El No-Do del Apocalipsis

Me gustó que, en su último artículo en infoLibre sobre la guerra de Ucrania, Jesús Maraña arrancara confesando que este conflicto le suscita "muchísimas más dudas que certezas". Tal es mi caso y, a tenor de algunas conversaciones sostenidas en las últimas semanas, el de una minoría silenciosa. Pero Voltaire tenía razón cuando señalaba que "la duda no es un estado demasiado agradable". La certeza, en efecto, es mucho más cómoda, máxime si coincide con la opinión de una amplísima mayoría.

Me temo que solo por decir esto pueda ser malinterpretado, así que volveré a reiterar que ni me gustaba la Unión Soviética ni me gusta la Rusia neozarista de Putin. Escribí hace ya años que el inquilino del Kremlin me parece un autócrata nacionalista, y escribo ahora que me asquea su invasión de Ucrania. Pido un alto el fuego inmediato, que Putin haga callar hoy mismo sus armas. Luego, me gustaría que una negociación diplomática a varias bandas restableciera la libertad y la neutralidad de Ucrania, un país integrado en la Unión Europea, aunque no en la OTAN, que respetara las peculiaridades de sus minorías y territorios rusófonos.

Esto, sin embargo, no me impide ver grietas preocupantes en la versión oficial del atlantismo. Comparto lo que escribió Ignacio Sánchez-Cuenca en CTXT: "Se puede sostener a la vez que el problema de seguridad creado por la expansión de la OTAN explica la invasión y que Rusia es responsable de haber iniciado una guerra con un coste terrible e inaceptable".

Hay verdades que no son contradictorias. Pienso que no es contradictorio condenar la actuación de Putin en Ucrania como lo que es –una brutal agresión– con señalar que el expansionismo de Estados Unidos y sus aliados hacia el Este era un modo de tocarle las narices al oso ruso y arriesgarse a que reaccionara violentamente. O que el castigo que se le está aplicando a la Rusia de Putin no se le aplicó al Estados Unidos de la invasión de Irak. O a la Arabia Saudí que bombardea Yemen. O a la ocupación militar y el apartheid que practica Israel desde hace medio siglo en los territorios palestinos de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Oriental. El doble rasero es notorio.

Valoro la duda, el territorio del Quijote cervantino, de la inteligencia de Voltaire y de la única fortaleza que reivindicó Camus en su discurso en Estocolmo. Y desconfío de las unanimidades absolutas. Por ejemplo, la unanimidad, belicista según Jonathan Cook, que ahora impera en nuestros medios de comunicación. Me temo que nuestro periodismo vuelve a perder su alma democrática si acepta de buen grado la censura oficial de las televisiones rusas, se hace eco de la galopante rusofobia, no acepta el menor matiz discrepante y da automáticamente por buenas todas las declaraciones de una de las partes.

Quizá comprendan cuál es la Ucrania que amo si les digo que allí nacieron dos de mis personajes favoritos del siglo XX: el anarquista Néstor Majnó, que terminó siendo aplastado por los bolcheviques, y el escritor soviético Vasili Grossman, al que la censura soviética causó un inmenso dolor al secuestrarle su novela Vida y destino. Creo que la actual Ucrania tiene todo el derecho a hacer propaganda de guerra, a intentar desanimar a sus invasores y alentar a sus luchadores de este modo. Pero el periodismo no puede dar por cierto todo lo que digan sus portavoces, no puede presentarlo como verdad indiscutible.  En cualquier circunstancia, el periodismo debe contrastar las noticias, debe verificar lo que afirman unos y otros. Me aflige que el periodismo parezca estar perdiendo una nueva guerra frente a la propaganda.

Y me aflige especialmente la conversión de los informativos de nuestras cadenas de televisión en lo más parecido al No-Do del Apocalipsis. La guerra de Ucrania ha llevado al paroxismo el patrón de conducta dominante durante la pandemia de coronavirus. Total unanimidad. Interminables telediarios monotemáticos. Puntos de vista absolutamente maniqueos, sin el menor matiz, la menor sutileza, la menor discrepancia, la menor duda. Blanco o negro, ángeles o demonios, superhéroes o supervillanos. Enfoques teatrales y sensacionalistas. Triunfo del espectáculo trepidante frente a la información reposada. Cultivo de los sentimientos de miedo y angustia.

Irene Lozano ha escrito en elDiario.es: "Me digo a mí misma que tengo derecho a no saber el número de la calle donde ha caído el último misil, a no oír la sirena antiaérea en directo como si fueran a bombardear mi barrio, a no ver la foto del soldado que están enterrando o un pie sucio rodando por una fosa común. Tengo derecho a ser informada sin ser angustiada". No puedo estar más de acuerdo. Como Lozano, procuro hacer un uso selectivo y moderado de las noticias en estos tiempos de permanente llanto y crujir de dientes.

El pasado 15, día de los Idus de Marzo, cuando una nube de polvo anaranjado ahogaba media España, un amigo me dijo en tono bromista que podía imaginarse a las cadenas de televisión frotándose las manos ante la posibilidad de que la siguiente catástrofe sea una guerra nuclear, una invasión de los extraterrestres o la caída de un meteorito. Asentí y me acordé de lo que escribe Éric Vuillard en El orden del día: "Cuando el humor tiende a tanta negrura, dice la verdad". Sí, nuestra televisión vive ya desde hace un tiempo en el Armagedón, el día de la Bestia.

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