Un abismo llamado Santos Cerdán Pilar Velasco

20 millones de dólares al año durante una década. Eso es lo que se estima que se embolsaría J.K. Rowling por los derechos y su participación en la creación de la nueva serie de HBO basada en los libros de Harry Potter, que se estrenaría el próximo 2026 y que recientemente presentó a sus actores protagonistas.
200 millones de dólares.
200 millones de dólares que se unirían a los varios cientos de millones que producen cada año los derechos de emisión y reproducción de las películas, de venta de los libros, videojuegos y merchandising, de asistencia al musical y los diversos parques temáticos basados en el mundo mágico.
Décadas después de la publicación del primer libro de la saga, Rowling volvió a entrar hace unos años de forma habitual en la lista anual de multimillonarios de la revista Forbes (de la que llegó a desaparecer durante un tiempo a partir de 2012). Su imperio económico ha crecido de manera exponencial, y lo ha hecho con mayor intensidad durante los últimos cinco años, en los que ha decidido utilizar su altavoz y visibilidad para convertirse en uno de los principales activos de la oposición a los derechos, inclusión y protección de la comunidad trans.
El problema no está solo en que Rowling tuitee de forma constante y casi obsesiva contra las personas trans (así como contra otras siglas de la comunidad LGTBIQ+ y contra la diversidad afectivo-sexual en general, no lo olvidemos). El mayor problema es que la británica se ha convertido en un lobby de presión económica en sí misma cuya insistencia ha llegado a conseguir que los derechos de todo ese colectivo den un notable retroceso en el Reino Unido. Lo vivimos cuando el pasado mes de abril el Alto Tribunal del país delimitó la definición legal de mujer en relación a su “sexo biológico” y a su genitalidad en lo relativo a la Ley de Igualdad, desprotegiéndolas legalmente en caso de discriminación por su identidad de género.
La cosa no terminó ahí, ni tras subir su infame y ya célebre (no de manera positiva) foto fumando un puro con el texto: “Me encanta que los planes salgan bien”, en relación al fallo del tribunal. En los últimos días, la autora daba a conocer su nuevo proyecto: un fondo privado llamado J.K. Rowling Women's Fund, financiado por su propia fortuna y que tendría como objetivo financiar batallas legales que busquen la exclusión y criminalización de las mujeres trans.
El fondo destinará los vastos recursos económicos de Rowling para financiar a personas que emprendan acciones legales contra el colectivo trans por motivos como “verse obligadas a cumplir políticas de inclusión irrazonables en espacios de un solo sexo” o a “enfrentar procesos judiciales debido a sus creencias expresadas”. Creencias basadas en que las mujeres trans no son mujeres “de verdad” y no deben ser protegidas en caso de discriminación o de sufrir violencia de género, por ejemplo. Una violencia de la que, en Estados Unidos y según los últimos estudios, las mujeres trans son víctimas incluso en mayor proporción que las mujeres cisgénero (que no son trans).
Es especialmente ilustrativo ver cómo esta persecución y violencia se genera desde el poder económico hacia los colectivos más vulnerables, con menos recursos y que menos oportunidades tienen de defenderse del ataque. Hablamos de una contienda organizada por una persona cuyo patrimonio se estima en más de mil millones de dólares, y que seguiría creciendo en varios cientos al año. Y de una ofensiva contra una de las comunidades con mayores tasas (con diferencia) de exclusión social –hay encuestas que ubican su tasa de desempleo entre el 60% y el 80%– y uno de los colectivos que más habitualmente sufre problemas de sinhogarismo. En España, una de cada diez mujeres trans ha tenido que dormir en la calle en algún punto de su vida.
Son personas que no tienen la oportunidad para defenderse. Que no cuentan con los recursos para contratar a un equipo de abogados, el tiempo para informarse, la seguridad legal para pedir ayuda. La persecución de las J.K. Rowling y los Elon Musk, los Donald Trump o los Milei a comunidades ya de por sí en peligro de exclusión se centra en destruir el eslabón más débil de la cadena, en convertirlas en chivo expiatorio para desviar la atención de sus inmorales maneras de crear riqueza desde la explotación y el saqueo de las arcas de donde deberían beber nuestras seguridades y protecciones.
Y por mucho que no cambiemos el mundo con unos hábitos individuales, también sabemos que el boicot puede funcionar y marcar una diferencia
Mirad. Yo soy el primero que entiende que el efecto real de la responsabilidad individual es casi una utopía, y que no puedes pedirle a un pueblo agotado, sin tiempo ni recursos, que dedique los pocos que tienen a consumir de una forma que, en la práctica, poco más ética es que la habitual.
Pero qué queréis que os diga. Yo vivo más tranquilo eligiendo, cada día, no consumir productos o contenido de una forma en la que mi dinero vaya a financiar una campaña de odio. Y ya a veces lo tenemos complicado cuando se trata de productos de primera necesidad, como ropa o comida. Amiga, gastarte 40 euros en una varita que se ilumina cuando la agitas no es primera necesidad. Y por mucho que no cambiemos el mundo con unos hábitos individuales, también sabemos que el boicot puede funcionar y marcar una diferencia. Ya hemos visto vestigios de ello con la caída de los beneficios de Tesla, la empresa de Musk, que llegaron a desplomarse hasta en un 71% el pasado mes de abril. Lo hemos visto también con muchas de las empresas que han decidido dar un paso atrás en sus políticas de diversidad e inclusión en Estados Unidos, y cuya imagen general ha empeorado y su crecimiento económico se ha detenido o incluso han sufrido consecuencias económicas notables.
No, no vas a cambiar el mundo que dejemos de consumir un producto o contenido que financia persecuciones sociales (o genocidios, incluso) en un sistema en el que prácticamente se nos fuerza o se nos deja sin otra opción. Pero si tenemos la oportunidad de que, incluso dentro de ese sistema cruel y despiadado, algunos entiendan que nuestros límites pueden suponer una diferencia, vale la pena apelar a lo colectivo, a lo interseccional, a mirar por el de al lado y a consumir teniendo eso en mente.
E igual los derechos básicos de personas que siguen siendo agredidas, perseguidas o incluso asesinadas por el mero hecho de ser quien son, son más importantes que ver una serie.
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