Plaza Pública

La derrota de Rajoy

José Sanroma Aldea

La derrota de Rajoy en su intento de ser investido presidente por el nuevo Congreso de los Diputados es, a día de hoy, perfectamente previsible.

Tan previsible que esa posibilidad cierta se está ocultando ante una opinión pública muy bien desinformada de dos modos complementarios.

UNO: mediante el coro mediático que presiona con la idea de que es una obligación democrática dejar gobernar a Rajoy porque ha ganado las elecciones. Esa engañosa idea pretende imponer, sin miramiento alguno, su ilegítimo fuero arropándose en otra perfectamente legítima (aunque manejada amenazadoramente como espada de Damocles): hay que evitar unas terceras elecciones.

Esa engañosa idea recibe ayuda de otras que no carecen de razonabilidad como, por ejemplo, la de que “puede y debe haber investidura antes de que acabe julio o en los primeros días de agosto”, expresada por Felipe González en El País y bien recibida por Rajoy, aunque éste hace oídos sordos a la exigencia de que modifique su programa.

También contribuyen –consciente o inconscientemente– a su exitosa difusión torpes expresiones sobre el resultado electoral; por ejemplo, la que lo resume en decir que “ha situado al PP en el Gobierno y al PSOE en la oposición”. Ese guiso se traga mejor dado el comprensible desánimo de quienes votaron a líderes y partidos cuyo compromiso electoral era apartar de la Presidencia del Gobierno a Rajoy y han visto que este es el único que ha crecido en votos.

DOS: mediante el silencio interesado sobre el sentido democrático del procedimiento de investidura, establecido en el artículo 99 de la Constitución.

La virtualidad democrática de ese procedimiento se ha de hacer valer cuando, como es el caso, el resultado electoral no ha despejado con nitidez la cuestión de quién presidirá el Gobierno y con qué programa político quedará obligado ante el Congreso que le otorgue la confianza.

Empecemos el análisis de la previsibilidad de la derrota de Rajoy a partir del examen de la aplicación del procedimiento.

Advierto de entrada que los preceptos que lo regulan fueron largamente debatidos en el proceso constituyente y experimentaron notables variaciones desde el texto inicial al vigente. El debate sobre la interpretación del mismo ha seguido, pero no ha traspasado, hasta el presente, el ámbito académico.

Hoy sí trasciende al ámbito político.

Y desde esta perspectiva debe ser abordado. Por una razón: en la frustrada legislatura pasada se produjeron dos anomalías constitucionales que favorecieron la estrategia de Rajoy y contribuyeron a la repetición de elecciones. Las expuse en estas páginas.

El Rey, tras su ronda de consultas, está obligado a proponer un candidato a la Presidencia. Y aunque no se le fije plazo, debería hacerlo de inmediato. Por razones obvias.

Ya sabemos a quién propondrá. Este aspecto sí ha quedado despejado por el resultado electoral y por la respuesta al mismo de los líderes políticos la misma noche electoral. El PP se ha ganado en las elecciones el derecho a que el Rey nombre candidato a su hoy omnímodo líder. No lo tendría si partidos que se aliaran sumaran más escaños que los que respaldaran al candidato del PP y de sus eventuales aliados. Es obvio que no estamos hoy en este caso.

Nominado como candidato por el Rey, Rajoy tendrá que presentarse de inmediato en el Congreso para solicitar la confianza a su persona y al programa político del gobierno que pretenda formar.

¿Llevará hechos los deberes que le permitan ganar la confianza del Congreso? Es su entera y exclusiva responsabilidad. De él y solo de él depende.

Algunos medios aún se atreven a afirmar que “en ningún caso contempla aceptar el encargo del Rey y estrellarse”. Pero esta vez no podrá escaparse como lo hizo en enero de este año. Esta vez no puede librarse de subir a la tribuna del Congreso. El Rey, esta vez, no puede consentir que Rajoy le chasquee como hizo la vez anterior. Ni debe aceptar que le maneje los tiempos. Tiene que cumplir, cuanto antes, la función de presentar un candidato al Congreso y hacerlo a través de su presidente.

Su estricta función es proponer candidato. En ningún caso hacer cálculo alguno de las posibilidades de éxito que tenga el intento de investidura. Si el cumplimiento de su función dependiera de que el propuesto contara con los apoyos precisos quedaría supeditado a este y al tiempo que este le marcara; en suma, a un bloqueo. Del éxito o fracaso de la elección del presidente del Gobierno responde exclusivamente el Congreso, no el Rey. El Rey no puede equivocarse en su propuesta, ni siquiera es responsable de ella, pues ha de ser refrendada por quien presida el Congreso. Está obligado a cumplir su función incluso aunque sepa que la persona que propone ni tiene ni puede tener los apoyos suficientes para ganar la investidura. Solo está obligado a proponer a quien, en el momento en el que culmina las consultas obligadas, tiene el mayor número de escaños.

