Caníbales

Pruebas de atención

Cuando estamos en grupo con otros adultos es muy fácil: al primer gruñido, te puede la vergüenza o las ganas de gintonic, así que cedes, sueltas el aparato y los abandonas a su suerte (al móvil y al niño) sin demasiados miramientos. Lo hacen hasta las parejas en sus primeras vacaciones familiares (este verano vi una con niños gemelos, con ipads gemelos, con padres de miradas gemelas, hastiadas de tener todo a pares, hasta el aburrimiento y el silencio). Lo hacemos todos (que levante la mano el que no haya delegado en un móvil o un iPad la crianza de sus hijos).

Lo malo es cuando estás solo. Un padre solo con un hijo único. El niño no sabe estar sin hacer nada y quiere el móvil para jugar. El padre (o la madre) se siente entonces mal padre (no sabe entretener a su hijo, que es el mayor pecado, mucho peor que no saber educarlo) y lo que es aún más mezquino: se conoce y sabe que tendrá celos. El padre, quiero decir, tendrá celos del niño. Ambos enamorados de la misma pantalla.

Porque si el padre cede el móvil, ya sabe lo que le espera: será él quien se aburra y no pueda pasar ese rato actualizando una y otra vez su TL, su Facebook, sus whatsapps, su gmail. El padre no tendrá forma de sentirse importante/conectado/buscado/vivo. El hijo, además, ignorará los whatsapps que lleguen y el padre sabe, lo siente en los huesos, que cuando el niño tenga el móvil los mensajes no serán del grupo del colegio (necesito un disfraz de gato/qué día hay extraescolares/sois ya del club de las malas madres/la tutora parece una bruja) sino de la gente que (le) importa.

Ya ha pasado otras veces y el niño, para torturar al padre, lee en alto, sólo, los mensajes que no son aptos para menores:

– Eva que si puedes dormir en su casa mañana. Ha escrito mal mañana, lo ha escrito sin “ñ”. Mañana no puedes, que estás conmigo.

– Carlos, que te acuerdes de su fiesta. Es hoy. También le digo que no puedes.

– Kandinsky. El mensaje de Kandinsky no lo entiendo. No sé por qué quieres tanto a Kandinsky, la verdad.

Al padre no le gusta el mote que su hijo ha puesto a Kandinsky, pero se le ha pegado. Kandinsky, el del móvil y el pintor ruso, es imprescindible. Y entonces, inspirado, el padre propone un pacto (el móvil se guarda y no es para nadie) e inventa un juego

El niño protesta, protesta, protesta.

Y el padre no cede. El juego se llama “prueba de atención” y aprovecha el presente, el viaje en autobús, la paz.

“A ver, tenemos que fijarnos los dos y encontrar…”

– El anuncio de la peli que vimos ayer y el de la que vamos a ver esta semana en alguna parada de autobús.

– Una bici que vaya por la acera (“¡Pero si no se puede!”). Da igual, siempre hay bicis que van por la acera.

– Tres perros. Y aquí, variamos según el barrio. En Malasaña buscamos dos galgos (adoptados) y un perro cualquiera. En los barrios del norte (Chamartín, Salamanca), un teckel, un Beagle y un perro sin la bandera de España en la correa (“¿Por qué llevan la bandera en la correa?” No lo sé, no lo entiendo yo tampoco).

– Una adolescente que no lleve shorts vaqueros (esta prueba puntúa doble).

– Un señor con sombrero (“¡Pero si es de noche!”). Un señor con sombrero.

– Un hombre con bermudas rosas y una mujer con camisa amarilla (cuanto más improbables los colores, más puntos).

– Una pareja discutiendo (no falla, siempre hay una pareja discutiendo. Y el padre se plantea si el hijo se volverá un escéptico, pero no hay riesgo: cuando el hijo esté en edad de discutir con su pareja, habrá una app para evitarlo. Para evitar las discusiones o para evitar el amor; o, mejor, para evitar el deseo de estar enamorado y la necesidad de sentirte deseado y acompañado).

– Un chico (no valen mujeres, que es más fácil) leyendo (no vale, tampoco, si es un libro de texto). “Imposible”. Que no, que yo ayer vi a un chaval leyendo Ébano, de Kapuscinski. “¿De Kandinsky?”. Nooo.

– Alguien (da igual la edad, el sexo, el color de pelo) que no tenga ninguna carta que escribir sobre Cataluña, que no tenga una certeza sobre esa nueva frontera (“yo”, dice el niño; “y tú”. No, nosotros no valemos).

Los primeros días el niño se frustra. No distingue las razas de perro, y pierde. Ve desde más abajo, y pierde. No entiende el nacionalismo, y pierde. Tiene síndrome de abstinencia del móvil, y pierde.

Pero luego el niño empieza a ver y ve más que nadie. Ve, desde luego, muchísimo más que el padre. Ve tanto que, en el autobús, distingue, en el Twitter de otro pasajero, la foto de otro niño, más pequeño, muerto en la playa.

Con esa foto se acaba el juego y viene el ruido. Lo que antes eran murmullos ahora es un clamor: los pasajeros del 40 gritan ofreciendo sus casas a los refugiados sirios (¿sólo a los sirios?).

La gente quiere ayudar y no saben dónde, ni cómo.

– ¿A quién hay que decirle que en casa tenemos un cuarto para un niño sirio, de tres años, un niño al que no hayamos ahogado, un niño que no se vaya a ahogar nunca?

– ¿Dónde nos apuntamos?

– Es un cuarto sin dolor, aunque nosotros también tenemos miedo.

Eso escuchaba el padre en el autobús esta semana en la que los niños de la ciudad vuelven a sus mochilas, sus legañas y sus nervios. Y es que esta semana, los autobuses se han vuelto a llenar de uniformes.

La versión salvaje del club de las Malas Madres

Los colegios concertados y privados obligan a los niños a llevar pantalones y a las niñas a llevar falda, siempre de tela inexplicablemente sintética, incomprensiblemente incómoda. Los niños aún no saben que el algodón no pica; las niñas sí saben que preferirían llevar pantalones. Han vuelto los autobuses escolares y el tráfico se ha parado otra vez, otra eternidad, hasta el verano; han subido los precios y ni siquiera han llamado de El Corte Inglés para recoger los libros de texto.

Pero en Madrid esta semana no se oyen quejas: estos niños uniformados, estos niños nuestros, son niños vivos. 

P.D.: hay dos películas españolas en la cartelera que merece la pena ver. “Un día perfecto”, de Fernando León de Aranoa, y “Anacleto”, de Javier Ruiz Caldera. Dos formas inteligentes de reírse sabiendo que vivir es doloroso.

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