Mala Hierba
La crisis (de la mediana edad)
La crisis de la mediana edad era ese momento donde nos enfrentábamos al paso por el ecuador de la vida, ese punto donde por primera vez había transcurrido más tiempo del que nos restaba y las dudas sobre lo conseguido aparecían inquisidoras. No se trataba ya de saber qué camino había que tomar, sino de si el que se estaba andando conducía a alguna parte. La crisis de la mediana edad era el momento de cuestionarse a uno mismo, a veces con abnegación, a veces con angustia, casi siempre con la inquietud de saber si uno podía ponerse frente al espejo de las expectativas de la juventud y salir airoso en el reflejo.
Como todas las crisis, la forma de enfrentarse a la encrucijada dependía en gran medida del tiempo libre a nuestro alcance. Quien podía permitirse la introspección corría el riesgo de acabar sumido en la nostalgia o impulsado por el delirio de que aún estaba a tiempo para cambiarlo todo. La mayoría, para los que la conversación con uno mismo se limita a ese momento que hay del trabajo a casa, resolvían que las cosas eran como eran y que, aunque casi nunca nada es como lo esperado, cuando el futuro es aún incógnito, tampoco había ya tiempo, ganas ni dinero para cambiar el puesto de administrativo por una fulgurante carrera como futbolista.
Algunos, a los que las dudas les apretaban más fuerte que el nudo de la corbata o les pesaban tanto como el mono sucio por la faena, optaban por la amante, que es esa persona que buscamos para encontrar por un tiempo, que suele acabar mal y pronto, lo que querríamos significar para los demás. Otros optaban por comprarse un coche ridículamente grande, de aventurero de escaparate, con el que un fin de semana se lanzaban al monte hasta que los forestales tenían que ir a sacarles de alguna zanja. En los casos de mayor gravedad dejarse una melena cuidadosamente descuidada, cincelar los abdominales o convertirse en la estrella del karaoke destrozando éxitos de la canción ligera, marcaban la personalísima fiebre milenarista. Hemos tenido dos presidentes que, salvo lo del micrófono, han optado a casi todo el pandemonio detallado en el párrafo.
Que la crisis de la mediana edad estuviera siempre asociada a la masculinidad tiene una explicación plausible: las mujeres, aun pudiendo ser tan potencialmente gilipollas como los hombres, suelen tener más decoro hacia sí mismas. Siendo menos costumbristas, que muchas de ellas tuvieran sobre sus hombros el peso de la crianza, además del empleo remunerado, provocaba que el tiempo disponible para los amantes o el deporte de aventura fuera considerablemente menor. Durante demasiados siglos a las mujeres se les dio un itinerario marcado que arruinó no sólo las expectativas personales, sino también algunas protagonistas que hubieran sido necesarias para que este mundo hubiera sido diferente.
Eso antes. Antes de que todo cambiara tanto que ni siquiera haya espacio para que la crisis de la mediana edad se marque con un momento más o menos compartido. Ahora, al parecer, las revistas de tendencias, el nuevo psicólogo colectivo, hablan de los 55 años como el punto de inflexión. Lo lógico, si atendemos al tiempo disponible, es que este conflicto entre realidades y expectativas se diera pasados los 40 años. El problema es que hoy con esa edad apenas nos hemos desperezado de una juventud tan pueril como prolongada. Algo, la juventud, que apenas ocupaba unos pocos años antes de la Gran Guerra, se convirtió, pasadas esas décadas de tumulto y sangre que finalizan en 1945, en el nuevo tesoro identitario y comercial. Los chicos de la casa de la bomba y todo aquello.
Hoy y aquí, a los cuarenta, coleccionamos tal reguero de relaciones y amantes que una más no vale sino para recordarnos la tristeza del día después. El amor, como casi todo, depende de las condiciones de existencia y cuando los contratos se hicieron eventuales todo lo demás, incluida la cama y el compromiso, tomó la misma indeterminación. Hoy y aquí ya nadie se aburre de la vuelta cotidiana al hogar porque sólo tenemos casa a ratos: alguien decidió que el derecho fuera también un bien de mercado. Hoy y aquí tener hijos se está convirtiendo en una especie de marcador social de quién sabe qué va a ser de su vida por un tiempo que se puede contar en algo más que meses. Todo ese mundo del tedio ha sido sustituido por el mundo de la indeterminación. La crisis de la mediana edad ya sólo existe como ese episodio, cruzados los cuarenta, en el que te preguntas si eres peor persona de lo que siempre habías esperado ser hasta que una notificación te saca del agujero.
Los que nacimos alrededor de 1980 tuvimos la suerte de contar con una infancia y una adolescencia sostenida por las condiciones de la seguridad y la certeza. No es que a nuestros padres no les pudiera asaltar el paro o al país una crisis, es que al menos el contratiempo siempre tenía un aire pasajero. Con la llegada del nuevo siglo y de nuestra juventud, cuando España era una fiesta, una grotesca y acelerada, como la del inicio de La gran belleza, a nosotros se nos dispararon las expectativas como se disparó la especulación del suelo. De hecho, la sensación, en la calle y la academia, de que la historia había acabado hizo que hasta careciéramos del simple concepto de posibilidad: para qué pensar en el devenir si el éxtasis estaba tirado de precio.
Y pasó lo que pasó aquel 15 de septiembre de 2008, cuando Gabilondo nos contó por la tele que la fiesta había terminado. Aquella crisis no sólo limitó lo que se supone que podíamos haber sido, sino que quebró ese momento donde lo importante empieza a suceder en la vida de una persona. Esta, la de las mascarillas y el confinamiento, una que no es más que el accidente plausible sufrido por un mecanismo que estaba ya sobrepasado, nos ha puesto un fin definitivo a la esperanza, que estaba exhausta, de que nuestra vida se pareciera, aunque fuera un poco, a aquella seguridad en la que nuestros padres edificaron sus cimientos. Es lo que hay, decimos: fatalismo en zapatillas.
Mientras que la actual crisis de la mediana edad a muchos ya no nos da ni para amante ni para hacernos estrellas del karaoke, a lo sumo para esquivar una mañana más el cinismo, ese chapapote de espíritu, se diría que nuestro país ha entrado también en una crisis de la mediana edad constitucional donde nuestra sociedad se está empezando a comportar de una manera más atolondrada de la que realmente nos podemos permitir. Mientras que en el terreno personal las imbecilidades se pueden curar con el gesto de desaprobación de un amigo, en el ámbito de lo social cuesta encontrar esa mirada firme y cariñosa que nos diga: por aquí no vas bien.
Vivimos un momento donde se entrecruzan el saludo fascista con la autofoto, filtro de belleza activo, en la red social. Uno donde nos sentimos inmunes en nuestra especificidad cuando el capitalismo nos arroja por la borda del barco de la historia. Uno en el que hemos antepuesto la frase motivacional al sindicato. Uno donde la mentira se amortiza con el índice de audiencia. Uno donde no sabemos si somos parte de la mala hierba o, a lo peor, los que se piensan unos jardineros dispuestos a segarla por el bien de la patria. Las crisis nos pueden llevar al ridículo personal. Las crisis pueden llevar a los países a algo mucho peor cuando buscando las certezas colectivas sólo encontramos promesas de los trileros del individualismo.
Tengan cuidado, con cuarenta las resacas ya no sientan igual.