“Confesiones” de un rey Clara Ramas San Miguel
Buenas personas
A finales de octubre de 1976, Antonio Buero Vallejo aparece en A Fondo, el mítico programa de entrevistas emitido en Televisión Española y presentado por Joaquín Soler Serrano, un espacio por donde pasaron los mejores intelectuales de la época. El encuentro con el dramaturgo no decepciona, una hora de conversación amena y rigurosa sobre su vida y obra, que en gran medida había sido crónica del trágico devenir español en el siglo XX.
Buero Vallejo, no sin cierto pesar en la mirada, rememora su etapa en la Guerra Civil eligiendo cuidadosamente las palabras. Cuenta cómo formó parte de la jefatura de Sanidad de la V División del Ejército Republicano, oyendo silbar las balas y realizando curas de urgencia, pero sobre todo ocupándose del periódico de su unidad como dibujante y cronista.
Tras su paso por los frentes del Jarama y Aragón, queda embolsado por la ofensiva de los nacionales en Valencia. Al acabar la guerra es recluido en la plaza de toros de la ciudad. De ahí es trasladado al campo de concentración de Soneja, en Castellón, una instalación de triaje donde muchos prisioneros eran condenados a muerte. Es entonces cuando el autor de Historia de una escalera recuerda un pasaje que marcaría su vida.
En Soneja coincide con otro soldado llamado Juan Barrios, que conoció en su etapa de recluta en Madrid. Ambos se reencuentran tras tres años de guerra en medio de unas condiciones durísimas: un campo por el que llegaron a pasar más de 25.000 prisioneros. Un arroyo cercano alivia su situación, favoreciendo una mínima higiene que evitará el brote de enfermedades. Por contra, el hambre, el miedo y el frío son inclementes. Cada noche duermen al raso sin saber si volverán a ver un nuevo atardecer.
Es ahí, entre desesperación y supervivencia, donde se dan las condiciones para que surja lo peor del espíritu humano. También lo mejor. Buero Vallejo cuenta cómo su compañero decide compartir con él una manta. Un objeto, simple en lo cotidiano, que en aquellas circunstancias excepcionales es posible que le salvara la vida. Cita entonces las palabras de Camus en La Peste: “Algo se aprende en medio de las plagas. Que hay en el hombre más cosas dignas de admiración que de desprecio”.
Han pasado cuatro décadas desde el inicio de la Guerra Civil, donde su padre, militar de carrera, fue fusilado por los republicanos, a pesar de ser un hombre de convicciones demócratas. En mayo de 1939, al inicio de la posguerra, el dramaturgo es detenido y condenado a muerte por sus actividades en la reconstrucción del Partido Comunista. La pena es conmutada por 30 años de cárcel, de los que cumplirá más de seis. Comparte prisión con Miguel Hernández, dibujando el famoso retrato del poeta.
En el momento de la emisión del programa, Buero Vallejo acaba de cumplir 60 años. Ha tenido una vida dura pero es ya un escritor consagrado. En la entrevista pudo haber optado por dejarse llevar por la amargura o bien por perderse en el endiosamiento del triunfo profesional. No hace ninguna de las dos cosas. Decide poner en valor un gesto humano delante de todo un país que observa atento la televisión, contarles que siempre hay esperanza, que las personas son capaces de lo mejor en los peores momentos.
En el año 2024 las cosas son bien diferentes. Hoy está de moda ser mala persona. Es tendencia el egoísmo, la mezquindad y lo superficial. Justo cuando el neoliberalismo naufraga como modelo económico, su fantasma cultural se agita con furia, conquistando los estilos de vida de amplias capas de la población. Convendría que alguien estudiara el fenómeno con detenimiento. Algo que llevaba incubándose tiempo eclosionó tras la pandemia, yendo en sentido inverso de lo que la realidad nos estaba demostrando: que un Estado fuerte y una sociedad igualitaria son imprescindibles para una existencia segura.
Me atrevo con una explicación apresurada. Desde el año 2020, el teléfono móvil se ha hecho aún más patente en nuestra vida, a la par que los vínculos directos se han ido diluyendo. Seguimos teniendo amigos, pero les vemos mucho menos que antes. Conversamos más que nunca, pero no lo hacemos cara a cara. Leemos mucho texto y vemos gran cantidad de material audiovisual, pero de una calidad ínfima, de una naturaleza fraccionada y de una ética deleznable.
Y esto, que nos ha hecho daño a todos, ha hincado sus colmillos con especial saña entre la juventud, que se envenena cada día atendiendo a la palma de su mano, con contenidos que en el mejor de los casos disgregan su capacidad de atención y en el peor les convierten en peores personas. Entre las clases populares nadie conoce a Hayek, Friedman o von Misses, sin embargo una versión rudimentaria de su pensamiento antisocial se ha convertido en cultura pop mediante lo digital.
Tenemos a una legión de jóvenes y adolescentes cuya socialización cultural no se está produciendo mediante el cine, los libros y la música, ni siquiera mediante la televisión, sino a través de redes sociales, vídeos breves, transmisiones en línea y servicios de mensajería digital. Por resumir: hoy los chavales no escuchan a Barricada, sino que atienden a charlatanes que les estafan con métodos para triunfar mediante la inversión en criptomonedas.
Quien dice jóvenes y adolescentes dice también los adultos. Nadie está a salvo porque la diversificación de contenidos alcanza a todos. Esos contenidos los producen gratis miles de individuos que aspiran a vivir de la creación de contenidos digitales, una fantasía que rara vez llegan a alcanzar. El entusiasmo por escapar de la precariedad se ha convertido en una fuerza a favor del sistema.
Hoy los chavales no escuchan a Barricada, sino que atienden a charlatanes que les estafan con métodos para triunfar mediante la inversión en criptomonedas
Para ser relevantes, esos creadores de contenidos copian las tendencias del neoliberalismo cultural, favorecidas por algoritmos propiedad de multimillonarios de extrema derecha. Cada uno puede pensar lo que quiera, la única forma de que te escuchen es expresarte como los dueños de las redes sociales te marcan. Por eso el mensaje es tan terrible y tan parecido.
No es sólo que el tiempo libre consista cada vez más en pasar el dedo por la pantalla, arrastrando un torrente infinito de minucias nocivas, sino que la epidemia de desamparo que siguió al virus encontró un paliativo en la agitación de las peores bajezas: el odio contra las mujeres, las minorías sexuales o los extranjeros. Esquivar el páramo de soledad sintiéndonos parte de algo que palpita y odia según los dictados de los intoxicadores de la extrema derecha.
Leído así el escenario es descorazonador. Caben los matices. A la par de todo esto hay millones de personas que resisten porque lo mejor del siglo XX dejó en ellos la conciencia de valores de lo común, de la igualdad y de la libertad. También muchos jóvenes que, auténticos rebeldes al tiempo que les ha tocado, desarrollan formas de relacionarse alejadas de las pautas dominantes. Personas, en todo caso, que sienten, perciben y razonan desde sus sentidos, no a través del móvil.
Hace falta que las pantallas tomen la posición correcta, porque la hay. Esa que pone los principios por delante del cinismo, la comunidad por encima del individualismo y el futuro por encima de la codicia. De esto es de lo que hablaban películas como Qué bello es vivir, Doce hombres sin piedad, Las uvas de la ira o Siete samurais. Contaban que ser buena persona merece la pena porque es lo justo. Y eso, algo tan sencillo, es lo que hay que volver a reivindicar. Lo contrario sería seguir “subiendo y bajando la escalera, una escalera que no conduce a ningún sitio”.
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