Clarita Campoamor

El 30 de abril de 1972, hace exactamente medio siglo, muere en Lausana Clara Campoamor. Este sábado, 30 de abril de 2022, ponemos su retrato en la Galería del Ateneo de Madrid, la institución cultural española imprescindible en los siglos XIX y principios del XX. Importante esa galería, sí, y desequilibrada también. Durante cien años, entre 187 hombres, sólo estuvo en ese lugar Emilia Pardo Bazán. El Ateneo empezó a enmendar esa humillación histórica en el otoño pasado, cuando colgamos el retrato de la también ateneísta Carmen Laforet. Clara, por tanto, es la tercera. Vendrán en los próximos meses Rosa Chacel, Carmen de Burgos, Victoria Kent, Elena Fortún, Almudena Grandes… y así una decena más de socias de la Docta Casa. La paridad tendrá que esperar aún unos años.

Esta palmaria ignorancia de las mujeres intelectuales, artistas, escritoras o, en el caso de Campoamor, activistas políticas, constata la necesidad, aún hoy, del discurso feminista más militante. También el peligro cierto de retroceso en los avances por la igualdad real y efectiva de mujeres y hombres.

Cuando Clara defendió el voto femenino y se atrevió a desafiar las convenciones de su época como abogada –la segunda letrada colegiada, un mes después de Victoria Kent– el rechazo y los cuestionamientos fueron casi universales entre sus contemporáneos. En la izquierda, singularmente representada por la propia Kent, se pensaba que la mujer, incapaz de pensar por sí sola, votaría lo que ordenara su marido o su párroco. En una reveladora entrevista en 1979 (gracias eternas, RTVE, por abrirnos a todos el archivo), Kent explica su posición. “Me opuse (al voto femenino) porque mi experiencia (…) de los pequeños pueblos era que la mujer no tenía preparación ninguna políticamente hablando. El marido o el confesor podía influir en su línea política o moral (…) No era el momento. Yo decía ‘vamos a esperar’”.

Esta palmaria ignorancia de las mujeres intelectuales, artistas, escritoras o, en el caso de Campoamor, activistas políticas, constata la necesidad, aún hoy, del discurso feminista más militante

Los sufragistas representados por Clara Campoamor ganaron el debate en 1931, y la Constitución republicana reconoció el voto femenino. La misma noche de la votación parlamentaria, Julián Besteiro, presidente de las Cortes, llamó a Victoria Kent y le dijo “hemos hecho una tontería”, porque pensaba que esos votos femeninos serían mayoritariamente conservadores, al estar marcados por el criterio de los hombres. Lo cierto es que en las siguientes elecciones la izquierda perdió, de modo que la historia, como si le quisiera dar la razón a Kent y los contrarios al voto femenino desde la izquierda, vendría a recomendar que mejor no dejes que una persona tome su propia decisión si esta puede estar influida por tus adversarios.

Los conservadores, por otro lado, coincidiendo con el diagnóstico de esa izquierda pacata, apoyaron paradójicamente el sufragio femenino en las Cortes, porque pensaban que, en efecto, con el voto conservador de un hombre iría el voto conservador de su mujer. Y con el voto conservador de un sacerdote, el voto conservador de sus feligresas.  

Ese paternalismo machista presente en las alcobas y las sacristías se trasladaba a la prensa. Los diarios de la época hablaban de “Clarita” y cosificaban a la joven política como “la Campoamor” (como sigue sucediendo hoy con frecuencia al nombrar a las mujeres por su apellido). El aspecto físico era objeto sistemático de comentario: “Los ojos de la señorita Campoamor, lindísimos, pero algo miopes [...]” o “la señorita Clara Campoamor, gran amante de los diversos colores, lleva también sombrero y un abrigo negro con piel gris”.

Las feministas de la época debían ser toscas y demasiado bárbaras en ese particular, porque según decía el diario La Nación, “las ideas expresadas por la señorita Campoamor y las realizadas por la señorita Kent no son propias de mujeres españolas, pues no hay en sus escritos ningún fondo espiritual ni delicadezas de mujer”.

Y así debía verse retratada Clara Campoamor en los duros años de vida parlamentaria, rechazada por sus propios compañeros y compañeras de filas, y finalmente exiliada en Italia y en Suiza, donde moriría hace 50 años.

El retrato de una mujer sometida al criterio genuino de un hombre, cualificada siempre por sus atributos físicos y disminuida en sus capacidades intelectuales, sigue estando presente en nuestra vida política y social. El ancestral arquetipo, el milenario prejuicio, permanece. Y por si nos pareciera que no, ya está el papa Francisco para recordárnoslo. Por ejemplo, este mismo miércoles, cuando se refería ni más ni menos que a las suegras: “A vosotras, suegras, os digo: tened cuidado con vuestras lenguas. Es uno de los pecados de las suegras, la lengua”. En fin…

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