España, Sahara y la ONU

Jesus L. Garay

El clamoroso silencio de los partidos políticos –con tan escasas como honrosas excepciones– y de la mayoría de los medios de comunicación españoles en torno a la crisis abierta entre Marruecos y la ONU sobre el Sahara Occidental deja al

descubierto, una vez más, hasta qué punto la falta de conciencia y la ley del olvido de la Transición se impone en esta cuestión por encima de los principios y los derechos que unos y otros proclaman.

El argumento reiteradamente utilizado por la prensa de que la actualidad interna e internacional no deja lugar para un conflicto excesivamente estancado y, por lo tanto no noticiable, no parece en esta ocasión demasiado acertado, toda vez que agencias y medios extranjeros se han hecho eco de la disputa entre Mohamed VI y Ban-Ki Moon, a consecuencia de la cual Marruecos ha congelado sus aportaciones a diversas misiones de Paz de la ONU y ha obligado a la retirada de un centenar de efectivos civiles y militares de la MINURSO (Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum del Sahara Occidental), con la consecuente escalada de tensión tanto en el aspecto diplomático como militar en la zona.

Pero menos entendible es aún el caso de los partidos políticos. En efecto, los medios de comunicación son libres de priorizar una u otra información en función de sus intereses profesionales y editoriales, pero los partidos políticos tienen la responsabilidad de hacer valer ante las instituciones y la opinión pública los valores y principios que dicen defender; de ello depende su legitimidad y debería depender, en parte, su éxito electoral.

La cuestión del Sahara Occidental, no solo afecta al Estado español por múltiples razones de vecindad, geoestrategia e intereses económicos o por las repercusiones que la relación con los países del Magreb, en especial con Marruecos, puede tener en temas como la inmigración, el tráfico de materias ilegales en el estrecho, o el control del terrorismo yihadista en esta parte del mundo. Por mucho que se haya intentado ocultar y tergiversar, el conflicto del Sahara Occidental es una responsabilidad directa de España y al Estado español corresponde en gran medida también su solución. Lo es porque el derecho internacional –y la doctrina judicial española– sigue considerando al Estado español la potencia administradora” en tanto se mantenga el estatus del territorio como “no autónomo”.

Es al Estado español y no a la ONU o a sus miembros, por más influyentes que sean, como Francia o USA, a quien corresponde proteger a sus habitantes, sus recursos y arbitrar medidas para que su población pueda decidir libremente y sin presiones

sobre su futuro político. Es exactamente lo contrario de lo que el Estado viene haciendo desde 1975: Ha abandonando a su suerte a la población en los campamentos de población refugiada de Tinduf (Argelia), utilizando la ayuda al desarrollo de manera miserable en función de circunstancias políticas y como arma de presión diplomática; por cierto, la situación humanitaria de los campamentos ha escandalizado al propio Ban Ki-Moon en su última visita, y ese escándalo está en la base de las declaraciones del Secretario General que tanto han irritado a Marruecos. A lo anterior podemos unir el trato degradante que sufren las personas saharauis a la hora de ver reconocidos sus derechos civiles en el Estado como parte de una misma campaña de abandono y olvido.

España viene, además, colaborando con venta de material, adiestramiento y soporte político al genocidio que ejerce Marruecos en los territorios que ocupa ilegalmente desde que España cediera, de manera igualmente ilegal, su administración. Todas las organizaciones e instituciones internacionales de

defensa de los derechos humanos y ¡hasta la Audiencia Nacional! han investigado y denunciado torturas, bombardeos de civiles, desapariciones forzadas masivas y todo tipo de prácticas degradantes por parte de Marruecos, sin que los gobiernos

españoles –responsables legalmente, insisto – hayan elevado una propuesta de protección o vigilancia de los derechos. Al contrario, los gobiernos de la democracia se han alineado con el reino de Marruecos promoviendo un trato económico y político privilegiado por parte de las instituciones españolas y de la UE, alineándose con la explotación ilegal de los recursos naturales, impulsando tratados y convenios que vulneran, como han dejado claro los tribunales europeos, la legislación internacional y los derechos de la población saharaui.

Esta política ha sido posible gracias a un consenso no escrito desde la Transición entre los partidos de gobierno en la convicción de que la "realpolitik" impondría el statu quo por la fuerza del tiempo y del peso de los grandes intereses. La postura de España en el Consejo de Seguridad en la crisis actual, evitando un pronunciamiento claro de condena a Marruecos y de apoyo al Secretario General, es un ejemplo palpable de esta especie de política de “tirar la piedra y esconder la mano”.

Sin embargo, 40 años de resistencia del pueblo saharaui y de trabajo diplomático del Frente Polisario, junto a la solidaridad internacionalista, han puesto a la Comunidad Internacional en la necesidad de decidir, de una vez por todas, si el caso del Sahara Occidental se va a resolver por la vía del derecho y la aplicación de los derechos, en cuyo caso no queda más salida que obligar Marruecos a cumplir con sus compromisos y obligaciones, fijar fecha para un referéndum de autodeterminación y desplegar los recursos para ello o, si como en otros muchos conflictos, los intereses de Occidente con Marruecos son tan importantes como para arriesgar la vuelta a la guerra y, en todo caso, alargar de forma indefinida el sufrimiento del pueblo saharaui.

El nuevo ciclo político que parece abrirse en el Estado español con la irrupción de nuevas fuerzas políticas y el deseo generalizado de establecer un nuevo consenso sobre cuestiones tan básicas como la forma del Estado, su articulación territorial, la reforma electoral o la recuperación de la memoria histórica, ofrecen una oportunidad única para que partidos e instituciones afronten este asunto con la importancia y urgencia que requiere.

En el conflicto del Sahara Occidental, España lo quiera o no, no es un mero actor más. La responsabilidad del Estado no solo se refiere a establecer la verdad y resarcir los errores cometidos por la dejadez de los gobiernos hasta ahora – una cuestión que conviene abordar cuanto antes en todas sus dimensiones, política, humana, económica, ya que conlleva costes y esfuerzos importantes - sino que obliga a España a proponer soluciones concretas al conflicto; es decir a tomar la iniciativa. Una responsabilidad que no solo le viene dada por sus compromisos legales e internacionales o por la presión, cada vez más evidente de otros países –nórdicos, africanos y latinoamericanos– que reclaman de España el papel que le corresponde, sino por la obligación ética de responder a los deseos y peticiones de la mayoría social.

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Hace tan solo unos años nadie podía intuir que la cuestión de la memoria histórica sobre la Guerra Civil y el Franquismo pudieran tener un lugar importante en la agenda de los partidos políticos. Encerrada en los límites de una exigua militancia y constreñida por las leyes y el consenso político de la Transición, la llamada memoria histórica merecía una sonrisa más o menos complaciente o displicente de los dirigentes políticos. Más o menos la misma que ahora otorgan cuando se les plantea la cuestión del Sahara Occidental. Es hora de cambiar de actitud.

___________________ Jesus L. Garay pertenece a la Asociación de Amigos y Amigas de la RASD

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