Por qué bailan los jóvenes la canción de la ultraderecha

En su libro Revolución y dictadura, recién publicado en España por la editorial Ariel, los politólogos Steven Levitzky y Lucan Way analizan la capacidad de diferentes sistemas autoritarios, todos ellos del ámbito o el extrarradio del comunismo, para perpetuarse en un poder conquistado con promesas de igualdad y vitola de libertadores que nada más tener en la mano la llave de los palacios volvieron a poner en funcionamiento la maquinaria opresiva de la que dijeron venir a salvar a los oprimidos. Los autores hablan del camino de ida y vuelta recorrido por diversos Estados totalitarios que fueron derribados por una revolución social y reemplazados por gobiernos que pronto se les parecerían como lo hacen dos gotas de agua entre sí, a veces disfrazados de caudillos populares, a veces dotados de la astucia e hipocresía necesarias para sobrevivir a la sombra de banderas capaces de adaptarse a las circunstancias según de qué lado sople el viento.

En su libro pesa la mochila ideológica y se habla de China, Vietnam, la antigua Unión Soviética, la Camboya de los Jemeres Rojos, por una parte, y por la otra de Irán, Argelia o el Afganistán de los talibanes y, en clave latinoamericana, de Cuba, de Bolivia y Nicaragua. En el índice onomástico no aparecen Pinochet, Videla o Franco, que hubiera encajado como anillo al dedo, por su carácter sanguinario y por la longevidad de su estancia en el palacio de El Pardo, en esa banda de criminales. Por cierto, uno se acuerda de la indiferencia con que el resto del mundo supuestamente civilizado asistió a la masacre que él y sus matones llevaron a cabo en España al ver cómo hoy la historia se repite en Gaza.

Pero esas historias de la Guerra Civil y de la represión inhumana que llevó a cabo el siniestro general a lo largo de treinta y ocho años, tal vez las nuevas generaciones no las conocen o no les interesan, las consideran agua pasada, una pieza de museo. Y quizá por esa razón el voto que, según las encuestas, más crece entre los jóvenes es el que iría a la ultraderecha. Lo he dicho ya otras veces, pero es que nada define con tanta exactitud el desconcierto del que surge esa tendencia como el eslogan que coreaban algunos de esos nuevos falangistas frente a la sede madrileña del PSOE: "Viva Franco y viva la Constitución". Que es como decir: vivan los pirómanos y los bomberos.

El 'raca-raca' de la derecha, sin embargo, suena a todas horas, las viejas consignas se imponen, la patria se desgaja, la izquierda nos lleva al abismo…

El dato no es para que se tome a broma, ni mucho menos. Los diferentes estudios y sondeos ya vienen avisando desde hace tiempo de que muchos adolescentes o poco más emiten opiniones sobre el feminismo, la inmigración o las identidades de género bastante cercanas a los mensajes de Vox. Da la impresión de que en ese territorio de los derechos y la tolerancia retrocedemos a pasos agigantados, pero la pregunta es: ¿cómo ha ocurrido esto? Habrá quien diga que el problema tiene que ver con el famoso relato, pero esa es una explicación que a mí siempre me ha parecido malintencionada porque consiste en culpar a las víctimas del daño que sufren. Otra vez.

La ola envenenada de la ultraderecha es un maremoto global, de acuerdo, que recorre el planeta de norte a sur, pero en el caso de nuestro país no se explica, dado el buen momento que atravesamos y las buenas perspectivas que tenemos, según todos los politólogos y economistas habidos y por haber. El raca-raca de la derecha, sin embargo, suena a todas horas, las viejas consignas se imponen, la patria se desgaja, la izquierda nos lleva al abismo…

De Gürtel hacia abajo, el expediente de cientos de casos de corrupción que tiene el Partido Popular se deshace tan pronto y tan por encima de lo que sea, que ni las residencias de Madrid, ni los tejemanejes de la familia de Ayuso, ni la dana mortal de Valencia, ni las contradicciones infinitas de su discurso –entre otras el Junts sí, Junts no, hoy son enemigos y mañana aliados– les pasan demasiadas facturas ni se llevan nada por delante, enfangadas las denuncias que se les ponen a sus presuntos responsables en la telaraña burocrática de la justicia, que es igual para todos menos para los que tienen más dinero para abogados.

Malas noticias, en resumen, y un horizonte que se está poniendo feo. Los jóvenes vuelven a escuchar la canción de la ultraderecha, pero ignoran que esa música siempre acaba bailándose con botas de militar.

En su libro Revolución y dictadura, recién publicado en España por la editorial Ariel, los politólogos Steven Levitzky y Lucan Way analizan la capacidad de diferentes sistemas autoritarios, todos ellos del ámbito o el extrarradio del comunismo, para perpetuarse en un poder conquistado con promesas de igualdad y vitola de libertadores que nada más tener en la mano la llave de los palacios volvieron a poner en funcionamiento la maquinaria opresiva de la que dijeron venir a salvar a los oprimidos. Los autores hablan del camino de ida y vuelta recorrido por diversos Estados totalitarios que fueron derribados por una revolución social y reemplazados por gobiernos que pronto se les parecerían como lo hacen dos gotas de agua entre sí, a veces disfrazados de caudillos populares, a veces dotados de la astucia e hipocresía necesarias para sobrevivir a la sombra de banderas capaces de adaptarse a las circunstancias según de qué lado sople el viento.

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