Un PP atrapado en el 1-O

Algo grave ha pasado si tenemos que buscar la hora y los ‘peros’ con los que el PP ha condenado la violencia de las últimas horas coincidiendo con la semana que estaba previsto el acuerdo final de investidura. El resultado y el paisaje es el que es. Demasiados condicionantes en las declaraciones condenatorias y un revulsivo ultra que arrastra con todo. Bajo la forma y el fondo de un discurso de permanente deslegitimación, personalizado en Pedro Sánchez, los grupos ultras se han sentido cómodos incubando, paseando y ahora perpetrando su violencia en la calle. Lo que hemos visto en el triángulo madrileño de Ferraz, Gran Vía y el Congreso no son ciudadanos en contra de la ley de amnistía. Son extremistas empapelando las calles con pegatinas de ‘amnistía’ convertidas en una diana y un “Marlaska muérete, maricón"; "Pedro Sánchez, a prisión"; "viva Franco"; "con los moros no os metéis…”. De la retórica extremista a la violencia política. ¿Cuántos pasos hay? Cada vez menos. 

La condena expresa del PP ha llegado y hay que alegrarse. En el fondo, en los ‘peros’, está el conflicto político. Hay más de fondo tras la rabieta de los resultados del 23-J. Desde el 1 de octubre de 2017, el PP no ha hecho una sola concesión al acercamiento con Cataluña, ni político ni emocional. Instalados en una permanente vendetta contra el independentismo, se han obsesionado con el mazo judicial de las condenas —cuantas más altas, entienden, más justas— y para el mayor número de implicados del procès. La potencia de actuación de los tribunales y la aplicación del 155 llegó tras años de dejación y tenía un fin, frenar la deriva inconstitucional y rupturista del Govern de entonces. 

Han pasado seis años, parte de ese ejecutivo fue a la cárcel, se arrepintió, reconoció errores y llevan una legislatura completa sumidos en la gobernabilidad. Junts está negociando una amnistía. Pero también han pactado un grupo parlamentario propio para el ejercicio de sus siete escaños. Un abandono ‘de facto’ de la unilateralidad. Y sí, faltan más gestos. Pero de eso va la política. La derecha llama ‘destrucción de la democracia’ a la amnistía, cuando ya señaló con los mismos calificativos a los indultos, además de recurrir al Constitucional. 

La gestión del procés del PP fue una muestra de su incapacidad para negociar con el independentismo. Seis años más tarde, siguen siendo incapaces. Más allá de anunciar el apocalipsis nacional, su obcecación por aislar a ERC y Junts está generando una inestabilidad que había costado mucho superar. Desde finales de los años noventa, los partidos independentistas han estado entre el 46% y el 50% de los votos. En 2021, llegaron al 51%, una victoria descafeinada que, dos años después —estrategia PSOE-PSC mediante—, les dejó con un millón de votos menos el 23-J. Y más importante, la muralla infranqueable de la transferencia y fuga de voto independentista a otros partidos ha vuelto a ser porosa. Pablo Casado hizo un amago de reconocer el fracaso del operativo del 1-O. Feijóo todavía no ha desplegado una estrategia razonable ni siquiera frente a parte del empresariado catalán que, además de avalar la amnistía desde el Cercle d'Economia, le pidió expresamente no deshacer el legado de la pasada legislatura. 

No es la amnistía, es una rabia no resuelta. No es Pedro Sánchez, es la posibilidad de un gobierno con una mayoría parlamentaria con quienes llaman ‘enemigos’. No es la amnistía, es la investidura

Ahora, el fino cristal que va del odio a los hechos es la reflexión pendiente del PP. Y debe ir desde la gestión catalana de los últimos años, pasando por la falta de propuesta en la investidura fallida hasta la explosión ultra y violenta de estas noches. Parte del pecado es el mismo del 23-J, no desmarcarse de VOX, mantenerlos como socio estructural, jalear las movilizaciones sin matices hasta ayer mismo y utilizar un lenguaje antipolítico impropio de la oposición. 

Ya no hace falta irnos al ejemplo de Trump. Cada semana se escucha al PP exagerar sobre el fin de la democracia liberal y el cambio a un régimen totalitario disfrazado de progresismo, es textual. Un lenguaje que ha calentado la calle hasta sacar y legitimar a grupos que se pasean impunes con banderas y consignas de un reducto nazi y falangista que no se había envalentonado hasta ahora. Parte de la brutalidad de las protestas callejeras contra la sede de Ferraz viene de varios sitios y casi lo de menos es la amnistía. Revela una frustración de la derecha para comprender Cataluña y por extensión la imposición de un nacionalismo español contrario a la pluralidad real. Un hilo que va del ‘Pujol, enano, habla castellano’ de Aznar al ‘Puigdemont a prisión’ y de ahí al ‘Sánchez, traidor’. No es la amnistía, es una rabia no resuelta. No es Pedro Sánchez, es la posibilidad de un gobierno con una mayoría parlamentaria con quienes llaman ‘enemigos’. No es la amnistía, es la investidura. Y sí, es contra Cataluña porque hay muchos ciudadanos contrarios a la polémica ley incapaces de gritar las barbaridades supremacistas y anticatalanas que se corean por Madrid. 

Hay que insistir las veces que haga falta. El derecho a indignarse con las negociaciones del PSOE con Junts es más que lógico. La amnistía y la superación del procès atraviesan demasiados nervios como para no debatir sobre ello. Va más allá de un debate técnico, es social y de convivencia. Pero la discusión solo se puede dar en un terreno donde todas las partes se reconocen como legítimas. Hace tiempo que el golpismo postmoderno, como calificó Daniel Gascón el procès, está mutando dentro de sectores de la derecha. 

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