Twitter no te deja dudar. Y quizá tú tampoco quieras

El último episodio me ocurrió la semana pasada en el programa radiofónico Hoy por hoy. Aunque la “percha” (como le llaman los periodistas) era la ley presentada por el PSOE para penalizar el proxenetismo, enseguida el debate derivó a la discusión abolicionismo versus regulación de la prostitución. Pocos asuntos hay tan complejos como este, porque compleja es la realidad que se quiere abordar. Casuísticas diversas, enfoques diferentes muy trabajados desde distintas corrientes feministas, una multitud de aspectos que van desde la mafias de proxenetas y trata hasta los nuevos espacios digitales en que se ejerce la prostitución. Tal complejidad, y el fracaso que hasta ahora han tenido buena parte de las políticas al respecto, obliga a cualquiera que tenga voluntad de solucionar el problema a plantearlo desde ángulos diferentes, interrogándose y profundizando al máximo hasta dar con la perspectiva adecuada.

Por ejemplo, ¿por qué no distinguimos entre el debate moral sobre si esta sociedad considera lícita o no la prostitución, y la necesidad imperiosa e irrenunciable de proteger a las mujeres? Si hacemos nuestra la ética del cuidado, hay que preguntarse ¿Qué es mejor para proteger a las mujeres: prohibir, abolir, regular…? Las distintas fórmulas utilizadas en otros países no dejan una evidencia clara. Si se analiza a fondo, teniendo en cuenta que más del 80% de las mujeres víctimas de redes que acaban prostituidas son inmigrantes, urge plantearse cómo es posible hablar de prostitución sin hincarle el diente a la ley de extranjería, o a la renta básica, o al trabajo de la Policía y la Judicatura a la hora de combatir el crimen organizado, por ejemplo. Quizá es que la clave no esté –o no esté solo–, en prohibir o no de una forma o de otra, sino en poner en marcha un conjunto de medidas convergentes que juntas supongan auténticos avances.

Como es sabido, y lo aquí escrito es solo una parte del problema –no es objeto de esta columna entrar a fondo en el asunto–, estamos ante un tema poliédrico que requiere interrogarse una y otra vez sobre qué debe ser lo prioritario. Confieso que yo ya he cambiado de opinión al respecto varias veces, y no descarto que lo siga haciendo. Como muchos de los amigos, conocidos y cercanos, que al calor del debate radiofónico nos hicieron llegar su enhorabuena por atrevernos a dudar en público ante algo tan delicado, sabedores –supongo– de que la reacción en las redes iba a ser otra.

Twitter se llenó de insultos, exabruptos y descalificativos gratuitos que no solo no aportaban al debate sino que hacían gala de una auténtica posición clara, cerrada, monolítica, sin aparentes fisuras, dudas, matices ni nada que se le parezca

En efecto, apenas unos segundos tras el comienzo del programa, Twitter se llenó de insultos, exabruptos y descalificativos gratuitos que no solo no aportaban al debate sino que hacían gala de una auténtica posición clara, cerrada, monolítica, sin aparentes fisuras, dudas, matices ni nada que se le parezca. Cuando nos miran “los nuestros”, quienes habitan en el espacio privado que cada uno hemos hecho de nuestro Twitter, nos vemos obligados a definirnos ante cualquier cosa con la rotundidad que –suponemos– se espera de nosotros, contribuyendo así a cerrar y empequeñecer esa burbuja, esa urbanización de muros bien altos que son las comunidades digitales, autorreferenciales, y que nos enganchan a base de autobombo.

Algo parecido ocurre en no pocas ocasiones con los comentarios a los artículos de prensa; y no piensen que lo digo por ustedes, queridos lectores, que son de lo más respetuoso que hay, pero asómense a los comentarios de otros digitales, en especial a aquellos de los medios con posiciones más partidarias, y leerán firmes barbaridades que van haciendo mella en el debate público. Lo peor de todo es que conforme las burbujas donde habita el pensamiento se hacen más pequeñas, muchas personas están desarrollando una postura reduccionista que les impide aceptar cualquier criterio que no coincida al cien por cien con el suyo. Se busca una conformidad absoluta, y el mínimo matiz divergente es visto como una enmienda a la totalidad, una descalificación inaceptable, una propuesta “enemiga”. Se exigen consignas y clichés herméticos, inalterables. El disidente, aunque solo haga sugerencias mínimas, es descalificado, y siempre alguien dispuesto a retirarle el carnet de feminista, ecologista, o rojo… así, sin complejos.

Las posiciones más sólidas, sin embargo, son aquellas que cambian, contemplan el problema desde ángulos distintos, incorporan argumentos de unos y otros y sobre todo, no pierden la oportunidad de confrontar con el que piensa diferente. Eso, salvo que las consideraciones morales se lleven al campo de la religión, donde todo es cuestión de fe, o que de lo que se trate en el fondo no sea de solucionar el problema de la prostitución o cualquier otro, sino de exhibir una estética para el aplauso de los nuestros. En el fondo, somos inseguras criaturas ansiosas de aprobación.

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