Hace falta la política

Vivimos momentos complicados. Las dinámicas sociales obligan en la ética política a guardar una doble precaución, a veces muy difícil de sostener. Por una parte, resulta necesario defenderse de las críticas de los adversarios y dar explicaciones ante desprecios e infundios muy subidos de tono; por otra, no se debe reaccionar con la misma crispación que se sufre, porque en ese vértigo los adversarios se convierten en enemigos y la política en una riada de agua sucia que amenaza la convivencia. Conviene comprender que los insultos y las mentiras no sólo buscan hacer daño al contrario, sino también dañar el crédito de la política, imponer la idea de que todos son iguales, invitar a la gente a que se aleje del Estado. Se alimenta así el populismo que sostiene la idea de que el pueblo salva al pueblo sin necesidad de los contratos sociales, los partidos y los marcos de regulación pública. Esa es la vía útil para establecer la ley del más fuerte, evitar el control de las especulaciones de las grandes fortunas y convertir en líderes a personas capaces de encarnar los discursos del odio fomentados por los bulos de las redes antisociales.

En las ruidosas votaciones parlamentarias que se produjeron esta semana hay una discusión de más profundo calado que el enfrentamiento notorio entre la oposición liderada por el PP y el Gobierno. La gravedad de los acontecimientos se consuma no en los debates que pueden darle la razón a unos o a otros, sino en la idea de que la vida política es mala porque se olvida de los intereses de la ciudadanía y se enfrasca en guerras por pura ambición de poder. De ese modo los jubilados, los usuarios de transportes, los que necesitan ayudas públicas y los asalariados son víctimas de la turbia política, de la ambición deshonesta de los políticos.

La mejor defensa de la política es hacerle comprender a la gente que las medidas sobre sus pensiones, sus salarios y sus derechos cívicos dependen de quien ejerza el poder

Y tal y como está el patio es difícil explicar las lecciones de la realidad en un sentido distinto. En realidad, situaciones como las que hemos vivido demuestran que la vida de la gente, sus pensiones, sus salarios, su poder adquisitivo, sus derechos laborales y públicos, dependen de las decisiones políticas. Es decir, hace falta la política para regular una convivencia justa y para dignificar la vida de las personas. Y algo más: el poder no es un espacio negativo por definición. El poder político es, por el contrario, el medio democrático decisivo a la hora de tomar las medidas que afectan a los derechos y a las situaciones cotidianas.

La mejor defensa de la política es hacerle comprender a la gente que las medidas sobre sus pensiones, sus salarios y sus derechos cívicos dependen de quien ejerza el poder. Porque hay decisiones que sirven para apoyar a las élites económicas y decisiones que se preocupan de los derechos laborales. Y hay quien decide apoyar la privatización de los servicios públicos en beneficio de negocios particulares y quien considera una obligación mantener derechos que sostengan la igualdad social en ámbitos tan importantes como la sanidad o la educación. Ensuciar el significado de la palabra política es la tarea prioritaria del pensamiento antidemocrático.

La toma de conciencia del valor de la política queda sepultada por la lluvia de adjetivos que lanza una escenificación mediática al servicio del descrédito generalizado. La ciudadanía sufre porque la política es mugrienta, guarra, inmunda, egoísta, obscena, indecorosa, cruel, indecente. Parece que la política se olvida de que la ciudadanía necesita una vida digna, una pensión revalorizada o un salario más digno o un transporte más barato. Pero la paradoja es que todo eso, según se demuestra cada día, es imposible sin la política.

Tal y como está el aire de la comunicación, muy contaminado por el pseudoperiodismo y las redes antisociales, resulta difícil explicar que la política hace falta, comprometer a la gente en una ilusión común que sirva para dignificar sus vidas. Así que la política decente no puede salirse de la pelea, ay, pero tampoco puede asumir las reglas de juego desatadas por sus enemigos.

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