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La verdadera naturaleza de la OTAN

Decir que Estados Unidos lleva en guerra con el resto del mundo desde 1945 no es exagerar un ápice. Desde Corea hasta Vietnam, desde Indonesia hasta el Líbano, desde Chile hasta Irak, el país norteamericano libró una serie de intervenciones militares con sus propias fuerzas armadas o patrocinando golpes de Estado para asegurar su hegemonía global. Esa preeminencia se basaba en tres factores. La exportación de un modelo: capitalismo antes que democracia, los marines como agentes comerciales de la Coca Cola. Asegurarse de que los gobiernos resultantes patrocinaran sus intereses por encima de la soberanía nacional y los derechos de sus propios ciudadanos. Que el resultado de la partida fuera netamente superior al de sus rivales geopolíticos, primero la Unión Soviética, después anticipando el ascenso chino.

Europa occidental, tras la partición de Yalta, quedó bajo la influencia estadounidense, disfrutando de una cierta autonomía debido a razones históricas, potencia económica pero, sobre todo, al tratarse del bloque fronterizo con el comunismo soviético y el Pacto de Varsovia: la superioridad moral de la democracia liberal y la capacidad del capitalismo para crear una sociedad próspera debían visualizarse con especial intensidad. Sin embargo, a la influencia estadounidense, sin poder utilizar la coacción directa, le costó imponerse, sobre todo en los primeros años, por el prestigio de los partidos comunistas que representaban a quien más esfuerzos había hecho para ganar la guerra, la URSS, pero sobre todo porque ellos mismos habían sido la piedra angular de la resistencia contra el fascismo. Aún Hollywood no había ganado la batalla del relato.

Estados Unidos necesitaba a Europa, más que cualquier otro territorio en el mundo, porque era el que le evitaba quedar convertido en una isla alejada del eje euroasiático, línea de demarcación esencial para controlar el globo y sus recursos. La influencia creciente del comunismo, que empezó a ser omnímoda tras la revolución china de 1949, se intentaba frenar mediante intervenciones en distintos países, pero se la encaraba directamente desde la Europa occidental. ¿Cuál fue la herramienta que se creó para asegurarse la cercanía de este bloque? La OTAN, la alianza político-militar del Atlántico Norte. La guerra fría y la amenaza nuclear fueron el combustible para lograr la aquiescencia de la opinión pública, una amenaza cierta, pero también un conflicto azuzado por el propio Estados Unidos: a más desfiles militares en la Plaza Roja, a más intervenciones soviéticas como en Budapest, 1956, o Praga, 1968, mayor miedo en las capitales europeas.

Así la OTAN pretendió constituirse en el imaginario colectivo como el paraguas de defensa que protegía la democracia y la libertad, más que el capitalismo, un estilo de vida. Lo cierto es que la OTAN era efectivamente un escudo, lo que no se contaba es que Estados Unidos era quien lo sujetaba y la Europa Occidental quien le servía de parapeto. Hubo resistencias al modelo, hoy olvidadas por la amnesia histórica. Desde la izquierda, contra la que los intereses estadounidenses libraron un conflicto encubierto que tuvo su máxima intensidad en Italia, debido a la potencia de su partido comunista. La manipulación de elecciones y la guerra sucia mediante la red terrorista Stay Behind, conformada por ultraderechistas pero amparada por la propia OTAN, quedan en la cuenta de resultados.

Estas reticencias europeas al dominio estadounidense también tuvieron en el lado derecho representantes. Charles de Gaulle, el presidente francés, sacó en 1966 a Francia de la estructura militar de la OTAN porque comprendió a la perfección la naturaleza de ese paraguas. “Me niego a ver a Francia implicada automáticamente en una guerra, por decisión de otras naciones [...] La OTAN ha dejado de ser una alianza; significa la subordinación. No podemos aceptar la tutela de Estados Unidos”. En 1960, Francia realizó su primera prueba nuclear, el presidente francés tenía cartas con las que jugar la partida. Adolfo Suárez, el primer presidente español del periodo constitucional, dijo también no a la OTAN para acercar a España al bloque de los países no alineados: quedan sus fotos con Fidel Castro, también la certeza de que a algunos personajes se les canoniza a condición de sepultar su propia historia.

La caída del bloque soviético, entre 1989 y 1991, fue en primer lugar el producto de una crisis económica provocada por una voladura política interna pero, de forma subyacente, el resultado de una carrera armamentística que desgastó a la URSS hasta niveles insoportables. La indudable victoria en la Guerra Fría de Estados Unidos sembró la duda de qué hacer con la OTAN, sobre todo en un momento en que China, al margen de su obvia lejanía del Atlántico, estaba tan sólo comenzando su industrialización. La respuesta llegó a través de dos conflictos, la carnicería de Yugoslavia, 1999, y aquello que se llamó la guerra contra el terrorismo, única ocasión en que uno de los miembros de la Alianza, Estados Unidos, ha invocado el artículo quinto del Tratado de Washington, aquel que apela a la defensa colectiva de sus integrantes. El 11S llegó a un punto donde la Guerra Fría no había alcanzado.

