Desde la tramoya

El avión puede esperar

La llegada de Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno y sus primeros pasos como presidente me recuerdan, en una escala menor, sus primeros días como secretario general del PSOE.

Quien solo unos meses antes parecía un aspirante solo testimonial, frente a las vacas sagradas del momento, como Rubalcaba, Chacón o Susana Díaz, se convirtió por méritos propios y por abandono del adversario en flamante y brillante líder de la oposición socialista del momento. Su llegada elevó de inmediato la expectación y las expectativas de los socialistas y de sus votantes potenciales. La situación era complicada en extremo, porque tras la brutal crisis económica de 2008 y la pérdida del Gobierno en 2011, la credibilidad de los socialistas era prácticamente nula y buena parte de su electorado le había dado la espalda alineándose con esos jóvenes revolucionarios, apasionados y naturales que fundaron Podemos.

Pedro Sánchez encarnó un nuevo estilo que animó a los socialistas a recomponerse. Enfrentó sin contemplación el primer caso de clientelismo que le llegó (las tarjetas black de Caja Madrid). Desde la misma casa de UGT prometió derogar el famoso artículo 135 de la Constitución que sacralizaba el déficit cero como prioridad absoluta. Hizo buenos debates parlamentarios con Rajoy. Combinó un inteligente trabajo de calle (sus asambleas abiertas, su estilo cercano y directo), con una buena proyección internacional. El nuevo secretario general podía compartir sin complejos la fotografía con los héroes socialdemócratas del momento como Matteo Renzi o Manuel Valls.  Quienes le habían prestado su apoyo (prestado, no regalado), es decir, Susana Díaz y algunos otros barones socialistas, callaban observando al principio.

Y entonces, por cuatro naderías,  esos mismos líderes en principio aliados, y luego los medios de comunicación y la gente, empezaron a torcer el gesto. Primero en sus conversaciones privadas. Luego en público. Finalmente le apartaron de la Secretaría General de manera vergonzosa.

Las naderías fueron literalmente cuatro. Primero, una llamada de teléfono a Jorge Javier Vázquez, el presentador de Sálvame, para explicarle que el PSOE se oponía al Toro de la Vega, en contra de lo que Vázquez había afirmado en antena. Sagazmente, los realizadores del programa pidieron emitir imágenes del presentador al teléfono con el nuevo líder socialista. Aquello se convirtió injustamente en un “Pedro Sánchez entra en Sálvame”, para regocijo de quienes esperaban el primer tropiezo del secretario general.

Nada habría pasado si no hubiera sido por los otros tres eventos que sucedieron inmediatamente después. Primero, un titular muy forzado, en la típica entrevista ligera de contraportada de fin de semana, que ponía en boca de Sánchez la frase “Sobra el Ministerio de Defensa”. Al poco tiempo, la propuesta de celebrar funerales de Estado por cada una de las mujeres víctimas de violencia de género. Como inmediatamente tuvo que matizar ambas cosas, a Pedro Sánchez le colgaron sus enemigos, propios y extraños, el sambenito de frívolo y de veleta. Los acontecimientos posteriores, en medio de una situación endiablada, con un PSOE en decadencia y un Podemos crecido, acentuaron esas sensaciones. Incluso un lamentable pero anecdótico error en Washington, por parte de un conductor que confundió un campus con otro, se convirtió en motivo de chanza y pretendida constatación de que Sánchez no sabía encontrar una dirección clara.

Era muy injusto atribuirle a Sánchez esas impresiones. El PSOE era todo él un nido de contradicciones en una situación en la que dominaban la indignación de la gente y la arrogancia de los supuestos cirujanos que operaban desde el Gobierno contra los males de nuestra economía, causados por el malo de Zapatero. Pero la gente, animada por los recelosos líderes socialistas y por buena parte de los periodistas en ese momento encantados con Podemos, no entendía que un día apareciera una megabandera nacional tras el secretario general, y otro él mismo hablara de la plurinacionalidad de España. No entendía que un día le dijera a Rajoy que no era una persona decente y que un poco después pidiera perdón por haberlo dicho. No sabía muy bien cómo primero se podía pactar con Ciudadanos y luego con Podemos. Quizá todo podría explicarse de manera individual, pero cuando la gente se ha hecho la composición de que te guía la frivolidad y el oportunismo, es difícil justificar nada.

Nuestro presidente enfrenta ahora una situación parecida. Como él está mucho más curtido que hace unos años, sabrá navegar con menos golpes de timón; y como la Presidencia del Gobierno es, paradójicamente, una máquina más agradable de llevar que la secretaría general de un partido en declive (como seguro que constataría ahora, por ejemplo, Soraya Sáenz de Santamaría), el presidente Sánchez podrá hacer sin miedo y sin servidumbres los ajustes necesarios, para que las naderías anecdóticas o las ocurrencias distractivas no ensucien su buen hacer. Ha formado un Gobierno muy notable, con ministras y ministros que, en principio, no darán sorpresas con excentricidades. Ha tomado una decisión inteligente, compasiva y reconciliadora, que le ha posicionado como líder progresista no sólo nacional, sino también internacional: la acogida del Aquarius. Y ha prometido otras cosas interesantes, que contrastan fuertemente con el Gobierno anterior, que son aplaudidas por la mayoría y que dejan a la oposición moderada muda: la exhumación de los restos de Franco y la regulación de la muerte digna, por ejemplo.

