La excepcionalidad

Toma de posesión de Alfonso Fernández Mañueco como presidente de la Junta de Castilla y León en Valladolid. El acto, que podría ser uno más en la larga lista de presidentes autonómicos que en cualquier comunidad han asumido su cargo desde 1978, es sin embargo excepcional. La razón es que una parte de su Gobierno, además de los escaños con los que ha conseguido ser elegido, proviene de los ultraderechistas de Vox. El hecho no es menor. El Partido Popular se aleja de los conservadores europeos, que han trazado en torno a los ultras un cordón sanitario. De ahí que Alberto Nuñez Feijóo, aduciendo problemas de agenda, no asista al acto: la compañía de Santiago Abascal mancha.

La cuestión no es solamente de imagen o decoro, de no juntarse con gente poco recomendable para evitar que su reputación nos comprometa, como bien sería el caso de la foto que ilustra la amistad de Feijóo y Marcial Dorado, el capo del narcotráfico, a mediados de los noventa. No se trata de que Abascal y los suyos sean algo más radicales que el PP o su retórica encendida sea poco presentable, sino de que el proyecto político de la ultraderecha es la subversión de los sistemas democráticos. El objetivo de Vox no es legislar cuatro o cinco leyes desde una óptica neoconservadora, sino conseguir transformar España desde sus cimientos para traer de vuelta el autoritarismo.

La razón por la que, por ejemplo, la CDU alemana no ha cedido ni un milímetro a un pacto con los ultras del AFD es esta, de defensa de la democracia, pero también, por otro lado, una de propia supervivencia: no hay partido conservador que se acerque a la ultraderecha que no acabe fagocitado o desaparecido. En algunos casos el proceso se da por asimilación: los conservadores mantienen sus siglas pero adquieren las ideas, formas y objetivos de su huésped. Si han visto La invasión de los ultracuerpos sabrán de qué hablo. El PP se encuentra en esta senda.

La ultraderecha es algo más que un partido, es una trama presente en las instituciones del Estado, los medios de comunicación y el poder económico de la que forman parte organizaciones como Vox, pero también el sector popular que encabeza Isabel Díaz Ayuso. El padre ideológico de esta restauración reaccionaria es José María Aznar, desde que consideró que la mejor forma de tapar sus mentiras en la gestión del 11M fue ilegitimar las elecciones de 2004. A partir de ese momento, la derecha española se rompe en dos mitades. De una de ellas proviene la amenaza a la que hacemos frente en estos momentos.

A Ayuso y Aznar les une un hombre, Miguel Ángel Rodríguez, cardenal gris de la presidenta madrileña, una de las piezas clave en la victoria del PP de 1996, paradójicamente al dirigir una campaña que presentó a Aznar como un reformista que sólo venía a ocuparse de la gestión del país, que hablaba catalán en la intimidad y que leía con reverencia a Manuel Azaña, el histórico presidente de la II República. Miguel Ángel Ródríguez es un experto en coartadas, maquillaje y manipulación emocional, que es en lo que queda la comunicación política amoral cuando la despojas de los eufemismos.

No es una anécdota ni una cuestión de formas. El empujón de Miguel Ángel Rodríguez a Andrea Ropero es una estrategia política y de comprensión del poder como un clima de excepcionalidad que se sitúa por encima de las normas comunes

En la misma toma de posesión sucedió otro hecho excepcional. Rodríguez protagonizó una lamentable escena al intentar coaccionar a Andrea Ropero, periodista de La Sexta. Si bien es cierto que en ocasiones hemos presenciado enganchones entre los reporteros y los jefes de Prensa o incluso los escoltas, esta vez el incidente trasciende la categoría anecdótica y de las malas formas para ascender un infame escalón. Rodríguez agarra del brazo y empuja súbitamente a la periodista, abalanzándose sobre ella, encarándose físicamente y espetándole que hace el ridículo. Ropero se mantiene en su sitio: “Me acaba de empujar. No debe tratar así a la prensa”.  

El jefe de Gabinete de Ayuso es perfectamente consciente de que le están grabando, de que Ropero está en un lugar donde puede hacer preguntas, como así se lo hace saber, y de que es periodista de una televisión no afín. Rodríguez busca el incidente por tres motivos. El primero para coaccionar a los informadores, el segundo para arengar a los suyos en la creencia de que todo vale, y en tercer lugar para hacer notar que Ayuso es diferente al resto de los políticos: con ella no se juega. No es una anécdota ni una cuestión de formas, es una estrategia política y de comprensión del poder como un clima de excepcionalidad que se sitúa por encima de las normas comunes.

De hecho no es la primera vez que sucede. El pasado 25 de marzo, en un acto de Ayuso junto a unos ganaderos en Brunete, en un momento en que el escándalo con el contrato de las mascarillas entre la Comunidad de Madrid y su hermano era centro de la actualidad, los periodistas fueron increpados y silenciados al preguntar por el hecho, esta vez por los asistentes a aquel acto. Nadie del equipo de Ayuso pidió a estos individuos, que con gritos de “así va España” coaccionaron a los periodistas, que depusieran su actitud, tampoco Ayuso desde el atril. Fue una cuestión de imagen, efectivamente, pero justo la inversa de lo que podríamos esperar: había que transmitir no sólo que Ayuso está por encima de las normas, sino que quien osa contradecirla se puede meter en problemas.

De hecho, este último incidente proviene de otra excepcionalidad, aquella que marca que, en Madrid, tanto su Gobierno regional como su Ayuntamiento mantienen una peculiar relación con el poder económico, siendo facilitadores de un sistema de expolio privado a los recursos públicos en el que los escándalos con la compra de insumos sanitarios ha sido el último episodio. Casos como Gürtel, Púnica o Lezo prueban no sólo un comportamiento delictivo de los responsables populares de la época, sino que las administraciones bajo su control no eran más que una mina de donde los empresarios obtenían contratos inflados dejando a cambio un reguero de financiación ilegal y sobresueldos. No es sólo corrupción, es un modelo de poder.

Un modelo de poder económico basado en el rentismo, la especulación, las comisiones y el saqueo, no en la producción y el desarrollo, que está íntimamente relacionado con el ascenso de los ultras en política, tanto por el lado de Ayuso como por el lado de Vox. Como es normal, buscan un país donde nadie pueda fiscalizar sus tropelías, donde la explotación laboral sea la norma y donde lo público tan sólo sea una máquina de represión. Detrás de toda esta excepcionalidad, por mucha retórica nacionalista, por mucha bandera y por muchas loas a la grandeza de España, tan sólo se halla el deseo de cuatro sinvergüenzas de vivir sin dar palo al agua, no se engañen.

Cuidado, España es un país perfectamente normal que va admitiendo, poco a poco, excepcionalidades en su funcionamiento como sociedad: el acoso a la vivienda familiar de un vicepresidente, el espionaje a unos políticos nacionalistas, el que desde la tribuna del Congreso se llame ilegítimo a su presidente. La idea es que la excepcionalidad se haga norma, para que una parte del país piense que, en tales momentos extraordinarios, cualquier solución es válida para acabar con el adversario político, que ha dejado de serlo para transformarse en el enemigo. Es la hoja de ruta de la trama ultraderechista, su complot para envenenarnos. Que Feijóo no diga en privado sentirse rehén cuando su partido actúa como cómplice. Como Ayuso le advirtió: “Madrid [es decir, su trama] tiene poca paciencia para tonterías”.

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