Solo circunstancias excepcionales –derivadas de la anomalía constitucional que se produjo con la indebida renuncia de Rajoy–explican que el rey nombrara candidato a Sanchez y que este aceptara subirse a la tribuna del Congreso para desbloquear la situación e intentar ganar la Presidencia, aunque en condiciones más difíciles que si lo hubiera hecho tras el probable, más que previsible, fracaso del cuco Rajoy.

Desde esta perspectiva hay que plantear una demanda de clarificación respecto al contenido de los comunicados de la Casa Real de fecha 12 de abril y el consiguiente del 26 de la misma fecha. En el primero se anuncia una nueva ronda de consultas y en su punto 2 se dice: “La finalidad es constatar si, de la disposición que le trasladen los representantes de los grupos políticos con representación parlamentaria, SM el Rey puede proponer un candidato a la Presidencia de Gobierno que cuente con los apoyos necesarios para que el Congreso de los Diputados, en su caso, le otorgue su confianza, o en ausencia de una propuesta de candidato, proceder a la disolución de ambas cámaras y a la convocatoria de nuevas elecciones”. En el segundo se constataba  “que no existe un candidato que cuente con los apoyos necesarios” y en consecuencia el Rey comunicaba al presidente del Congreso que “no formula propuesta”.

Solo pueden aceptarse las consecuencias de esos textos en la medida que derivan de la anomalía con la que arrancó el procedimiento. Pero su contenido, en mi modesta opinión como jurista, no es aceptable. Y de aplicarse por el Rey, conduce a consecuencias institucionalmente indeseables.

La finalidad de las consultas no es constatar si el Rey puede proponer un candidato. El Rey está obligado a proponer, sea cual sea la aritmética parlamentaria y la combinación de sumas de escaños que hagan los partidos para elegir presidente. Esto depende de los congresistas y sus líderes  Al alcance jurídico del Rey no está influir en esa suerte. Por eso es libre para cumplir su función (proponer candidato) y no se la puede impedir nadie y menos aún los razonamientos equívocos de los comunicados de su Casa. Y por supuesto, y en consecuencia, el Rey no tiene ninguna responsabilidad en el fracaso de los candidatos que sucesivamente, si fuera el caso, proponga.

Si los razonamientos de tales comunicados se llevan a un desarrollo lógico podríamos vernos abocados a una situación en que el Rey no “puede proponer” porque nadie cuenta con “los apoyos necesarios” y así permanecer indefinidamente bloqueados porque el artículo 99 no le ha fijado ningún plazo para formular su propuesta. O a celebrar nuevas elecciones sin que nadie compareciera ante el Congreso. Absurdo.

Es más: tales razonamientos parecen obviar que el artículo 99.4 prevé explícitamente la posibilidad de que fracasen uno o más intentos de investidura pues, para ese supuesto, establece que “se tramitarán sucesivas propuestas”.

Conviene advertir que la presión mediática –al servicio de Rajoy, al socaire de la urgencia de la investidura y bajo la amenaza de terceras elecciones– da por supuesto que si Rajoy no es investido ahí acaba todo y nueva convocatoria electoral.

Nos guste o no hemos llegado a través de las últimas elecciones a un pluralismo político más complejo que los anteriores. Tiene su repercusión en el procedimiento de investidura: para que este cumpla su fin puede ser imprescindible hacer entrar en juego esa previsión del 99.4.

La complejidad de ese pluralismo expresa la respuesta ciudadana ante la situación de amenazantes fracturas: en el orden territorial (proyecto independentista en Cataluña que envía un mensaje muy negativo hacia la Unión Europea), generacional (precariado, pensiones en riesgo, deuda, discontinuidad de nuestra cultura política), social (desigualdades lacerantes mientras una parte no pequeña de la sociedad aguanta la crisis sin graves quebrantos) y, en suma, crisis política de nuestra democracia, por un funcionamiento de nuestras instituciones manifiestamente mejorable.

Todo esto nos indica que, en el momento estelar de la democracia representativa, la respuesta a ese complejo pluralismo político (y recuerdo que este es un valor superior de nuestro ordenamiento jurídico según proclama el artículo 1 de la Constitución) no puede ser en ningún modo: dejadme gobernar que tengo 137 escaños. Quien pretenda ser investido presidente y formar Gobierno para la España presente tiene que lograr confianza a su persona y ofrecer a los congresistas un programa político que le haga merecedor de su voto a favor o de sus abstenciones. Esto implica una necesaria elevación del nivel del debate político, de la seriedad en la oferta programática y en la respuesta. Al nivel de la difícil situación en España.