En la medida en que un bloque sufre de desorientación por la debilidad de su cabeza, EEUU, el otro valora la posibilidad de aumentar su área de seguridad, una que Rusia había visto decrecer dramáticamente con la ampliación de la OTAN hasta sus puertas

Sin embargo, la OTAN, diseñada estratégicamente para un conflicto convencional y nuclear contra otro gran bloque, no tenía operatividad contra un enemigo difuso como el terrorismo. Si el final del siglo XX fue la victoria de un modelo, el principio del siglo XXI fue la constatación de que ese modelo no parecía conducir tampoco a ninguna parte. La guerra de Irak, 2003, trajo la división entre sus miembros y la vuelta de un soberanismo europeo no visto desde De Gaulle. Fueron los tiempos del eje franco-alemán, que pasaba por Madrid y llegó a coquetear con Moscú. También el inicio de la Gran Recesión, una crisis de ciclo largo cuyas consecuencias aún se hacen sentir, que puso en cuestión el propio modelo de sociedad sobre el que la Alianza Atlántica se asentaba. Entre esas consecuencias estuvo la irrupción del ultraderechismo de Donald Trump, cuya política de cierre nacional cuestionó el gasto que los Estados Unidos realizaban en la Alianza sobre el resto de países integrantes. Una determinada visión imperial en decadencia exigía un aporte mayor a las limes.

Esta crisis de ciclo largo estalló en 2008 con la caída de Lehman Brothers, tal y como les contaba la pasada semana, continuó con la incapacidad del yes, we can de Obama en enfrentarse a los poderes financieros, lo que abrió la puerta al populismo ultra de Trump, etapa que finalizó en el asalto al Capitolio, un golpe de Estado asimétrico en el propio corazón de Washington, el centro del poder político mundial. Este acontecimiento, del que no ha pasado aún ni un año y medio, hoy enterrado mediáticamente como si nunca hubiera sucedido, fue histórico en el sentido estricto de la palabra, primero por tratarse de un hecho inédito desde el siglo XIX —descontando el magnicidio de Kennedy, 1963—, después por expresar una quiebra política y moral en la potencia hegemónica en retroceso frente a China. Al final, convertir la economía capitalista en un casino ha reventado las bases de la democracia liberal.

Este desarrollo de la crisis de ciclo largo es imposible de desligar de la invasión rusa a Ucrania. En la medida en que un bloque sufre de desorientación por la debilidad de su cabeza, Estados Unidos, el otro valora la posibilidad de aumentar su área de seguridad, una que Rusia había visto decrecer dramáticamente con la ampliación de la OTAN hasta sus puertas. La guerra, que empezó llena de reveses militares y económicos para Rusia, varió su naturaleza a partir de abril, pasando de una fracasada operación relámpago a una guerra de desgaste en la que Ucrania va perdiendo territorio, recursos y hombres de forma cada vez más notable. El otro campo de batalla se juega fuera de Ucrania, en el proceso inflacionario provocado por los desajustes energéticos tras el corte del gas ruso, que amenaza a la estabilidad de toda Europa occidental. La solidaridad con los ucranianos se cuestionará, Zelenski dejará de ser una estrella, en la medida en que los precios no se puedan contener.

De eso, en el plano corto, es de lo que trata la cumbre de la OTAN en Madrid. También, a medio plazo, del gigante que se halla protegido bajo Siberia, China, que, de momento, observa con su milenaria paciencia los acontecimientos. China es también el producto del modelo capitalista de la globalización, que decidió ampliar los beneficios externalizando las manufacturas industriales. Mientras que las multinacionales estadounidenses y europeas ganaban sumas astronómicas con la explotación de una mano de obra sin derechos, Pekín supo aguardar y crecer, transformar su país para pasar de ser la fábrica del mundo a una primera potencia tecnológica. La crisis del coronavirus puso de relieve la fragilidad de las economías occidentales ante la ruptura de las cadenas comerciales pero, más allá, demostró que lo que había sido un gran negocio para sus clases dominantes había resultado fatal para la soberanía de sus países.

La OTAN, que parecía haber perdido su razón de ser en el nuevo siglo, vuelve a tener desde que las primeras bombas cayeron sobre Kiev un renovado protagonismo en Europa: hoy nadie parece discutir su necesidad, tanto, que países históricamente reticentes a integrarse en la estructura, como los nórdicos, han pedido su ingreso. Las voces críticas contra la Alianza Atlántica son hoy una exigua minoría que es mirada con desprecio por la opinión publicada, quizá ya con condescendencia: el mundo no es el de la Guerra Fría, Rusia es una amenaza comprobada, se dice para zanjar cualquier debate. Dos hechos ciertos que, sin embargo, no restan un ápice de certeza a la propia naturaleza de la OTAN como resguardo de los intereses norteamericanos y a que la Europa de 2022, sin ser la del 4 de abril 1949, se dirige a un enfrentamiento de bloques en parámetros muy similares.

La Unión Europea no puede vivir de espaldas a la amenaza rusa ni a la dependencia de China, pero tampoco, si lo que pretendemos es ser adultos y realistas, al hecho de que la OTAN, más allá de la estructura militar, es una ideología operativa para el dominio de los Estados Unidos. Puede, como hace, fingir que no lo sabe, obviar el espionaje al que fue sometida Angela Merkel cuando impulsó, tímidamente, la idea de defensa común de la UE. Puede, como hizo Enrico Berlinguer, aceptar que ir más allá de la OTAN le costaría un golpe de Estado, y jugar el papel de que toda alianza puede tener unos intereses variables dependiendo del deseo, compromiso y cartas de sus socios. O puede aceptar su papel subsidiario y dejarse arrastrar a aventuras que nada tienen que ver con sus intereses desoyendo las palabras de De Gaulle. Ahora, aquí, este será el resultado, no es posible ningún otro. Aquí, mañana, puede que haya que enfrentarse a la gasolina a tres euros.  

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