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El otro día en el Ateneo de Madrid, Iñaki Gabilondo le dijo a Jordi Évole –en presencia de Pepa Bueno– que lo suyo no había sido suficientemente elogiado por la profesión periodística. El veterano Iñaki se refería al éxito de entrevistar dos veces al Papa y la segunda en forma de encuentro largo con un grupo de jóvenes latinos que preguntaron a Bergoglio lo que quisieron.

Esa segunda entrevista se ha convertido en un documental de Disney estrenado en abril (Amén. Francisco responde). Ninguna otra plataforma quiso comprarlo en España, por motivos que desconozco. El Papa no se sale del catecismo y escapa con evasivas cuando se le habla de homosexualidad, de pederastia en la Iglesia o de maternidad libre. Pero estará satisfecho con el resultado, porque se muestra cercano, atento y formalmente comprensivo. Bergoglio, que es muy habilidoso con la comunicación directa, prefirió prescindir de todo el aparato de la Curia y se puso en manos del entrevistador sin poner condición alguna. La entrevista se produjo sin guión, sin negociaciones con asesores de prensa y en un lugar elegido por la productora: un centro de trabajo compartido. Convencido de su propia capacidad personal de seducción (hasta la temeridad, visto el odio que genera en muchos de sus colegas), el Papa se dejó llevar por las exigencias del programa sin ninguna objeción.

Como de costumbre, estoy de acuerdo con Iñaki Gabilondo: no se ha elogiado el éxito de esa producción, con independencia de lo que nos guste el entrevistado: que un entrevistador famoso por no morderse la lengua y por su carácter nihilista, descreído y progresista, haya conseguido dos entrevistas con una de las personas de más difícil acceso del mundo es un hito en sí mismo.

Los logros de Évole como entrevistador son indiscutibles. Solo el hecho de que hayan aceptado conversar con él personalidades tan dispares como Nicolás Maduro o Felipe González, Macarena Olona o Yolanda Díaz (ha reconocido que con esta última cometió errores), constata que se ha ganado un respeto transversal y casi generalizado.

Puesto que sus producciones no son simples secuencias únicas de conversación, sino que juegan con los planos anteriores y posteriores a la entrevista en sí, incorporan vídeos adicionales y suelen ofrecer una explicación del contexto, sería muy ingenuo no presuponer una intención editorial en el resultado. Évole sabe que puede provocar enfado en Maduro y puede evitarlo o no. Sabe que puede derruir la mitificación de Iván Redondo tan solo mostrándole en el making off. Sabe que puede alentar una determinada visión sobre la pornografía (o sobre la depresión) enfatizando algunas preguntas en la conversación con Nacho Vidal. Sabe que una entrevista con un Pau Donés en fase terminal inspira en el espectador reflexiones profundas sobre la vida y la muerte. Évole no es sólo, por eso, un buen entrevistador: es un contador de historias cargadas de mensaje. Por eso resulta más controvertido que muchos de sus colegas.

Évole no es sólo un buen entrevistador: es un contador de historias cargadas de mensaje

Hay enseñanzas utilísimas en el trabajo de Évole: el atractivo de una cierta transgresión bien medida, hasta el punto de no molestar al interlocutor si no es imprescindible; el valor de una buena producción audiovisual, con la fotografía bien cuidada; el lugar como símbolo de lo que se quiere decir (el bar para un debate entre Rivera y Sánchez, en plena montaña del Valle de Arán con Pau Donés, en el coche privado de José Bono…); la sonrisa y el silencio como elementos sustanciales de la conversación; el plano de escucha de quienes conversan; y el acierto en los temas y los personajes, no siempre obvios.

En este tiempo en el que las entrevistas se hacen por zoom, el periodismo clásico se devalúa y los espacios se venden y se simulan como “acuerdos editoriales” y “branded content”, el antiguo “follonero” ofrece productos que no son solo un mero espectáculo de televisión, sino también una auténtica declaración de independencia, de intenciones y de principios.  

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