Cómo montar una guerra cultural con el supuesto “latido fetal”

 Vox ha logrado colocar en la agenda uno de sus temas estrella, movilizador como ninguno del voto ultraconservador. La intención de Vox es miserable: obligar por ley a una mujer a escuchar “los latidos del corazón” del feto antes de interrumpir su embarazo (luego planteó que mejor solo dar la opción). Es de una crueldad extraordinaria, como lo es acosarla al entrar o salir de una clínica, siquiera sugerir que esa mujer esté “parando un corazón” —que vendría a ser “matando”— cuando decide no ser madre.

Además de miserable y cruel es engañoso. Para un cristiano ultrarreligioso puede ser cierta la existencia de Adán y Eva, del diluvio universal, del cielo y el infierno y del espíritu santo. También de un niño desde que un óvulo humano es fecundado. Pero para cualquiera que prescinda de catecismos existe un consenso médico universal: las pulsaciones y la actividad cardíaca fetal que se escuchan y se ven antes de la semana 14 de embarazo no son latidos de un corazón, que aún no se ha formado como tal. Las leyes contemporáneas que promueven la maternidad libre de las mujeres suelen establecer precisamente la semana 14 como límite para poder interrumpir un embarazo sin que exista peligro para la madre o para el feto.

Vox ha sido hábil en la ejecución de su estrategia. Tan hábil como suelen serlo quienes están convencidos de atender un mandato divino

El 66 por ciento de las interrupciones del embarazo se producen en las primeras ocho semanas de gestación, cuando esas pulsaciones ni siquiera pueden escucharse. El 90 por ciento de las interrupciones se deciden antes de esas 14 semanas que nuestra legislación establece como tope para que las mujeres puedan decidir sin que existan problemas para la mujer o para el feto. La ley, excepto en casos gravísimos, no permite el aborto a partir de la semana 22, cuando el feto ya puede vivir fuera del útero de su madre.

Vox no ha hecho sino intentar traer a España un viejo modelo que ha funcionado muy a lo largo de la historia de los llamados movimientos provida: la identificación del cigoto y del embrión con una vida humana. Y del feto con un bebé. Que vendría a ser como identificar una almendra con un almendro, o un huevo con una gallina. Cuando yo era pequeño, en mi colegio de curas de Madrid nos ponían en el salón de actos diapositivas de piececitos y bracitos desangrados, de miembros desmembrados y aspiradoras uterinas que mataban niños en lo que los sacerdotes llamaban el mayor genocidio de la Historia: la muerte de millones de niños por sus madres desalmadas.

La versión sofisticada de esa barbaridad fundamentalista consiste en promover las leyes del latido fetal. Justo eso, que viene promoviéndose en Estados Unidos desde hace años, con la aquiescencia del Tribunal Supremo conformado parcialmente por magistrados nombrados por Donald Trump, es lo que pretenden traer Vox, Hazteoir y los ultracatólicos en general, a una España que vive muy bien con una ley moderna que, además, está de hecho reduciendo las interrupciones desde que está en vigor. 

De modo que a través de la escucha y de la visión del “latido fetal”, o con su simple mención, se sugiere que existe una vinculación íntima entre dos corazones: el de una madre y su hija o su hijo. Que la sociedad debe proteger ese vínculo entre dos seres humanos unidos por un cordón umbilical. Se trata de presionar a una mujer para que sienta que está a punto de asesinar a un bebé: a su propio hijo.

Vox ha sido hábil en la ejecución de su estrategia. Tan hábil como suelen serlo quienes están convencidos de atender un mandato divino consistente en salvar vidas infantiles. El promotor, el momento y el lugar de la guerra cultural eran también propicios. Un vicepresidente de Castilla y León, Juan García-Gallardo Fings, 31 años, fundamentalista y voluntarioso, socializado en el fundamentalismo de esos mismos movimientos ultrarreligiosos machistas y xenófobos. Un españolazo machote que mostró una frenética actividad en Twitter en defensa del golpe del 36, del franquismo, de la familia tradicional, del odio a los “maricones” (sic) y de rechazo a los inmigrantes. Un flamante liderazgo ultraderechista sin complejos. En una región que tiene una de las tasas de incidencia de interrupción voluntaria del embarazo más bajas de España. Y en unos meses, previos a las elecciones autonómicas y locales de mayo, en los que conviene marcar diferencias con el Partido Popular, con el que comparte Gobierno.

Qué mejor idea que recalentar de nuevo un debate tan emocional y productivo como el del aborto. Y provocar así a tus socios de la derecha y, mejor aún, al Gobierno socialista de Pedro Sánchez. Por un lado, el presidente castellano-leonés se ve obligado a marcar distancias con su audaz vicepresidente, quedándose en tierra de nadie entre los “asesinos de niños” y los verdaderos patriotas que tanto aman a los bebés españoles. Y por el otro, el Partido Socialista, encantado de responder a la provocación, que refuerza su posición progresista elevando el asunto incluso al Consejo de Ministros. Y así, sin que exista realmente nada que recurrir, porque ese “protocolo del latido fetal” ni siquiera ha sido aprobado por las autoridades regionales, el Gobierno formula un preventivo recurso de incompetencia. Vox y su chulazo vicrepresidente ocupan un interesante espacio: el tradicional de la extrema derecha, el de los felices papás y mamás casados en santo matrimonio, patriotas de pacotilla y de misa dominical, que odian a Sánchez y el sanchismo, encarnación misma de Lucifer. Los socialistas se quedan en el suyo, en la defensa de las mujeres para decidir cuándo quieren ser madres sin que nadie las obligue a serlo por absurdos dogmas religiosos. Feijóo, naturalmente, no tiene otra opción que callarse y esperar a que el asunto decaiga.

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