Del Protocolo de la Vergüenza a la dana: la gestión que acorrala al PP Marta Jaenes

Este año iré por primera vez a la manifestación del 8-M de la mano de un varón: mi hijo. Él todavía no sabe que en las actividades del sábado —a los niños de 4 años les fascina repasar su agenda próxima— está incluida una marcha por la ciudad en la que sobre todo habrá mujeres, predominará el “violeta o también puede ser morado”, como dice él siempre en retahíla, y se gritarán consignas que quizás yo no sabré cómo explicarle. Palabras nuevas: patriarcado. Preguntas que anticipo: ¿por qué se tiene que caer el patriarcado, mamá? ¿adónde se cae?
Hace poco de su primera protesta. Lo llevé conmigo a cubrir la concentración para salvar las Lagunas de Villafáfila de una planta de hidrógeno verde, porque esa misma semana él había ido a la reserva natural de excursión con su clase y pensé que era una buena ocasión para que comprendiera lo que es una manifestación: salir a la calle a defender algo que te importa. A él, que maneja con naturalidad términos como ánade real y tras esa visita me enseñó la existencia de las fochas, lo que más le importa desde muy pequeño son los animales. Este miércoles lloró desconsoladamente cuando quemaron la figura en el entierro de la sardina.
Su segunda protesta fue al domingo siguiente, fuimos a ver a la gente de nuestros pueblos pedir el alto a la proliferación de proyectos de biogás que amenazan su calidad de vida y, probablemente, hasta su salud. Eso fue más difícil explicárselo, pero le gustó la idea de ir: quería acompañar a su compañerito de juegos rurales. Entendió, entonces, otra cosa: a las manifestaciones también se va a estar con otras personas de nuestra comunidad, a arroparnos, a sentirnos más fuertes porque estamos juntos.
Palabras nuevas: patriarcado. Preguntas que anticipo: ¿por qué se tiene que caer el patriarcado, mamá? ¿adónde se cae?
No le he explicado todavía que vamos a la manifestación del 8-M porque el discurso comenzaría, por ejemplo, diciéndole que vamos para pedir que se trate igual a las mujeres que a los hombres, a las niñas que a los niños. Y me da miedo verbalizar esa idea con él, porque él no tiene todavía ni la menor noción de que a las mujeres no se nos trata igual que a los hombres o de que a las niñas no se las trata igual que a los niños, ni siquiera contempla que eso sea posible. En las tantísimas conversaciones que tenemos, caminando arriba y abajo para nuestras actividades diarias, jamás me ha mencionado nada que indique que el sistema patriarcal se ha colado ya por una rendija de su imaginario. Le gusta mucho jugar tanto con los niños como con las niñas, ama los unicornios y las bromas de pedos, se comporta igual con sus figuras de referencia masculinas y femeninas. Soy estricta en que no consuma violencia, tampoco la que inoculan tantos dibujos infantiles o juguetes, y en que interiorice que ser varón no es un pase para relacionarse como un salvaje, que ese chascarillo común de que “los niños son más brutos, juegan a pegar” no es algo que su madre tolere. Lo educo como habría educado a una hija: dejándole ser, pero marcándole unos límites que, como el feminismo, tienen que ver fundamentalmente con el respeto y la igualdad.
El año pasado me ayudó a hacer mi pancarta, pero era demasiado pequeño para entender lo que ponía y su significado. Ahora ya sabe leer las sílabas fáciles y, por aproximación y con tiempo, casi todas las que pasan delante de sus ojos. Por ejemplo, el mensaje que he pensado para la de 2025: “La igualdad no es una opción, es un derecho”. ¿Qué es la igualdad, mamá? ¿Qué es una opción? ¿Qué es un derecho? Tengo tarea; les deseo un luchador 8-M a todas y todos.
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