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¿Votaría Albert Camus?

“No sé qué votar: no hay nadie que me convenza al 100%”. Seguro que ustedes han escuchado esta frase bastantes veces en los últimos días –y en comicios anteriores– y, con el respeto debido a los que la pronuncian, debo decirles que me parece un modo equivocado de abordar la participación electoral. Para decirlo de una tacada, encuentro que esa fórmula está más bien emparentada con la religión o cualquier otra forma de adhesión inquebrantable que con la razón y la libertad.

Albert Camus

Como ustedes saben, Albert Camus era un libertario, un espíritu independiente que situaba la libertad por encima de cosas como el orden, la tradición, la autoridad, la gobernabilidad o la disciplina de partido. Eso, sin embargo, no le impidió pronunciarse en algún que otro momento histórico a favor de una determinada opción política, como recuerda Michel Onfray, uno de sus más activos valedores en la actual escena intelectual francesa. Lo hizo, por ejemplo, a favor de las propuestas socialdemócratas de Pierre Mendès-France en alguna circunstancia particularmente crítica de los años 1950. Y no es que Camus comulgara al 100% con las ideas y el programa de Mendès-France, ni mucho menos; es que, en ese instante preciso, pensaba que debía de comprometerse activamente con aquellas de las posiciones de ese político que venían a coincidir con las suyas. Para Camus el abstencionismo permanente no es la obligación inmutable de un espíritu libertario; saber que la acción de los políticos profesionales está limitada y condicionada por los auténticos poderes –el del dinero en primer lugar– no le impedía apoyar puntualmente a alguno de ellos.

Lo que enseñó Camus al periodismo de hoy

Lo que enseñó Camus al periodismo de hoy

Nadie debería estar al 100% de acuerdo con nadie, ni tan siquiera con uno mismo; la duda y la discrepancia son esenciales a la condición humana. Así que en unas elecciones importantes, como las que se celebran actualmente en España, lo racional, en mi opinión, que en esto intenta seguir la de Camus, es escoger sin excesivas expectativas aquella propuesta que esté más próxima a tus ideas, sentimientos e intereses. Que tal proximidad sea de un 60% o 70%, por seguir hablando en porcentajes, ya es mucho. No se trata de casarse para toda la vida con un líder, un partido o una coalición –en realidad, ni tan siquiera el matrimonio oficial ya es para toda la vida–; se trata de escoger para un período máximo de cuatro años entre lo que existe, no entre lo que nos gustaría que existiese.

No estaré en mi circunscripción electoral el próximo domingo, así que ya he votado por correo. Lo he hecho a favor de quienes no solo proponen un cambio de presidente y de gobierno, sino que también desean explícitamente la apertura de un nuevo ciclo en la vida política española que introduzca algo más libertad, pluralidad e igualdad y algo menos de autoritarismo, corrupción e injusticia. ¿Quiere esto decir que esa opción me parece sublime, perfecta, irreprochable? En absoluto. ¿Quiere esto decir que adoro a sus dirigentes hasta babear cada vez que salen en la tele? Para nada. ¿Quiere esto decir que, hagan lo que hagan en los próximos cuatro años, los seguiré apoyando hasta el fin de mis días? Ni de coña.

No soy religioso, no abordo unas elecciones con un espíritu de fe y comunión inalterables. Como tantos de mis pensadores favoritos, incluido Camus, pienso que el cambio es lo único constante en esta vida. Y como el personaje de Osgood Fielding III al final de la película Con faldas y a lo loco, sé que nadie es perfecto.

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