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Especulación en el infierno: los intermediarios inflan los precios en medio del caos y la muerte de Gaza

Desde la tramoya

GameStop y la codicia

Luis Arroyo nueva.

Con toda la complejidad de los enrevesados detalles, lo que ha sucedido con las acciones de GameStop esta semana es muy sencillo de comprender. Unos cuantos miles de pequeños y traviesos especuladores se han puesto de acuerdo para inflar artificialmente el precio de una empresa moribunda (la cadena estadounidense GameStop, que vende juegos electrónicos y consolas), haciendo perder miles de millones de dólares a los peces gordos de Wall Street, que apostaban por la liquidación de la empresa. Sería una historia como de Robin Hood, que así se llama precisamente la aplicación de trading que permite a los inversores minoristas comprar y vender, pero en esta compleja historia se cruzan poco más que los intereses de unos cuantos millonarios y de una muchedumbre de inversores gamberros dispuestos a seguirles o a amargarles el día. Supuesta coordinación de las multitudes.

El asunto no tendría mayor importancia para el común de los mortales si no fuera porque constata, una vez más, los fatídicos efectos de la economía de casino en el tiempo que vivimos. Si los mercados de valores fueran simplemente un entretenimiento de ricos que se dedican a jugar sus propios millones en una sala de juegos, podríamos quizá permitírselo. El caso de GameStop ha sido básicamente eso. La empresa seguirá valiendo cada día menos, arrastrada por la realidad de un sector, como el de la música o el del cine, progresivamente más más digitalizado y menos tangible.

Pero lo cierto es que la especulación se ha convertido en la pulsión esencial que marca buena parte de nuestra economía. Lo llaman mercado, pero quiere decir especulación, y la gente se muestra mucho más comprensiva con “el mercado”, aunque genere desastres, que con los “especuladores”. Hace años constatamos que el 85 por ciento de los españoles está a favor de “la intervención del Estado en la economía si es para evitar la acción de los especuladores”, mientras “el 85 por ciento está en contra de la intervención del Estado en la economía porque impide el libre funcionamiento del mercado”.

La crisis financiera de 2007 tuvo un origen estrictamente especulativo: los préstamos desmedidos a las familias sobre la base de la sobrevaloración de sus inmuebles. Y el repentino cese del crédito cuando los mismos prestamistas decidieron dejar de prestar. Millones de familias en todo el mundo constataron que la casa que habían comprado por 100 de pronto valía 50 cuando quisieron venderla. La codicia de los tiburones nos había contagiado también a muchos de nosotros, que pensábamos que podríamos sacarle unos euritos a final de mes a un pequeño apartamento o a una plaza de garaje. El que teniendo unos ahorros suficientes en 2006 no los dedicaba a especular con inmuebles parecía un imbécil.

La pura especulación financiera, es decir, operar con la mera expectativa de que algo subirá o bajará de precio para lucrarse con el cambio, se ha convertido en un eje troncal de nuestra economía. Las grandes empresas del mundo están en manos de grandes instituciones financieras. No suele estar en su naturaleza promover la generación de empleo, ni mejores servicios o productos para sus clientes, ni la riqueza colectiva del país, sino solo la generación de beneficio con la compra y la venta de sus activos.

Por eso es esencial que nuestras leyes se lo pongan difícil a quienes se dedican exclusivamente a especular. No es cosa de demonizar a los fondos de inversión, sino de incentivar que sus actividades primen la economía real, la que genera valor para la ciudadanía.

Porque si no puede suceder lo que a los profesores y los alumnos de la Universidad Europea de Madrid, comprada por un fondo hace dos años, y que esta semana se han levantado contra la decisión de reducir drásticamente la plantilla y los cursos presenciales para engordar la rentabilidad.

Reclamarle a un fondo de inversión que sea solidario o misericordioso es probablemente pedir peras al olmo, pero la ley debe estar para impedir que la codicia de unos pocos, aunque sea legal, acabe perjudicando a los muchos. Y para que nadie esconda bajo el eufemismo del “mercado” lo que no es más que especulación.

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