Volvamos al principio. Considero perfectamente previsible la derrota de Rajoy. Es cierto que en relación al resultado del 20D ha ganado 14 escaños. Esto de entrada solo le lleva de modo prácticamente inevitable a hablar en serio con los adversarios (cosa que no acostumbra) y a subir a la tribuna del Congreso. Pero hasta ahora no hay síntomas de que haya hecho nada significativo que pueda llevar a modificar la posición de los tres líderes (Sánchez, Iglesias y Rivera) que proclamaron ante los electores que votarían NO a la investidura de Rajoy. Y sus formaciones suman 188 votos frente a los 137 de Rajoy.

¿Puede cambiar esta situación? Por supuesto. Pero lógicamente Rajoy tendría que dar el primer paso. Serio. No lo es hacer “consultas regias”. Tiene que hacer propuestas a quienes pida voto afirmativo o abstención. Y en buena lid quienes las reciban tienen que darle respuesta razonada. Pero el esfuerzo principal debe ser el suyo. Tendría que ofertar algo que permitiera a esos líderes y a sus partidos cambiar y explicar ante sus electores razonablemente la posición que comprometieron, a la que quedan vinculados pero no atados. Esto es la democracia representativa.

Creo que Rajoy hoy por hoy no está en esto. El ninguneo a Rivera y la confianza puesta en Felipe González más que en el secretario general del PSOE así me lo muestran. Rajoy está muy crecido y no ha percibido que necesita cambiar de derroteros si quiere conseguir la investidura. Maquiavelo escribió: “Los hombres prudentes extraen mérito de las cosas siempre y en todos sus actos, incluso si han sido constreñidos a realizarlos por necesidad”. Creo que Rajoy no está dando muestra alguna de actuar con esta clase de prudencia.

¿Es deseable lograr la derrota de Rajoy? Mi respuesta es sí. Aunque solo fuera por razones de defender la Marca España. No podemos lograr influencia en el problemático devenir de la Unión Europea si mantenemos en la Presidencia del Gobierno a una persona que manchó de indignidad el cargo. Aunque haya sido el más votado, entre otras cosas porque a su partido y a sus electores no le ha dado la menor oportunidad de poner a otro al frente.

¿Qué sucedería si fracasa Rajoy? Está previsto en el artículo 99 de la Constitución. El Rey tendría que hacer consultas rápidas y proponer a otra persona que se presentara con otro programa. Por supuesto, no cabe descartar que fuera del mismo PP y esto es lo que, hoy por hoy, me parece más factible. Pero tampoco cabe descartar que en el proceso que llevara a la derrota de Rajoy las fuerzas que lo consiguieran hubieran logrado lo que hoy no tienen: capacidad y confianza para llegar a un acuerdo que desplazara del gobierno al PP.

En la derrota de Rajoy es decisiva la participación del PSOE. No es casual que toda la presión se centre indebidamente sobre el PSOE y Sánchez y no sobre el seguro candidato a la Presidencia y previsible derrotado. Es lógico que lo haga el PP y su enorme multicolor coro mediático. Ni Iglesias ni Rivera me parece que contribuyan todo lo que podrían a concentrar la presión en Rajoy. Y tampoco veo que haya habido solo aciertos en el modo que dirigentes socialistas han tratado de librar a su partido de la presión.

Creo que Pedro Sánchez se atrevió a intentar su investidura porque comprendía esa complejidad del pluralismo político y ofreció un pacto hacia C's y Podemos. No juzgo ahora el acierto que tuvo o dejó de tener. Se atrevió a intentarlo. Entre otros motivos porque renunciaba a las ventajas de un bipartidismo que ha sido incapaz de renovarse y que parece exhausto en su capacidad de atraer –menos aún concentrar– el voto de las ciudades; un bipartidismo al que es refractaria la juventud. C's y UP podrían reflexionar sobre las consecuencias de su autodeclarada incompatibilidad radical. Y el PSOE a no darla por irreversible y definitiva.

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Traigo esto a colación no para reivindicar la figura de Sánchez (como afiliado al PSOE le voté para secretario general) frente a Iglesias y Rivera. Lo hago para destacar que ahora la obligación común que tienen como líderes –más que reflexionar sobre la causa de esas pérdidas y a concluir si sus resultados han sido buenos, regulares, malos o pésimos– es decidir qué pueden conseguir con los millones de votos que han recibido. De esto tienen que responder ante sus electores. Estos no han votado en balde. Su voto vale y es tarea de sus representantes hacerlo valer ya.

Ahora.

Un deseable desarrollo impecablemente democrático del procedimiento de investidura ayudaría a que así fuera.

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