta que jamás ha trabajado en la empresa privada ni ha hecho el servicio militar, y que, siendo diputado, se compra buenas propiedades sin declararlas al Congreso. Pero políticamente sabe lo que se hace. Ha montado el circo de su moción de censura para que los votantes del PP le vean como el caudillo duro y osado que necesita su España. Al igual que Trump y los demagogos ultras de los años 1930, sabe que el griterío desaforado ahoga la razón y la libertad.

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