Como ciudadano progresista, militante socialista, colaborador del PSOE desde hace quince años y por ello privilegiado observador, diría que Sánchez y su Gobierno deberían conjurarse contra tres peligros concretos.

El primero y más inminente es el de la frivolidad. A las bases socialistas, a sus cuadros, sus voluntarios y sus votantes más convencidos, no les gustan los excesos escenográficos. Ven con agrado, por supuesto, que su líder abra las puertas de su casa, que haga deporte, que disfrute con el cachorro familiar y que sea un tipo "normal". No hace falta irse a la Casa Blanca para buscar ese tipo de guiños presidenciales. Aquí ya lo hizo el mismísimo Rajoy (caminando rápido acompañado de su pointer por los jardines de Moncloa).

Tampoco tiene nada de audaz mostrar el interior del avión o el helicóptero presidencial, y al presidente trabajando con sus asesores. Estamos acostumbrados a ver cosas como esas sin que nos cause sorpresa. El problema, como cuando Sánchez llegó al liderazgo del PSOE, es la concatenación de esas imágenes una detrás de otra, demasiado rápidas, como en episodios de un relato de frivolidad y excesivo gusto por la imagen. Las imágenes de las manos del presidente pretendidamente providenciales han sido un síntoma preocupante del peligro del exceso. El director del Gabinete del presidente, que ha llegado allí acompañado de mucho recelo por sus trabajos previos en consultoría de comunicación, distribuyendo folletos para Albiol que pretendían "limpiar Badalona" de inmigrantes, o generando una imagen ridícula de Monago en Extremadura, está haciendo el trabajo justo contrario al que habría que hacer: parece animar a Sánchez a proyectarse en imágenes innecesarias, superfluas y supuestamente grandiosas. Es contraproducente. La grandeza de la Presidencia debe acompañarse de la humildad de quien, además, la ha recibido en circunstancias precarias. El acierto en la formación del Gobierno y en sus primeras decisiones debería acompañarse de una actitud más modesta. A Sánchez no le van bien las imágenes de laboratorio. Creo, y se lo dije en alguna ocasión, que a él el marketing le viene de serie. Basta con que le veamos sonreír y charlar con Merkel sin un traductor detrás. Basta con que veamos a los refugiados desembarcar en València y al féretro de Franco salir del Valle de los Caídos. No hace falta más. Más es menos en el caso de Pedro Sánchez.

Y aquí llega el segundo peligro, más lejano, pero más grave: elevar demasiado las expectativas. No es necesario ponerse obstáculos en la carrera. Si vas a sacar a Franco de su mausoleo, quizá sea mejor no ponerle fecha a la salida. Porque como no se vaya en julio vas a defraudar a mucha gente. Acabar con la explotación laboral y con la pobreza infantil y con la tensión independentista catalana y con la precariedad de las pensiones y con el calentamiento global son metas loables, pero es mejor marcarse objetivos concretos en torno a una iniciativa específica, que establecer muchas iniciativas ambiciosas a un plazo que excede el de la legislatura. La fuerza del Aquarius, de Franco o del nuevo presidente de RTVE, por añadir otro ejemplo, es precisamente que son acontecimientos palpables, imaginables en su concreción, con un desenlace material a corto plazo.

El tercer peligro es perder la conexión con quien en realidad te sostiene ahí. No, no me refiero a los nacionalistas vascos y catalanes, ni a Podemos. Esos te abandonarán en cuanto puedan, por su propia prosperidad. Me refiero a los cientos de miles de votantes socialistas de ayer o incluso a los que nunca votaron socialista pero ahora podrían hacerlo. Esos millones de progresistas que ahora están contentos e ilusionados. Pero también expectantes y recelosos. Tanto empeño debería ponerle ahora Pedro Sánchez en gustarle al español y la española medios, como en recuperar las relaciones con todos aquellos que en su vida política le han acompañado. Un amigo que conoce bien a Sánchez dice que "Pedro es muy de juntarse solo con sus nuevos mejores amigos". En un libro muy recomendable, El mito del líder fuerte, el historiador de Oxford Archie Brown elogia a los líderes empáticos, colaborativos, discretos, buenos negociadores, que huyen de las demostraciones arrogantes de poder. Para él, nuestro Adolfo Suárez es un buen prototipo.

Yo confío en que la excelente noticia de la llegada de Sánchez no se vea decepcionada por el ímpetu ni por la impostura ni los excesos. No los necesita. Como buen jugador de baloncesto, ahora que ya es el capitán, debería repartir juego, trabajar en equipo y defenderlo con modestia. Las fotos en el avión están bien, pero pueden esperar. Ahora es preferible pegarse a la tierra.

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