Lecciones de nuestro frustrado Mundial

La inmisericorde opinión pública

Luis Enrique era un ángel un día y al siguiente un demonio. No hay transición cuando se precipitan los acontecimientos, ni grises posibles entre el blanco y el negro. El cambio fulminante comunicado este jueves, nada más llegar a Madrid, fue la manera de evitar semanas de fustigamiento y debates absurdos sobre las responsabilidades. Se cambia al seleccionador de inmediato y cambia la conversación. Pero eso no quita amargura al primer afectado, que tras infligir una paliza memorable a Costa Rica, parecía un entrenador providencial, ni a los jugadores, que pasaron de ser un equipo perfectamente empastado y voluntarioso a ser percibidos como un grupo poco estructurado de reservones incapaces de disparar a puerta. Si la cosa es así en el deporte, ámbito en el que los hechos se constatan objetivamente (al final se gana o se pierde, en condiciones de igualdad para los competidores) cuánto más será en ámbitos como la política o las grandes controversias sociales, en las que las condiciones de la lucha son enormemente desiguales.

Prescindir de intermediarios

Luis Enrique ha llevado al fútbol la técnica de los streamers y los youtubers. No le han hecho falta convocatorias de prensa incómodas, en las que los periodistas pueden preguntar lo que quieran. El seleccionador se ponía delante de su ordenador y hablaba de lo que le preguntaban. O más bien, de lo que él seleccionaba entre lo que le preguntaban. Y daba igual si el preguntante era el director del diario As o un niño de Lisboa. Es un síntoma más de la muerte del periodismo clásico a la que estamos asistiendo cada día. No hay intermediación. Y esto puede parecer muy bueno, pero en realidad reduce la responsabilidad de los líderes y las autoridades y les concede inusitada discrecionalidad.

Luis Enrique era un ángel un día y al siguiente un demonio. No hay transición cuando se precipitan los acontecimientos, ni grises posibles entre el blanco y el negro

Perder ante Marruecos

Como no estamos acostumbrados a perder en nada con nuestro vecino del Sur, ha sido una buena cura de humildad. Y España ha reaccionado como se puede esperar de uno de los países más abiertos del mundo. Sin un solo problema serio. Los agoreros anticipaban bronca y la extrema derecha, en ausencia de conflictos reales, los inventó, generando una docena de bulos que terminaron en la basura. Que si no sé qué municipio socialista sustituyó la bandera de España por la de Marruecos, que si unos marroquíes violaron a una española tras la victoria… Que nos ganara Marruecos y no Alemania o Brasil ha servido para constatar que los agoreros no evalúan bien el país que tenemos, que no está nada mal, aun con todos sus problemas y desajustes, en materia de convivencia.

Catar, una operación de imagen discutible

La operación de imagen del pequeño estado árabe es de resultados dudosos. Porque ahora todo el mundo sabe que se trata de una monarquía absoluta, teocrática y fundamentalista. En realidad, la historia de la humanidad está llena de ejemplos de dictaduras que han acogido acontecimientos deportivos mundiales, por lo que la discusión de si había o no que aceptar las condiciones de los organizadores parecía superflua. Por si hay alguna duda, el Mundial de España de 1982 se acordó cuando Franco aún estaba vivo. Pero si los nazis en 1936 lograron aparentar ser buenas personas durante las Juegos Olímpicos de Berlín, los cataríes no han logrado constatar que son un país homologable a las democracias occidentales. Más bien al contrario: el planeta entero ha sabido de sus desmanes, y los líderes internacionales no ven con mejores ojos a los gobernantes de Catar ahora. Han desaprovechado la oportunidad de contar otra historia. Quizá porque –al menos eso les honra– no son tan hipócritas como los nazis del 36.

Mal negocio para las cuentas públicas

Vi el partido acompañado de un alto cargo de RTVE. Se lamentaba de la derrota, porque las audiencias del Mundial decaen mucho en España si no jugamos, por supuesto. ¿Y eso supone una pérdida de dinero para el Estado?, le pregunté. En realidad no. La televisión pública ha pagado 35 millones por los derechos de emisión, pero no puede capitalizarlos por la leonina ley que los socialistas aprobaron en los últimos meses de Fernández de la Vega en Moncloa, eliminando la publicidad de la corporación. De modo que lo que podría haber sido un negocio redondo para las arcas públicas en patrocinio y publicidad, quedó en nada. ¿Y entonces por qué RTVE compró esos derechos y no los dejó en manos de las privadas? Por responsabilidad, me dijo mi interlocutor. Porque un Mundial debe emitirlo la televisión pública. El Estado siempre generoso. A veces, pardillo.

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