Los renglones torcidos del Supremo Pilar Velasco
Que la vida es una sucesión de etapas, como la vuelta ciclista, lo sabemos todos. Que jugamos a olvidarlo y vivimos como si cada trance fuera a durar para siempre, también.
La certeza de que todo cambia en un instante debe de vivir en pijama, adormilada en algún rincón de nuestro cerebro y solo espabila cuando sucede algo inesperado.
Te levantas con esa alegría que provoca el sábado, desayunas y te arreglas con cierta rapidez para llegar a tiempo a una fiesta sorpresa en la que la puntualidad es imprescindible. De pronto, suena el teléfono y a los quince minutos estás entrando en Urgencias. Y en ese universo el tiempo es otro. Los instantes en un hospital se transforman en horas, la espera se estira, se dilata, se eterniza. Pasa volando la mañana que se funde con la tarde hasta que llega la noche. Un día en el hospital equivale a una vida corta.
En la ciudad las ambulancias forman parte del paisaje urbano y la banda sonora cotidiana. Son semáforos en movimiento que deciden con sus luces quién sigue y quién se detiene…
Hay algo de consuelo en esas salas de espera. Miras a los ojos de los otros y reconoces en su mirada lo que tú sientes. El miedo, el cansancio, la fragilidad y ese fastidio… ¿Por qué yo, por qué a mí, por qué hoy?
Y cuando las sirenas pasan cerca, tratas de pasar. Las ignoras, finges que no las ves ni las oyes y si caes en el error de advertir su presencia, lo haces sin darle importancia, en tu cabeza no va nadie dentro, son vehículos vacíos, piezas de un decorado en el que tú te mueves a toda prisa para llegar a alguna parte… Pero esas mismas ambulancias se transforman en algo trascendente cuando vas dentro, o trasladan a quien quieres. Son como seres vivos cuando llegan impacientes a la puerta del hospital en el que hoy te ha tocado estar.
Desgastamos la empatía de nombrarla, lo de “ponernos en los zapatos del otro” es un estribillo que recitamos de carrerilla y sin pensar, como el “fun, fun, fun o el ring, ring, ring” de un villancico. Hablamos menos de ponernos en los nuestros y eso también nos cuesta. Son esos zapatos vitales que nos rozan y siempre nos parecen nuevos, como los que usamos para ir a urgencias. ¿Se han fijado en cuánto duelen los pies en esas esperas que se hacen eternas?
Hay algo de consuelo en esas salas de espera. Miras a los ojos de los otros y reconoces en su mirada lo que tú sientes. El miedo, el cansancio, la fragilidad y ese fastidio… ¿Por qué yo, por qué a mí, por qué hoy? Y esa mirada común y colectiva te da la medida de que ni estás sola, ni eres tan desdichada, ni tan única. Todos esos “otros” son como tú y están en lo mismo viviendo una vida corta en Urgencias.
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