@cibermonfi
Rivera, muy de derechas
A Albert Rivera también se le nota que es muy de derechas en su tendencia al griterío, el tremendismo, la sobreactuación. El pasado lunes, aún no había salido de Moncloa el coche de Quim Torra y Rivera ya estaba profetizando que Pedro Sánchez se había rendido al independentismo catalán. No era esa la percepción de la gente tranquila y sensata. Más bien daba la impresión de que Sánchez y Torra solo habían conversado educadamente, y de que tan solo esto confirmaba el inicio del deshielo en un conflicto que nunca tendría que haber alcanzado el calentamiento que alcanzó.
¿No les recuerda Rivera cuando suelta sus despropósitos al PP que acusaba a Zapatero de destruir la familia por proponer el matrimonio homosexual, de romper España por apoyar una reforma del Estatuto de Cataluña y de traicionar a las víctimas del terrorismo por querer acelerar el fin de ETA? Ese PP de argumentos tabernarios para hooligans proclives a la exaltación que incluso sugería que Zapatero estaba medio compinchado con ETA en los atentados del 11-M.
Es normal que se lo recuerde. Rivera tiene el mismo fondo de comercio que el PP –el derechismo nacionalista español–, solo que ha empezado a ganárselo a partir de su sector más joven y urbano. Ya dije aquí que lo considero el hijo político de Aznar, y me reitero en la afirmación. Tan solo Casado le disputa hoy la herencia, pero les confieso que a mí me cuesta distinguir, incluso físicamente, entre uno y otro.
Nos habríamos ahorrado meses de zozobra y crispación si Rajoy no hubiera sido tan vago, tan previsible y tan inmovilista, si se hubiera sentado a hablar con Mas y Puigdemont. Hablar no es conceder, ni mucho menos rendirse. Hablar es, como escribía ayer Benjamin Prado, lo propio de la especie humana. Yo hablo y tú escuchas, tú hablas y yo escucho. Igual encontramos algún terreno intermedio entre lo tuyo y lo mío. Y si no lo encontramos, aquí paz y allá gloria.
Pero Rivera, como el PP cuando está fuera del Gobierno, vive de la crispación. Nació del choque de nacionalismos en Cataluña y creció en los últimos dos años cuando la extraordinaria estupidez del Procés le permitió extender ese choque al conjunto de la piel de toro. Ahora, tras la conversación de Sánchez y Torra, vamos a tener que escucharle nuevas majaderías. ¡Sánchez le ha concedido a Torra una comisión bilateral! ¡El PSOE ha escrito un tuit en catalán? ¡Hasta han nombrado seleccionador a Luis Enrique, que viene del Barça! ¿Qué será lo próximo? ¿Hacer obligatorio en todo el territorio patrio el pa amb tomàquet?
Llevo tres años esperando atemorizado la llegada a Madrid de esos soviets que, según profetizó Esperanza Aguirre, iban a adueñarse de la capital tras la victoria de Manuela Carmena en las municipales. Pero no los veo por ninguna parte. Como tampoco veo a los piquetes de batasunos que iban a tomar el poder en Euskadi, Navarra y toda España como consecuencia de la política de Zapatero. Aunque igual lo que ocurre es que esos augurios ya se han cumplido pero yo no los percibo, cegado como estoy de complicidad con los eternos enemigos de España: el independentismo catalán, los piratas informáticos de Putin, el bolivarismo venezolano y los ayatolás iraníes.
En 2017, algunos –pocos, muy pocos– dijimos que el toro del independentismo catalán quizá no fuera tan fiero si el Gobierno central bajaba al ruedo a lidiarlo. A lidiarlo políticamente, aquello de ya sabes que tu mayor pretensión –la independencia– no te la voy a conceder ni de coña, pero quizá podamos reformar esto y aquello. Y quizá también pueda darte algo de cariñito. ¿Hablamos? ¿Parlem?
A los que sugeríamos esta vía se nos llamó de todo, incluso por parte de mucha gente del PSOE. Pero, en fin, pelillos a la mar. Sánchez ha sido inteligente al adoptarla, y, fíjense, el cielo no se ha derrumbado sobre nuestras cabezas. Parece incluso que, como era fácil de intuir, una parte sustancial del independentismo reduce sus exigencias.
¿Tengo que repetir que el independentismo va contra mi deseo no ya solo de mantener la unidad de España –aunque no como la entendía Felipe V, ni tan siquiera con el caduco modelo autonómico–, sino de construir una República Federal Ibérica insertada en unos Estados Unidos de Europa? ¿Debo reiterar que el Procés me pareció desde el principio de una inoportunidad absoluta? ¿Que lamento mucho que el Procés y la reacción que suscitó en el nacionalismo más grande y fuerte –el españolista, el que cuenta con un Estado– nos llevara a una guerra de banderas cuando a la gente, a uno y otro lado del Ebro, lo que le amarga la vida son las pensiones y salarios de mierda, los recortes en sanidad y educación, la corrupción política y empresarial?
Bueno, si es menester repetirlo, lo hago. Pero permítanme que concluya añadiendo que siento vergüenza ajena por aquellos amigos socialistas que hace apenas dos años intentaban presentar a Albert Rivera como una figura clave para el progreso y la regeneración de España. Es, recuerden, lo que hizo el mismo Sánchez en su fallido intento de investidura de 2016. Me alegro, eso sí, de que muchos ya no lo hagan, sitúen ahora a Rivera donde siempre estuvo: en la derecha de toda la vida por mucho maquillaje superfashion que se ponga.